—¿Por qué tuvo que venir aquí?
—Te olvidas, Paw, de que ahora los intrusos somos nosotros —le aclaró Iversen, estirando los brazos—. Este negocio, los libros que nos rodean, incluso la silla en la que estás sentado, le pertenecen.
—Pero no es justo —insistió Paw—. Luca nunca nos hubiese traicionado así. Debe existir algún modo de conseguir anular o cambiar el testamento, o lo que sea que ellos hicieron.
—No hay muchas posibilidades de lograrlo —dijo Iversen de una forma condescendiente—. En primer lugar, porque no hay ningún testamento para impugnar, y además, porque Jon rechazó mi oferta de hacerse cargo de la librería.
—No hay has hecho qué? —vociferó Paw, saltando de la silla—. ¿Acaso has perdido completamente la cabeza?
También Katherina miró asombrada a Iversen.
—Creo que en lo más profundo de su ser ése era el deseo de Luca —contestó Iversen, sin levantar la voz—. ¿Qué padre no aspira a que el trabajo de toda una vida se vea continuado por la familia? ¿O piensas que a Luca le hubiese gustado que la colección Campelli acabara por caer en manos de extraños? Realmente, creo que no. —Hizo una pausa durante un momento, antes de añadir con un suspiro—: Además, lo necesitamos.
—Con tal de que no piense que lo hemos envenenado —intervino Katherina en voz baja.
Los otros dos la miraron.
Iversen estuvo de acuerdo.
—Sería una catástrofe si lo alejásemos ahora.
—¿Y si lo hiciera? ¿Si decidiese venderlo todo y a la mierda? —preguntó Paw.
Iversen sonrió inquieto.
—A decir verdad, no tiene ninguna opción. El Consejo ya ha aprobado una Lectura.
El silencio se instaló entre ellos. Lentamente, Paw se echó hacia atrás en su asiento sin perder de vista a Iversen. También Katherina lo miró fijamente, pero él permaneció impasible.
La Lectura era una medida drástica, y ella no sabía de ninguna que el Consejo hubiese aprobado de forma preventiva. Estaba estrictamente prohibido a cualquiera emplear los poderes como Lector por cualquier motivo que no fuese aumentar los efectos de la lectura. Eso era lo que marcaba el código de la Sociedad. Cualquier violación de esta regla era considerada una infracción muy seria, que acarreaba necesariamente graves consecuencias para quien la cometiera, aunque Katherina nunca había oído cuáles eran aquellas terribles consecuencias. La supervivencia de la Sociedad dependía, de hecho, de que sus miembros guardasen el secreto de su existencia, y el mal uso de los poderes inevitablemente hubiese atraído la atención general.
Sólo en circunstancias muy raras podía ser necesario utilizar los poderes para otros objetivos que no fuesen el enriquecimiento de un texto. Se trataba, sobre todo, de situaciones en las que la Sociedad o los propios poderes se vieran directamente amenazados con su descubrimiento. En tales ocasiones el Consejo aprobaba una Lectura para las partes interesadas, para que pudiesen reconsiderar su idea. El proceso de aprobación para autorizar una Lectura era complejo. Era necesario indicar por escrito cómo se desarrollarían exactamente los hechos, quiénes estarían presentes, qué resultado se buscaba y el pretexto que había sido aducido. Esto último resultaba fundamental, porque si la «víctima» no daba una declaración plausible de por qué de pronto había cambiado de idea respecto a un asunto en particular, se arriesgaba a tirarlo todo por la borda.
Después de la aprobación, eran los Lectores quienes debían realizar la Lectura en presencia de la persona o las personas sobre las que debían influir. Por lo general, esto no era un problema. En la mayoría de los casos, los objetivos eran figuras públicas, como políticos, funcionarios gubernamentales o periodistas que circulaban sin excesivas medidas de seguridad.
Para la Lectura se escogía un texto conveniente para la ocasión, que de algún modo relacionase el argumento con áreas asociadas al asunto que debía tocarse. Durante la Lectura, los pasajes más importantes estaban cargados de tal modo que el sujeto perdía todo interés en el asunto, o lo rechazaba por completo. El operativo requería, por eso mismo, Lectores expertos y de notables poderes, pero raramente había sorpresas: el resultado siempre era el deseado, lo cual aseguraba el anonimato de la Sociedad.
Katherina ignoraba cuántas Lecturas habían sido aprobadas, pero en los diez años que había frecuentado a Luca, sólo había sabido de una. En aquella ocasión, ella misma se vio directamente implicada, «pero sólo como refuerzo», tal como Luca le había asegurado.
El objetivo era un político local, de Copenhague, que había visto una posibilidad de percibir el olor del dinero a través de un proyecto que planeaba recortar la financiación a los cursos de apoyo a la lectura en las escuelas. Sus esfuerzos iban encaminados a boicotear las clases de lectura en todas las escuelas de la capital.
