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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (23 page)

BOOK: Libros de Luca
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Volvió a sonreír, pero esta vez de manera afable, como si buscara la reconciliación.

—Gracias por tu confianza —dijo Jon—, pero es la primera vez que alguien me acusa de ser una marioneta. Creo que te confundes con Kortmann. Me ha dado la impresión de que pretende ir al fondo de esta historia, y de que también a él le gustaría ver a la Sociedad Bibliófila unida.

—Espero que tengas razón —dijo Clara.

—Es posible que en su momento haya participado en una campaña a favor de una división —continuó Jon—, pero tengo la sensación de que hoy lo lamenta, o al menos duda de que haya sido la solución más justa. —Se encogió de hombros—. Tal vez se ha ablandado con los años.

—Eso nos vuelve a colocar en el punto de partida —replicó Clara—. Lo que está ocurriendo es perjudicial para todos; entonces, ¿cómo podemos ayudarte, Jon? ¿Qué tienes pensado hacer?

En la sala se hizo un denso silencio. Jon tuvo la sensación de estar cegado por la luz de un enorme proyector dirigido hacia él, listo para revelar el más leve movimiento. Notó que las palmas de las manos le ardían y reprimió un fuerte impulso de cambiar de posición en la silla.

—Comenzaremos por estudiar los incidentes individuales —intervino Katherina—. Es importante saber con certeza si lo que ha estado sucediendo ha sido algo planificado o si se trata solamente de una serie de hechos fortuitos. Si hay una conexión, tendremos que preguntarnos: ¿quién obtendría ventaja de esto? Y en tal caso, ¿de qué tipo?

Jon le devolvió una sonrisa agradecida.

—Estoy completamente de acuerdo —afirmó él, y luego hizo una pausa—. Estoy convencido de que hay una relación entre los acontecimientos de hoy y lo ocurrido hace veinte años. El mismo hecho, aunque hayan transcurrido veinte años, delimita el número de personas que podrían estar involucradas.

Después de la reunión, Jon condujo a Katherina hasta su apartamento en el distrito Nordvest. Durante el trayecto se dijeron muy poco. Jon repasó mentalmente el encuentro, pero tuvo dificultades para llegar a una conclusión coherente. En realidad, debería haberse sentido insultado al ser tratado como un títere de Kortmann, pero al mismo tiempo sintió que realmente lo apoyaban, aunque había salido en su defensa. Se dio cuenta de que los receptores esperaban más de él que los transmisores. Ellos tenían esperanzas en aquello que podía llegar a hacer, pero a la vez tenían secretos que no estaban dispuestos a revelar de forma espontánea, y que le tocaba desentrañar solo.

—Es aquí —dijo Katherina, señalando un edificio amarillo con balcones de metal verde.

La contaminación había cambiado el color de los ladrillos, transformando el amarillo en una superficie grisácea. Los grandes baches en el asfalto y la acera destrozada testimoniaban años sin un trabajo de mantenimiento adecuado.

Katherina abrió la puerta del coche, pero dudó antes de bajar.

—Voy a visitar a Iversen mañana —dijo ella—. ¿Quieres venir?

Jon asintió, y aquel gesto le hizo esbozar una cálida sonrisa en los labios.

—Nos vemos mañana entonces —dijo ella, apoyando una mano sobre la suya y apretándola suavemente—. Hoy lo has hecho muy bien.

Bajó y cerró la puerta.

Capítulo
15

Si el tiempo no hubiese estado del lado de Katherina aquel día, habrían llegado demasiado tarde para salvar a Iversen.

No sucedía muy a menudo que ella tuviese la sensación de que el tiempo era particularmente amable con ella. Con frecuencia solía considerar lo que habría sido su vida si las circunstancias le hubiesen hecho ganar o perder el tiempo suficiente para alterar ciertos acontecimientos que en verdad nunca ocurrieron o bien resultaron de manera diferente a lo que imaginaba. De haberse vestido un poco más rápido aquella mañana en la que subió al coche con sus padres, o si hubiera insistido en volver a cambiarse de ropa otra vez, el accidente que sufrieron nunca habría ocurrido. El camión se habría cruzado antes o después de aquella colina donde su padre adelantaba al tractor que iba delante de ellos, dejándolos ilesos e ignorando su posible destino.

En aquellas ocasiones en las que las circunstancias jugaban a su favor, no siempre las reconocía como tales. No obstante, había reflexionado mucho acerca de lo que podría haber acontecido si ella no hubiese pasado por Libri di Luca en el momento oportuno, es decir, el día en que Luca leyó en vozalta
El extranjero
. Katherina estaba convencida de que, de haber llegado antes o después de la lectura de Luca, nunca le habría conocido, ni a él ni a Iversen ni a los receptores y, como
cuentapropista
, podría haber terminado por enloquecer o quitándose la vida.

Por eso, apreció el hecho de que Jon la recogiera en el momento en que lo hizo, y no diez minutos más tarde.

