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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (10 page)

BOOK: Libros de Luca
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—Bien —dijo Jon, colocando el libro sobre la mesa—. Asumiendo que creo todo lo que me has dicho, tu explicación relativa a la existencia de los Lectores y vuestra capacidad para manipular mis pensamientos y emociones por medio de un libro —estiró los brazos—, ¿qué esperáis de mí?

—¿Quién te ha dicho que pretendemos algo de ti? —dijo una voz desde la puerta.

Los tres se volvieron hacia el recién llegado. En la entrada había un joven delgado de unos veinte años, que llevaba una camiseta ceñida y un pantalón holgado, verde oliva, como los de camuflaje del ejército. Tenía un rostro afilado, con una barba roja, tipo candado, rodeándole la boca, pero por lo demás era calvo y tan pálido como la harina. Un par de ojos oscuros fulminaron a Jon.

—Hola, Paw —dijo Iversen—. Ven a saludar a nuestro invitado.

El joven entró con pasos firmes y se colocó detrás del sillón de Katherina con sus manos sobre las caderas.

—¿Invitado?

—Va todo bien —lo tranquilizó Iversen con dulzura—. Él es Jon, el hijo de Luca.

—Lo sé. Lo vi en el funeral —respondió lacónicamente Paw—. El tipo que quiere vender Libri di Luca. Lo has dicho tú mismo, Svend.

Iversen miró con embarazo a Jon, quien parecía no darse cuenta de nada.

—Sólo he dicho que existía el riesgo de que ocurriera. En realidad, no lo sabemos, Paw —puntualizó Iversen—. Por eso estamos aquí.

—Y entonces, ¿qué sucederá?

—Estábamos a punto de explicarle los hechos a Jon cuando llegaste —respondió Iversen.

—¿Cuáles?

—Todos.

La mirada de Paw se trasladó de Iversen a Jon. Los músculos de la mandíbula se apretaron y entrecerró los ojos.

—¿Podríamos hablar un momento, Svend? —preguntó Paw, señalando con su cabeza hacia la puerta—. Ven tú también, Kat.

Jon notó que Katherina elevaba ligeramente los ojos antes de dirigir una mirada interrogante a Iversen. El viejo asintió.

—Como quieras, Paw. Ve arriba, te alcanzo en un minuto.

El joven salió con paso marcial y Katherina lo siguió lentamente.

—Deberás tener paciencia con él —explicó Iversen en cuanto los otros abandonaron la habitación—. A Paw, literalmente, lo recogimos de la calle. Se ganaba la vida usando sus poderes como Lector. Luca lo encontró en la calle Straget: leía poesías a los transeúntes, con cierto éxito. Se reunía cierta cantidad de gente a escuchar, y la mayor parte de ellos le arrojaba unas monedas en la caja de cigarros que solía poner a sus pies. Luca lo reconoció por aquello que él realmente era. Los transmisores experimentados pueden sentir cuándo uno de ellos carga un texto, y Paw no hacía ningún esfuerzo por ocultar sus poderes. —Iversen se apoyó en su asiento—. Como puedes comprender, Jon, tenemos muchos motivos para ocultar nuestros poderes, debemos mantenerlos en secreto. No podemos correr el riesgo de que un muchacho joven como Paw nos comprometa sólo porque no entienda qué hacer con lo que él es. —Hizo una pausa—. Luca lo tomó bajo su protección, y durante los últimos seis meses Paw ha formado parte del inventario de la librería. Al final hemos acabado por tomarle al chaval verdadero cariño, y él a nosotros, aunque no quiera admitirlo. Y, como has podido notar, él siente una auténtica pasión por este sitio.

—¿Y piensa que voy a echarlo de aquí? —preguntó Jon.

—Ya le han quitado tantas cosas… Y tan a menudo que él ya lo da por descontado.

Jon asintió con aire pensativo.

—Bueno, será mejor que… —dijo Iversen, señalando la puerta.

Se levantó y salió de la estancia. Jon pudo escuchar el eco de sus pasos a lo largo del pasillo y luego el crujir de los escalones. Después, todo quedó en silencio.

Una vez solo, se levantó y examinó el contenido de los estantes. Reconoció únicamente unos cuantos títulos; por otra parte, los volúmenes más antiguos estaban en latín o griego, lenguas que él no dominaba. Desde luego, había también numerosas obras en italiano, y a pesar de que no lo hablaba desde hacía mucho tiempo, aún era capaz de comprender algunas palabras.

En muchos casos, los títulos sobre los lomos habían sido elaborados con gran refinamiento, en caracteres góticos o bien con pequeñas ilustraciones, tanto que a veces tenía que esforzarse para alcanzar a descifrar lo que decían. Algunos libros, que carecían de lomo, constituían una colección de páginas amarillentas que lograban mantenerse unidas atadas con cuerdas hechas de cuero o rafia. Otros tenían accesorios metálicos atravesando el lomo y las esquinas de la cubierta; e incluso no faltaban otros con portadas hechas de chapa, sobre la que habían sido grabados en madera el título y la ornamentación.

