—Bien —dijo Jon asombrado, y automáticamente echó un vistazo a su reloj. Faltaban quince minutos.
—Sí, seguramente quiere hacerse una idea acerca de quién es su nuevo abogado. Cocínalo a fuego lento un poco —continuó Halbech con un brillo en los ojos.
Jon se encogió de hombros.
—Es su dinero.
—Exacto —admitió Halbech, inclinándose hacia Jon—. Pero intenta aprovechar al máximo la reunión. No lo tenemos a nuestra disposición muy a menudo, y si lo conozco tan bien como creo conocerlo, debe de estar a punto de marcharse de vacaciones; se irá a esquiar o algo por el estilo. —Se levantó y comenzó a ponerse la chaqueta, que estaba colgada en el respaldo de su silla—. Además, no podré estar presente, lamentablemente. De todos modos, no es a mí a quien él quiere ver.
Jon se puso de pie.
—Le pediré a Jenny que redacte un informe —dijo él.
—Escríbelo tú mismo, Campelli —ordenó Halbech—. A Remer no le agrada que haya muchos extraños en sus reuniones. Y después de todo, es…
—Su dinero —completó Jon.
Salieron juntos del despacho y se dirigieron hacia el área de la recepcionista.
—De un solo toque —repitió Halbech, y le dio a Jon unas palmaditas en la espalda a modo de despedida antes de buscar la puerta de la calle.
Jon le pidió a Jenny que le preparase la sala de reuniones y algún refrigerio antes de encerrarse en la oficina Remer para recoger las cosas que iba a necesitar.
Los rumores sobre Remer eran tan abundantes como terroríficos, pero Jon daba por descontado que la mayor parte de ellos eran probablemente mitos urbanos para asustar a los estudiantes de Derecho. Remer no sentía gran simpatía por los abogados, eso era seguro, y el hecho de que a menudo discrepara sobre cómo debía ser manejado el caso era un elemento recurrente de aquellas historias, pero de ahí a decir que él mismo acababa inmiscuyéndose en la lucha había una distancia muy grande. Por los pasillos de los tribunales circulaba una historia que describía cómo Remer, en un momento de ofuscación, había agarrado a su abogado por la corbata y comenzado a sacudirlo con violencia, para después cortarla justo debajo del nudo. Un verdadero cuento de terror, no tanto a causa de la agresión física como del destrozo de la costosa corbata.
La pila de carpetas y documentos imprescindibles crecía sin remedio, y Jon tuvo que utilizar un carrito para transportar todo el material a la sala de reuniones. Como Halbech había señalado, era importante aprovechar al máximo el tiempo que iba a disponer con Remer, y por ese motivo quería tenerlo todo preparado para cuando llegara. Contaba con una larga lista de preguntas que hacerle. Había muchos alegatos, fechas y secuencias de los acontecimientos que no se correspondían, así como transacciones que más tarde se revelaron como ilícitas o increíblemente afortunadas. El límite que las separaba era una línea muy fina.
Llamaron a la puerta abierta y Jenny apareció con café y agua mineral, que dejó sobre la mesa sin decir una palabra. Poco después volvió, pero esta vez acompañada por Remer.
Era un hombre de aproximadamente cincuenta años, con el cabello gris cortado al rape, lo que le hacía parecer un severo coronel. Si no fuese por sus ojos afables y vivaces, las historias que circulaban sobre él podrían haberse inspirado solamente en su aspecto, pero aquel par de ojos lograban ablandar su rostro recio. Asimismo, una amplia sonrisa con los dientes sorprendentemente blancos también surtía efecto.
—Remer —dijo, tendiendo la mano hacia Jon.
—Jon Campelli —le respondió, ofreciendo su propia mano.
Remer dio un apretón firme, y mientras se saludaban mantuvo sus ojos fijos en el abogado.
—¿Campelli? —preguntó—. ¿Es un apellido italiano?
—Correcto —respondió Jon—. Mi padre era italiano. Por favor, tome asiento.
—Prefiero estar de pie —dijo Remer con aire resuelto—. Un sitio encantador, Italia, Acabo de venir de allí. En realidad, de Sicilia, para ser más exactos.
—¿Le gustaría tomar algo? —preguntó Jon señalando el refrigerio que estaba sobre la mesa.
—No, gracias —respondió Remer—. Tengo poco tiempo.
—Entonces será mejor que vayamos al grano… —sugirió Jon con amabilidad al sentarse.
—Campelli —volvió a repetir Remer, alzando los ojos al techo—. He oído ese nombre recientemente.
Jon se aclaró la voz y observó los documentos que tenía delante.
—Tengo algunas preguntas que hacerle, sobre todo en relación con la compra de Tuberías Vestjysk en 1992.
—¡Libros! —exclamó Remer, haciendo chasquear sus dedos—. Por supuesto, era el tipo de los libros. Luca, se llamaba. —Se dio la vuelta para mirar a Jon—. ¿Luca tiene algún parentesco con usted?
—Sí —respondió Jon—. Luca era mi padre. Murió hace una semana.
Remer abrió los ojos sorprendido.