Se encontraron en la librería, donde el cristalero acababa de colocar los nuevos escaparates. Después de varios días sin luz diurna, el local pareció totalmente distinto cuando el sol del mediodía entró a través de los ventanales. Columnas macizas de polvo cayeron al suelo bajo la luz, y el nombre del establecimiento en letras de molde quedaba trazado en sombras bruscamente delineadas sobre los entarimados expuestos.

Todavía no era mediodía; Jon le dijo que había decidido tomarse un par de días libres, y que el asunto no había sido bien recibido en el bufete. Aunque no tenían derecho, el hecho de que los abogados recuperasen de esta forma las horas extraordinarias que hacían al parecer no estaba bien visto. Más que un conjunto de horas para disfrutar, el tiempo extra trabajado se consideraba como un símbolo de estatus, que servía para vanagloriarse o justificar el martirio.

Katherina escuchaba en silencio la descripción de Jon del ambiente jurídico, mientras se dirigían al hospital del Estado. Él habló sin parar hasta que llegaron, pero pareció hundirse en su asiento en el instante en que apagó el motor y terminó con sus quejas, como si acabase de despertar de un sueño y necesitase tiempo para entender dónde estaba antes de poder seguir. Permanecieron sentados en el coche durante un momento, mirando fijamente por el parabrisas al edificio gris del hospital, antes de que Katherina descendiera y Jon la siguiese.

—Ha sido trasladado a una habitación individual —explicó la enfermera del mostrador de recepción.

—¿Está bien? —preguntó Katherina alarmada.

—Sí, sí —les tranquilizó la enfermera—. Se encuentra muy bien. Simplemente pensamos que sería mucho mejor para él tener su propia habitación, considerando su condición. Ha sufrido un verdadero shock, aunque está en vías de franca mejoría, sobre todo después de que un joven le trajera algunos libros. —Sonrió.

—¿Paw? —preguntó Katherina.

—No consigo recordar su nombre. Estuvo aquí ayer, un joven con el pelo corto y uno de esos pantalones holgados que parecen estar de moda. —Katherina asintió—. Encontrarán a Svend Iversen en la habitación 5—12 —dijo la enfermera, señalando el pasillo que se encontraba a la izquierda—. Ahora está solo.

Le dieron las gracias y siguieron las indicaciones recibidas.

—Un gesto amable el suyo —dijo Jon en voz baja.

—Sí, no parece propio de Paw —contestó Katherina.

Se detuvieron ante la puerta de la habitación 5-12, y Jon llamó. Al no obtener ninguna respuesta, llamó otra vez, en esta ocasión más fuerte. Katherina tuvo la impresión de oír una serie de golpes rítmicos que provenían de la habitación, como dos objetos de metal chocando entre sí.

—¿Iversen? —dijo Jon, abriendo la puerta de un empujón—. Somos nosotros, Katherina y…

Desde la puerta obtuvieron una visión completa de la pequeña habitación, que apenas tenía espacio para la cama y un par de sillas para los visitantes. Las cortinas estaban corridas y la luz se reflejaba desde la ventana sobre la ropa blanca con tal intensidad que casi los cegó.

Iversen estaba sentado en la cama, erguido y con la mano derecha aferrada a la barandilla de la cama, que repiqueteaba enloquecida debido al violento temblor de todo su cuerpo. Tenía espuma en la boca, y un inquietante silbido escapaba de sus labios junto a la saliva que expulsaba cada vez que respiraba espasmódicamente. Aún más impresionantes eran sus ojos, que, muy abiertos, no se apartaban de la colcha que tenía delante, aparentemente sin ver nada.

—¡Iversen! —gritó Katherina, precipitándose sobre la cama, seguida de Jon.

Cuando estuvieron más cerca, notaron que el anciano tenía un libro abierto sobre el regazo. Su mano izquierda sostenía el volumen, cogiéndolo con fuerza a pesar de las sacudidas y temblores. Jon luchó para quitárselo, pero la fuerza del viejo era tal que no pudo deshacer el apretón de su mano. Las sacudidas de su cuerpo hacían aún más difícil la tarea, y Jon tuvo que darse por vencido. Resuelto, cogió la almohada que Iversen tenía bajo el trasero e hizo presión con ella sobre el libro, ocultando las páginas de los ojos salvajes del hombre.

Como si Jon hubiese girado un interruptor, los temblores cesaron y los párpados de Iversen se fueron cerrando muy lentamente, mientras su cuerpo se dejaba caer sobre la cama. Su respiración era todavía rápida e irregular, pero el horrible silbido jadeante fue desapareciendo.

—Ve a llamar a una enfermera —dijo Jon, quitando la almohada y cogiendo el libro de las manos de Iversen.

Katherina corrió por el pasillo hasta la sala de enfermeras, que de pronto le pareció lejanísima.

—¡Ayuda! —gritó lo más fuerte que pudo mientras corría.

A fuerza de gritar y correr se quedó rápidamente sin aliento, pero no se detuvo, ni siquiera cuando apareció la enfermera. Volvió a gritar, y la llamó con señas.