Una de las tareas más importantes de la Sociedad consistía, precisamente, en incentivar el amor por la lectura y, en particular, mejorar las capacidades entre los niños que tenían dificultades. Algunos de los miembros de la Sociedad funcionaban como profesores de apoyo itinerante, y tenían clases programadas en diversas escuelas para alumnos que necesitaban ayuda. Otros, además, procuraban estimular enlos niños el verdadero placer de la lectura, y a menudo algunos resultaban espontáneamente activados por un Lector; de este modo, las clases de este tipo representaban también un medio para descubrir a aquellos que tenían capacidades especiales, y una oportunidad de seguirlos y dirigirlos con la mayor discreción posible.
Con toda probabilidad, una investigación sobre las clases de apoyo no hubiese comprometido directamente a la Sociedad, pero el miedo a perder esta posibilidad de acceso a los potenciales Lectores había sido motivo suficiente para inducir al Consejo a aprobar una Lectura para el político.
La Lectura había sido realizada un tórrido día de verano en el ayuntamiento. Previamente, la Sociedad había organizado una petición para recoger firmas contra la supresión de las clases. Los padres de aquellos niños que aprovecharon las clases de lectura se personaron de buen grado en el despacho del político, donde habían estampado sus firmas, tras lo cual sería leída una declaración.
Además de Katherina y Luca, otros tres miembros de la Sociedad formaban parte de la delegación, junto a algunos padres que ignoraban por completo el verdadero objetivo de la visita. Luca iba de traje y corbata, una vestimenta que, con el calor de aquel verano, no parecía apiadarse del pequeño italiano. El sudor se descargó sobre la frente y su cara, congestionada, adquirió un color rojo intenso. Katherina, por su parte, llevaba un vestido suelto, negro, y probablemente, de la pequeña delegación, ella era la que menos sufría. A pesar de la temperatura, llevaban al menos cuarenta y cinco minutos esperando en la zona de recepción junto a una secretaria joven y rubia. Con su vestido estival, blanco, ella no parecía estar molesta por el calor.
Finalmente, se les permitió el acceso a la oficina del político, donde el grupo fue recibido por un hombre de mediana edad, con el cabello del color del acero y que combinaba con el traje del mismo tono gris, que se adhería cómodamente alrededor de su estilizada figura. Sus ojos severos estaban enmarcados por un par de cejas espesas, que sobresalían como pequeños cuernos. Fueron estrechando su mano a medida que cruzaban la puerta, uno por uno, y cuando llegó su turno, Katherina no pudo menos que bajar la mirada. El apretón más que enérgico que él le prodigó le dejó la mano dolorida durante varios minutos.
El portavoz de la delegación explicó brevemente el motivo de la visita y a continuación entregó la petición con todas las firmas al hombre canoso, que había ocupado su sitio detrás de un enorme escritorio completamente vacío. Con sus codos descansando sobre los reposabrazos de su sillón, él los examinó con los ojos entrecerrados. Presionó sus dedos largos, nudosos, y los juntó para formar algo parecido a una tienda.
La declaración final fue entregada de forma escrita, pero habían acordado también que sería leída en voz alta. Ésa era la tarea de Luca. Resoplando, dio un par de pasos hacia delante y comenzó su presentación. Tal como estaba previsto, el político inmediatamente recogió su copia, ya fuese para seguir el texto o para ocultar su desinterés.
La declaración era una mezcolanza de tonterías introductorias sobre el asunto de las clases de lectura, una especie de precalentamiento para individualizar la capacidad y disponibilidad del sujeto para concentrarse en lo que estaba siendo leído.
Katherina sintió que Luca se limitaba a acentuar sólo ligeramente el texto, como un pintor que inicia su obra con pinceladas delicadas, acariciando apenas la tela. El escrito había sido preparado con toda meticulosidad, y la exposiciónde Luca era impecable, sobre todo por su dicción: los ligeros énfasis intensificaban el efecto, haciéndola parecer más una interpretación que una lectura.
Obviamente, para disfrutar de aquello, el oyente necesitaba prestar al menos un mínimo de atención a las palabras, un honor que el político no tenía ninguna intención de conceder a aquel estrafalario grupo.
Katherina había cerrado los ojos y notó que el hombre hojeaba la declaración, deteniéndose al azar y leyendo pequeños fragmentos sin comprender realmente lo que significaban. Una gran cantidad de pensamientos extraños dominaban las imágenes que el texto y Luca evocaban: otras reuniones, miembros de la familia, las rondas de golf, una cena en el Tívoli que, al parecer, tendría lugar esa misma noche.
Ella suspiró profundamente y se dejó transportar por el flujo de imágenes que le llegaban de la mente del sujeto. Cada vez que el hombre leía una palabra del texto, ella la intensificaba un poco, estimulando su atención, sosteniéndola siempre un minuto más de lo que el político hubiese querido. Al poco rato, el texto comenzó a ocupar un espacio mayor en sus pensamientos, y el hombre comenzó a leer párrafos más largos y seguidos, tarea que Katherina hizo todo lo posible por reforzar y sostener.