—Lo lamento mucho —dijo, y sonaba sincero—. Qué coincidencia tan triste. ¿Era propietario de una librería, verdad?
Jon asintió.
—Libri di Luca, en Vesterbro.
—Nunca he estado allí —admitió Remer, paseando alrededor de la sala—. Fue uno de mis socios quien mencionó el nombre de su padre.
Jon estudió a Remer que caminaba erguido a lo largo de la habitación deteniéndose de vez en cuando a admirar los cuadros que colgaban de las paredes. Llevaba una chaqueta negra, una camisa blanca sin corbata y unos vaqueros oscuros. Una vestimenta algo insólita para una reunión de negocios, aunque se notaba claramente que no era ésa la razón por la cual estaba allí. Si su interés por los vínculos familiares de Jon era real o simplemente un método para ponerlo a prueba, sólo Remer podía saberlo.
—También mi socio posee algunas librerías —continuó—. Y muy exitosas, según tengo entendido. El suyo es algo así como un imperio del libro, con tiendas en internet, clubes de lectores y catálogos. —De pronto soltó una pequeña carcajada—. Teniendo en cuenta el hecho de que a los libros se les extiende su certificado de defunción con cierta frecuencia, no deja de ser sorprendente: para estar muertos, funcionan increíblemente bien.
En ese punto, detuvo su deambular y apoyó las manos en el respaldo de una silla que estaba frente a Jon. Entonces, se inclinó hacia delante.
—Y bien, Jon… ¿Qué tiene en mente?
En una fracción de segundo su expresión había cambiado: los ojos afables y vivaces se convirtieron en dos lentes que exploraban y enfocaban el rostro de Jon. Instintivamente, el abogado alzó una mano para ajustarse el nudo de la corbata.
—Me gustaría empezar con… —alcanzó a decir, pero Remer lo interrumpió otra vez.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, Jon? —Sin esperar una respuesta, se enderezó todo lo que pudo y se cruzó de brazos antes de continuar—. ¿Qué va a pasar con el negocio?
—Oh, ¿con la librería? —preguntó Jon, sorprendido—. No lo he decidido aún.
—¿Pero es suya? ¿Luca le dejó el negocio? —preguntó Remer muy interesado.
—Bueno, sí, soy el único miembro de la familia.
—Permítame hacerle una sugerencia. —Se llevó una mano al cuello y se golpeó pensativo el mentón con el índice—. Puedo ponerle en contacto con mi amigo, el librero. Estoy seguro de que le ofrecería un precio muy interesante por Libri di Luca. —Estalló en una carcajada—. A no ser, claro, que tenga pensado establecerse como librero.
Jon sonrió.
—No, no es precisamente lo que tenía en mente. Pero como dije, aún no lo he decidido.
—Un consejo de amigo, Jon —dijo Remer en tono admonitorio—. Aténgase a aquello que sabe hacer bien. Yo soy muy bueno haciendo negocios. Usted es bueno en ayudar a quienes, como yo, se meten en dificultades. Pero nunca seremos libreros, ninguno de los dos. —El empresario se rió—. Hágame caso, saque un buen dinero por la venta del negocio, y deje que mi amigo lleve Libri di Luca al siglo XXI. Esto habría complacido a su padre, ¿no cree?
—No estoy tan seguro de ello —replicó Jon, sonriendo ante aquella ocurrencia.
A pesar de que no tenía ni idea de si los años anteriores Luca podía haber sacado algún provecho de los ordenadores e internet, Jon lo consideraba más que improbable. La imagen misma de un ordenador en Libri di Luca le pareció absurda. Era casi tan ilógico como enviar un jet a la Edad Media.
—Bueno, a fin de cuentas, también él era un hombre de negocios —insistió Remer—. Pienso que le habría gustado mucho la idea de un almacén central para un grupo de librerías anticuarías, una enorme cantidad de obras y grandes posibilidades de búsqueda para no dejar nunca a los clientes con las manos vacías, o que nunca miraran en vano, pero podrían pedir sus libros valiosos directamente desde sus ordenadores.
—Creía que el encanto de una librería anticuaría consistía en la posibilidad de pasar un montón de tiempo curioseando y dejándose sorprender —objetó Jon.
—Ah, seguro, por supuesto. Y quienes lo deseen seguirán contando con ello. La tienda no cerraría, desde luego. Habría que considerarlo, más bien, como una ampliación.
Jon alzó las manos, como si estuviese a la defensiva.
—Le prometo que pensaré en ello para cuando llegue el momento. Pero ahora mismo voy a esperar y ver qué pasa.
Remer hizo un gesto de aprobación.
—Por mí está bien. Llámeme en cuanto tome una decisión.
Extrajo una tarjeta personal del bolsillo interior y la arrojó sobre el escritorio.
—De acuerdo. ¿Quiere que comencemos?
Remer miró su reloj.
—Voy a tener que marcharme ahora, Jon. Pero realmente ha sido para mí un gran placer conocerle.
Tendió su mano sobre la mesa y Jon, muy asombrado, se puso de pie y la estrechó.