Al cabo de un rato, las letras comenzaron a parpadear ante sus ojos. Jon se sentó en uno de los suaves sillones de cuero y observó a su alrededor. No resultaba difícil percibir que todo lo que contemplaba era el trabajo de varias generaciones. Llegar a reunir semejante cantidad de títulos significaba una tarea que comenzó en Italia y había acompañado a la familia Campelli a través de toda Europa, hasta llegar a Dinamarca. Durante un momento, imaginó una escena en su mente: una pequeña familia que empuja un carro cargado con libros y un gran secreto. Jon dejó caer su cabeza hacia atrás y se cubrió el rostro con las manos.

Últimamente había estado sometido a una gran presión. El caso Remer ocupaba todo su tiempo, y los archivos que arrastraba para trabajar en su casa hacían que el cansancio acumulado entre el despacho y su apartamento resultara cada vez más pesado. Su casa, de hecho, se había transformado en una extensión de la oficina; ya casi no tenía tiempo para sentarse en la terraza del ático o prepararse una comida decente en su nueva cocina. Cada vez más a menudo, bajaba a comprar cualquier cosa en alguno de los restaurantes de comida rápida cercanos, o bien se calentaba algún plato congelado en el microondas.

Con las manos en las sienes, presionando con los dedos, se masajeó el cuero cabelludo con movimientos circulares. Luego, inició una serie de inhalaciones, largas y profundas, conteniendo el aliento, hasta sentir cómo su pulso reducía la marcha y el cuerpo se hacía más pesado.

La muerte de Luca no pudo haber ocurrido en un momento menos oportuno.

Se apartó las manos del rostro y las dejó descansar en los reposabrazos. Con los ojos aún cerrados, siguió respirando con calma. Su caja torácica subía y bajaba junto al ritmo de su respiración: podía oír el aire que entraba y salía por los pulmones.

Pero había algo más.

Si escuchaba con atención, podía percibir un silbido leve, susurrante. Era como si un murmullo, casi imperceptible, se hubiese deslizado en la biblioteca. Poco a poco, el sonido fue adquiriendo más intensidad, como si se acercase o simplemente aumentara su volumen. Jon se concentró, pero no pudo distinguir nada de lo que se estaba hablando, ni siquiera si eran voces masculinas o femeninas, porque definitivamente había más de una, como el rumor de una muchedumbre entera. El sonido se sentía tan frágil y débil que debió aguantar la respiración en un intento por identificar de dónde provenía, pero en cuanto parecía lograrlo, el sonido cambiaba de dirección. Su corazón comenzó a latir con más fuerza y la respiración se le hizo más difícil, aunque de vez en cuando contenía el aliento para poder escuchar.

En un intento por aumentar la concentración, apretó los puños y cerró los párpados con mayor energía aún.

De golpe, una serie de imágenes comenzaron a explotar ante sus ojos: formas abstractas y colores se mezclaban con paisajes y escenas de batallas entre ejércitos de caballeros, piratas e indios americanos. Visiones subacuáticas introdujeron toda suerte de criaturas de mar, monstruos y submarinos, para luego ser reemplazadas por paisajes lunares y desérticos, seguidos a su vez por llanuras glaciares, que hacían zozobrar las proas de los navíos más espectaculares. Todas estas imágenes parpadeaban delante de sus ojos a una velocidad suicida, como si se tratara de un proyector de diapositivas provisto con motor turbo. Las calles de adoquines, empapadas por la lluvia, fueron sustituidas por arenas ardientes por el sol llenas de gladiadores sudorosos, seguidos por edificios de los cuales surgían enormes llamas que se estiraban hacia una luna llena intensamente amarilla. La luna entonces se convirtió en el ojo de un dragón gigantesco, cuyo párpado escamoso se cerró transformándose en un banco de peces diminutos, que inmediatamente fueron tragados por una orea, que resultó certeramente arponeada por un marino con el rostro esculpido por la intemperie, ataviado con pantalones de trabajo amarillos.

Todas estas impresiones, más otro centenar que se sucedían demasiado rápido como para dar cuenta de ellas, se siguieron como un bombardeo en el espacio de tiempo que empleó para abrir desmesuradamente los ojos. Se levantó de un salto, jadeante. Balanceándose, avanzó con aire tambaleante hasta tocar el respaldo de una silla. Una náusea violenta se desató en su interior, y sintió que su respiración se aceleraba por el cosquilleo en los dedos. Abrumado por el vértigo, cayó de rodillas y se dobló hacia delante para quedar a gatas, con la mirada hacia la alfombra.

Al cabo de un par de minutos, durante los cuales no cesó de jadear y luchó por no parpadear, Jon logró enderezarse a medias, lentamente. Tenía el rostro cubierto de sudor; lo secó con la palma de la mano, antes de erguirse totalmente, coa Suma cautela. Las piernas le temblaban ligeramente, pero intentó dar unos pasos hacia la estantería más cercana. Desde allí se dirigió hasta la puerta, tomándose todo el tiempo del mundo y aferrándose a todo cuanto encontraba para mantener la estabilidad. El pasillo que iba desde la puerta hasta la escalera parecía mucho más largo que cuando había llegado: tuvo la impresión de haber caminado una eternidad antes de alcanzar el escalón más bajo. Prácticamente se arrastró por la escalera de caracol, avanzando con enorme esfuerzo, y la mano sosteniendo siempre la barandilla, que le respondía con un crujido siniestro bajo su peso.