Para un receptor esto era más bien un ejercicio trivial. Infinidad de veces, sentada en trenes y autobuses, Katherina había tenido innumerables posibilidades de utilizar sus talentos simplemente con la finalidad de ayudar a un lector cercano a concentrarse en el texto en vez de en las otras mil cosas que lo rodeaban. Mucha gente que vive en la periferia, fuera de la ciudad, tiene por costumbre leer en el trayecto hacia y desde el trabajo, pero su concentración a menudo se dispersa, y Katherina con frecuencia notaba cómo de golpe interrumpían la lectura, para volver al rato a las mismas páginas y leer nuevamente aquello que no había quedado registrado. A ella le resultaba clarísimo lo que ocurría, dado que podía seguir visiblemente las imágenes del texto que quedaban bloqueadas por todo tipo de pensamientos, ahogados en las preocupaciones del trabajo, el amor o incluso por la compra en el supermercado. A veces intervenía. Si encontraba una buena historia, ayudaba al lector a mantener la concentración, y con tal eficacia que la persona en cuestión olvidaba bajar en su parada. En otras ocasiones, si el texto no le gustaba o simplemente deseaba guardar distancia de las voces, saboteaba la lectura hasta que el lector se desconcentraba y acababa por rendirse.
El político, ayudado por Luca y Katherina, de pronto se mostró muy interesado en el texto y comenzó a avanzar hasta el lugar que Luca había alcanzado en su lectura de la declaración. Katherina se aseguró de que mantuviera su atención —una tarea muy sencilla, ya que Luca utilizaba su técnica de acentuación para conseguir el mismo objetivo—, Katherina abrió los ojos y vio como el sujeto se había incorporado en su silla estudiando con evidente interés los documentos que tenía en las manos. De vez en cuando, asentía con la cabeza, casi obedeciendo a una señal de Luca, que subrayaba la entonación cada vez que llegaba a un tramo importante del texto.
El efecto de un transmisor sobre los oyentes no era direccional, y si alguno más de los que antes tenían dudas respecto a la legitimidad de las clases de apoyo hubiera estado en el mismo despacho, también habría sido convencido de lo contrario en el mismo momento en que Luca leía la última palabra de la declaración. Katherina sonrió cuando el político alzó la vista. Evidentemente, el hombre no tenía ni idea de cómo reaccionar, como si lo avergonzase decir algo después de la exposición de Luca, pero finalmente logró balbucear unas tópicas frases de cortesía, para asegurar que volvería a examinar la cuestión otra vez.
El efecto no se hizo esperar. Unos días más tarde, el político declaró que las clases de apoyo a la lectura estaban totalmente garantizadas: ninguna investigación ulterior tendría consecuencias sobre los bolsillos de los contribuyentes.
Pero una cosa era influir sobre un político de carrera que no tenía ni idea de lo que era un Lector o una Lectura, y otra completamente diferente cuando el sujeto implicado sospechaba de aquello a lo que estaba siendo sometido.
—¿No es demasiado tarde para someter a Jon a una Lectura? —preguntó Katherina cuando apenas terminaba de digerir las palabras de Iversen—. Se dará cuenta enseguida.
—Sí, ¿por qué no lo hicimos directamente al principio? —Paw golpeó un puño contra la palma de la otra mano—. ¡Pam! Sin advertencias. Entonces habríamos podido inducirle a que hiciese algo por nosotros.
—No olvidéis que hablamos del hijo de Luca —respondió Iversen—. Es un buen muchacho. Jon merece nuestro respeto y como mínimo creo que deberíamos darle la posibilidad de escoger. Además, él lo habría averiguado de todos modos el día que fuese activado. ¿Y entonces? ¿Cómo habría terminado todo?
—Pero si no quisiera saber nada… Si optara por la decisión… equivocada, ¿qué harás? ¿Vas a obligarlo por la fuerza? —inquirió Katherina.
—Quizá —contestó Iversen—. Ya ha sucedido antes. No recientemente, pero hubo algún caso en el que se realizó una Lectura en contra de la voluntad del oyente. En los viejos tiempos este método se utilizaba para contener a aquellos miembros de nuestras propias filas que se rebelaban en contra de la Sociedad. No es algo de lo que estemos muy orgullosos, a veces parecía una verdadera escena de tortura, ya que se hacía necesario usar correas y mordazas para sujetar al oyente. —Iversen suspiró—. No nos queda más que esperar que esto no se nos vaya tanto de las manos.
—Pero podría ser realmente chulo —gritó Paw, apresurándose a añadir—: Bueno, claro, no digo para aplicarlo con el hijo de Luca, sino con cualquier otro, alguien que se opone con todas sus fuerzas. Hacerlo con gente común y corriente es demasiado fácil; ellos parecen ganado, sólo hay que empujarlos un poco. Pero intentarlo sobre alguien que ofrece verdadera resistencia…