—Conozco el camino —dijo Remer por encima del hombro, ya casi fuera de la sala de reuniones.
Jon se hundió en la silla y miró fijamente a la puerta con un completo desconcierto. Sentía como si hubiese recibido la visita de un tornado. Remer había llegado, hecho su trabajo y vuelto a desaparecer como un torbellino. La pregunta era: ¿qué trabajo? ¿Había venido simplemente a ver quién era «el tipo nuevo» y luego se había dejado tentar por un potencial negocio con la librería, o bien era ésa su verdadera misión? Recogió la tarjeta que su cliente le había dejado y la examinó. Sólo figuraba el apellido, Remer, y un par de números de teléfono. Nada más. Ningún logotipo ni nombre de la empresa, ni siquiera su nombre de pila. Cualquiera que contara con un ordenador y una impresora podría haber hecho algo igual en dos minutos. Se levantó y comenzó a recoger sus cosas.
—¿Qué tal ha ido todo? —preguntó Jenny, apareciendo de improviso en la puerta.
—Realmente, no lo sé —respondió Jon con franqueza—. Pero al menos mi corbata todavía está intacta.
Jenny se rió y se giró para volver a su sitio.
—A propósito, Jenny… —La secretaria se dio la vuelta—. ¿Habías visto antes a Remer?
Ella pensó un momento, y luego sacudió la cabeza.
—No. Creo que generalmente ellos se reúnen en la ciudad.
—Bien, gracias —dijo Jon, y comenzó a empujar el carrito con las carpetas hacia su oficina.
Pensó en que tampoco él había visto antes a Remer. Después de haber cerrado con llave la oficina Remer, se dirigió directamente al archivo que acumulaba recortes de periódicos. Allí se conservaba todo el material que aparecía en los medios; hojeó rápidamente las carpetas. Poco después encontró lo que buscaba. Sólo algunos de los artículos estaban acompañados por fotografías, pero había una imagen fuera de los tribunales, con Remer de perfil mientras subía por la escalera.
Era él, no cabía ninguna duda. El particular corte de cabello y su expresión resuelta eran inconfundibles. Aquel ciclón era Remer, de modo que Jon sintió que el asunto estaba zanjado. Tal como documentaba el material del archivo, Remer era un hombre de negocios particularmente entusiasta al que se acostumbraba a pillar con las manos en la masa en todo aquello que oliera a dinero. La actividad o tipo de negocio que se presentara no importaba en absoluto, de tal modo que ¿por qué no probar con una librería anticuaría que encontró por casualidad en una reunión con su abogado?
Por segunda vez en aquel día, Jon intentó librarse de su propia paranoia sacudiendo la cabeza. Y todavía no eran las diez.
Katherina estaba a punto de marcharse cuando acertó a mirar por el escaparate de Libri di Luca. El hijo de Luca estaba allí. De pie cerca de la caja, hablaba con Iversen, quien sacudía repetidamente la cabeza. Debido a la oscuridad, ellos no podían verla, incluso habría podido desaparecer fácilmente sin que nadie lo notara. Estiró su mano hacia el picaporte: no podía decidirse entre entrar o dar una vuelta.
La recepción podía llegar a ser una experiencia bastante íntima. Además de las imágenes evocadas por el texto, ella tenía la posibilidad de captar también pequeños atisbos de la personalidad del lector, fragmentos que revelaban los rasgos de carácter y el estado de ánimo de la persona. Desde su participación en la demostración, se había sentido incómoda en presencia de Jon. Tenía la sensación de conocer algo muy personal, algo que no debería saber, algo que ni siquiera él conocía. Durante su pequeño espectáculo ella se vio entre sorprendida y asustada por lo que percibió en. Jon, pero no tenía ni idea de qué hacer con su descubrimiento. A muchas personas no les agradaba averiguar cuál era la medida exacta de sus poderes para comprender.
Ella suspiró profundamente y empujó la puerta. Los dos hombres se volvieron hacia ella.
—Hola, Katherina —la saludó Iversen.
Jon simplemente inclinó la cabeza.
Katherina respondió a los saludos y cerró la puerta.
—Tal vez tú lo conozcas, Katherina —exclamó Iversen con cierta alegría y señalando una fotocopia que estaba sobre la caja—. Su nombre es Remer. ¿Te dice algo?
Ella se acercó a la caja y estudió la imagen de un hombre de aproximadamente cuarenta años, que subía una escalinata con paso decidido. Katherina sacudió la cabeza.
—No, nunca lo he visto antes. ¿Quién es?
—Un cliente mío —respondió Jon—. Pero él parece tener mucha información tanto sobre la librería como sobre Luca.
—Quiere comprar el negocio —añadió Iversen.
Katherina lo miró aterrorizada, y al instante el anciano levantó las manos en un gesto tranquilizador.
—No te preocupes, la tienda no ha sido vendida. Al menos, no todavía.
—En realidad, el comprador potencial es uno de los amigos de Remer, no él —explicó Jon—. Al parecer, ya cuenta con una cadena entera de librerías, así como un sitio de ventas en internet. ¿Os resulta familiar?