Al llegar a la parte superior, oyó algunas voces que procedían del frente de la tienda. Incapaz de distinguir lo que decían, se dirigió en aquella dirección, apoyando una mano sobre las estanterías. Al final del pasillo avanzó con paso vacilante pero sin sujetarse a nada, y fue en aquel momento cuando las voces callaron. Paw estaba sentado en la butaca detrás de la caja, con los brazos cruzados. Katherina también estaba sentada, pero sobre el mostrador, con las piernas colgando, e Iversen de pie, delante de la registradora y de espaldas a Jon.

El viejo se giró para situarse frente a Jon y le dijo algo. Su voz preocupada le acompañó hasta la puerta, que abrió con un tirón violento.

Ya fuera, respiró con avidez el aire frío de la tarde, pero continuó caminando hasta alcanzar un farol de la calle en el cual sostenerse. El frío del metal le produjo un extraño efecto tranquilizador.

—¿Jon, puedes oírme? —La voz de Iversen finalmente alcanzó a Jon, que asintió lentamente, como si estuviese en trance—. ¿Te encuentras bien?

—Mareado —pudo tartamudear.

—Vamos, vuelve adentro. Allí podrás sentarte —aconsejó Iversen.

Jon sacudió la cabeza con decisión.

—¿Quieres un vaso de agua? —intervino Katherina, alcanzándole uno.

De mala gana, Jon quitó una mano del farol y cogió el recipiente, vaciándolo de un trago.

—Gracias.

—Voy a traer otro —dijo Katherina, tomando el vaso y desapareciendo en la tienda.

Iversen colocó su mano sobre el hombro de Jon.

—¿Qué ha pasado ahí dentro, Jon? —preguntó con preocupación.

Jon aspiró un par de bocanadas profundas. El agua y el aire fresco habían surtido efecto y ya se sentía mejor.

—El estrés —contestó mirando al suelo—. Sólo es eso, estrés.

Iversen lo examinó con atención.

—Bonito consuelo —dijo algo irritado—. Ven, vuelve adentro, allí podrás descansar.

—No —exclamó Jon—. Quiero decir, no, gracias, Iversen. —Levantó la mirada y examinó los ojos del anciano. Traslucían al mismo tiempo ansia y perplejidad—. En este momento, lo único que necesito es ir a casa y dormir unas cuantas horas.

Katherina volvió con otro vaso de agua, del que Jon bebió la mitad bajo la atenta mirada de los dos. Al devolver el vaso, se lo agradeció con una inclinación.

—Creo que dejé mi chaqueta dentro —dijo Jon, acariciando sus bolsillos.

—No pensarás conducir en este estado, ¿verdad? —le preguntó Iversen.

—Está bien. Ya me siento mucho mejor —respondió Jon, esforzándose por sonreír—. ¿Uno de vosotros podría ir a buscar mi chaqueta?

Katherina los dejó solos y poco después volvió con la prenda.

—Todavía tenemos mucho de qué hablar —dijo Iversen mientras Jon entraba en su coche.

Jon asintió.

—Volveré por aquí en un par de días. Me has dado unas cuantas cosas en las que pensar, eso está claro.

—Cuídate, Jon.

Puso en marcha el vehículo y agitó la mano antes de alejarse. La cabeza ya no le daba vueltas, pero se veía invadido por un agotamiento como nunca había sentido antes. A pesar de estar acostumbrado a largas jornadas de trabajo, esta fatiga parecía haberse instalado en todas las células de su cuerpo.

Había arrojado la chaqueta en el asiento del acompañante, pero con el rabillo del ojo alcanzó a notar un bulto extraño en uno de los bolsillos. En el primer semáforo en rojo, extrajo el contenido.

Era un libro. Fahrenheit 451, de Ray Bradbury.

Capítulo
7

Katherina siguió con la mirada el coche que se alejaba. Iversen, que estaba a su lado, hizo lo mismo, sin poder abandonar una expresión preocupada. Ella lo había visto así en pocas ocasiones, pero, en los últimos días, su rostro, habitualmente tan amable, aparecía contraído, con surcos profundos sobre la frente.

Cuando el Mercedes de Jon desapareció de su vista, Iversen se volvió hacia la muchacha.

—¿Qué crees que ha sucedido?

Katherina se encogió de hombros.

—No tengo ni la más remota idea.

—Quizás haya sido el estrés, como ha dicho —conjeturó Iversen.

Hicieron un gesto de mutuo acuerdo al unísono, y volvieron a entrar en la librería, donde Paw los estaba esperando. No se había movido de su butaca, y permanecía con los brazos cruzados, con un gesto teatral.

—¿Qué bicho le ha picado a ese tipo? —preguntó tan pronto como Iversen cerró la puerta.

—Después de todo lo que le hemos dicho hoy, no me parece tan extraño que haya sentido vértigo —contestó el librero.

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