—Iversen —dijo jadeando, señalando hacia la habitación—. Ha sufrido…, ha tenido un ataque.

La enfermera comenzó a correr mientras Katherina se quedaba donde estaba, inclinada y apoyándose contra la pared para coger aliento. La sangre zumbaba en sus oídos, como si se hubiese lanzado al vacío, y empezó a notar un hormigueo en los dedos. Muy lentamente, se fue enderezando y miró alrededor. Los pacientes observaban con mucha curiosidad desde las puertas de sus habitaciones, unos en sillas de ruedas, otros vestidos con trajes o simplemente con las batas del hospital. Un médico pasó a toda velocidad por delante de ella con un estetoscopio balanceándose alrededor de su cuello.

Katherina se aferró al pasamanos que se encontraba a lo largo de la pared. A cada paso miraba alrededor, estudiando los rostros de la gente que había comenzado a congregarse en el pasillo. Todos tenían una expresión de sorpresa e inquietud. Algunos susurraban a su paso, pero ninguno se comportó de modo sospechoso ni intentó escabullirse.

Al volver a la habitación de Iversen, advirtió que le habían conectado un electrocardiógrafo, y el sonido de los latidos del corazón surcaba el aire como un cuchillo. El médico estaba inclinado sobre el paciente, mientras la enfermera ajustaba los cables del aparato. Jon estaba a unos pasos de distancia de la cama, observando la escena con expresión preocupada. En sus manos sujetaba el libro que Iversen había tenido en el regazo.

Lentamente, los latidos de su corazón comenzaron a regularse y el médico se enderezó, permitiendo de este modo que Katherina pudiese ver a Iversen. Estaba muy pálido y con los ojos cerrados. Todavía aferraba con la mano derecha la barandilla de la cama, pero mientras ella lo miraba, liberó lentamente la mano y la dejó caer.

—Ahora está bien —dijo el médico con alivio.

Katherina se acercó a Jon y se llevó las manos a las mejillas. Él le rodeó los hombros con un brazo y le dio un breve abrazo. Ese gesto la reconfortó, y ella se apoyó contra él.

—Le he dado un sedante —explicó el médico, echándoles un rápido vistazo y luego mirando hacia atrás a su paciente—. Dormirá durante las cinco horas siguientes. Pero parece estar estable ahora.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Jon.

—Es probable que se haya tratado de una crisis de pánico —dijo el médico con tono convencido—. A veces sucede con los pacientes que han atravesado una experiencia traumática. Reviven el episodio, y ello puede provocarles un ataque de pánico como éste. Puede resultar muy peligroso para un hombre de su edad. —El médico se giró hacia ellos—. Esta vez ha tenido suerte de que ustedes estuvieran aquí, de lo contrario esto podría haber terminado en infarto.

—¿Y no pudo haber sido provocado por alguna otra causa?

El médico sacudió su cabeza.

—Es poco probable. El paciente no sufrió heridas serias durante el incendio, ni tuvo lesiones ni ningún otro signo de conmoción cerebral, de modo que excluiría cualquier otra causa.

Jon y Katherina intercambiaron una mirada, y Jon esbozó una sonrisa torcida.

—¿Podemos quedarnos con él? —preguntó Katherina.

La enfermera se encogió de hombros.

—Como queráis. Pero como dijo el médico, no se despertará al menos hasta dentro de cinco horas.

—Nos quedaremos.

Jon fue a comprar algo de comer mientras Katherina permanecía junto a la cabecera de la cama de Iversen. Escuchó su respiración. Era tranquila y regular. Su rostro tenía una expresión pacífica, muy distinta de la mueca salvaje que la había asustado tanto hacía tan sólo un momento. Probablemente, de los dos, Iversen era sin duda el que más cómodo se sentía allí. A Katherina no le gustaban los hospitales, y mucho menos aquellos en donde no podía sentirse a salvo de los ataques de los receptores. Sí, era así, porque no lograba encontrar otra explicación: tenía que estar implicado un receptor, y la expresión de Jon le hizo comprender que él había llegado a la misma conclusión.

No debía de ser una muerte muy agradable.

La imagen del rostro de Iversen, retorcida por el dolor y el miedo, volvió a aflorar muchas veces en su mente, y de repente lamentó haberle permitido a Jon dejarla allí sola.

El sentimiento de culpa volvió a invadirla. Se creyó liberada, pero la muerte de Luca primero y ahora este incidente con Iversen le trajeron desagradables recuerdos. Habían pasado muchos años, y durante todo ese tiempo había logrado mantener la memoria bajo control, sin pensar nunca en aquellos sucesos, pero era como el intento de tapar el óxido con barniz: tarde o temprano volvería a aparecer. Se descubrió allí sentada frotándose la barbilla, en el mismo punto donde la cicatriz había formado una pequeña hendidura.

La puerta se abrió y Jon entró cautelosamente, de puntillas, con una bolsa de plástico en las manos.

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