—De verdad que eres increíble, Paw —le interrumpió Katherina.
—¡Eh! ¿No te gustaría ofrecerte como voluntaria? No tendría problemas en encontrar algo para leerte, quizás algo romántico. ¿Qué piensas?
—Estoy segura de que podrías, aunque ¿no deberías hacer antes los ejercicios que te encargó Iversen?
La sonrisa ladeada de Paw desapareció de su rostro y murmuró algo ininteligible.
—Bien —avanzó Iversen—. ¿Qué decís? ¿Cerramos por hoy?
Por una vez, los otros estuvieron de acuerdo y desaparecieron rápidamente por la puerta, mientras Iversen hacía la última ronda antes de dejar, también él, Libri di Luca.
Katherina pedaleó con más fuerza a medida que se alejaba de la librería. Se reprochó a sí misma sacudiendo la cabeza. Ella sabía mejor que nadie que no podía caer en las provocaciones de Paw. Como si fuesen hermanos, ambos conocían exactamente qué resortes tocar para irritar al otro, y una respuesta defensiva se transformaba rápidamente en un ataque desde que las primeras palabras eran pronunciadas.
Su bicicleta la sacó del distrito Vesterbro hacia la Narrebro. Maniobrando con agilidad en el tráfico de la incipiente noche, en perfecta sintonía con los semáforos, doblaba en las esquinas casi sin necesidad de frenar.
Tal vez la comparación de los hermanos era mucho más apropiada de lo que parecía dispuesta a admitir. En cierto sentido, también ella había sido la hija única en la librería con Luca e Iversen, hasta que llegó Paw como un hermanito no deseado. No había sido fácil para ella cederle parte de su territorio: en su fuero interno, se sentía un poco culpable por no haber podido brindarle una bienvenida algo más cálida.
En la zona que rodeaba la Elmsgade, recorrió una calle de dirección única en sentido contrario, pasando cerca de los coches aparcados o subiendo a la acera cuando aparecía algún vehículo ante ella. Varias veces miró por encima de su hombro, pero no pudo distinguir a nadie que estuviese siguiéndola. Al llegar a Sankt Hans Torv, atravesó la plaza pasando por delante de los cafés y se alejó de Blegdamsvej en dirección a Norre Alié.
Probablemente sus peleas tenían algo que ver con la edad. Paw tenía siete años menos que ella, pero mentalmente, en su opinión, era como un niño. Todo parecía centrado en torno a él y sus necesidades. Su entrenamiento no llegó antes de otras cosas que eran importantes. Katherina volvió a sacudir la cabeza. Quizá sólo estaba celosa.
Siguió con la bicicleta por la acera y al cabo de un par de metros se detuvo ante un edificio gris con los marcos de las ventanas pintados de blanco. Sólo en dos de los apartamentos las luces estaban encendidas; en uno de ellos se veían difuminadas por las cortinas, pero por la otra ventana era posible vislumbrar un techo blanco decorado con yeso del que colgaba un gran candelabro con velas auténticas.
El hecho es que muchas cosas habían cambiado desde que Paw comenzó a frecuentar Libri di Luca. El equilibrio se había modificado. Ahora él era el benjamín de la familia, mientras que ella, no sin cierto orgullo, sentía que había comenzado a formar parte del círculo de confianza, alguien que era suficientemente autónoma para cuidar de sí misma. Pero el equilibrio volvería a verse modificado nuevamente con la llegada de Jon. La pregunta ahora era: ¿hacia qué lado?
Después de haber dejado la bicicleta en el acceso de entrada, comprobó otra vez que nadie la estuviese observando. Luego, abrió la puerta de la calle y desapareció en el interior. Sin encender la luz, se dirigió hacia la escalera, subiendo los escalones de dos en dos. Al llegar al cuarto piso, se detuvo ante una puerta con frisos pintada de gris. A pesar de la oscuridad, la placa de bronce era perfectamente legible, y aun cuando fuera incapaz de leerla, sabía qué anunciaba: Centro de Estudios de Dislexia (Se ofrecen consultas).
Katherina presionó el timbre dos veces, la primera más larga que la segunda, y esperó. Poco después, oyó pasos detrás de la puerta, y luego el sonido de un cerrojo que estaba siendo deslizado hacia atrás. La puerta se abrió ligeramente y un halo de luz se extendió por el pasillo, capturándola en su resplandor. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad de la escalera, sintieron aquella luz demasiado brillante, y Katherina se vio forzada a parpadear, al tiempo que se protegía poniendo una mano en la cara.
—Entra —le dijo una voz femenina, y la puerta se abrió de par en par.
Katherina se introdujo en un largo pasillo pintado de beis, con hileras de percheros de metal en las paredes. Casi todos estaban ocupados por chaquetas y otras prendas, pero encontró uno libre donde dejar su abrigo.
La mujer que le había hecho pasar cerró la puerta y se giró para quedar frente a ella. Tendría algo más de cuarenta años, y se la veía ligeramente rellenita alrededor de la cintura, algo que intentaba ocultar bajo un vestido negro. Su rostro estaba dominado por unas gafas de pasta de gruesos cristales, enmarcadas por el cabello castaño claro, que arrojaba un reflejo algo artificial bajo la fuerte luz que provenía de una fila de lámparas halógenas fijadas en el techo.
—¿Y bien?
Katherina cruzó su mirada con la mujer y asintió.
—Será muy bueno, mucho mejor incluso que su padre.
Jon despertó pocos segundos antes de que sonara el radio despertador.
En un primer momento, no supo bien dónde se encontraba. Las paredes blancas y desnudas combinaban con el techo del dormitorio, y desde la cama parecía una cúpula de nieve, como si tuviese su trasero dentro de un iglú. Su habitación también era fría. El edredón se había deslizado al suelo durante la noche, y las sábanas arrugadas daban testimonio de un sueño agitado. Recordó que había tenido dificultades para calmarse. Había estado reflexionando en la cama durante mucho tiempo acerca de lo que había ocurrido en la librería. Tanto las explicaciones de Iversen como la demostración y las visiones que lo habían abrumado cuando quedó solo en la biblioteca ahora le parecían irreales y muy lejanas. Cuando pudo despejar su mente, fue en busca del libro, Fahrenheit 451, que todavía estaba en el bolsillo de su chaqueta. Era la prueba tangible de que todo aquello había sucedido realmente, y a la vez se trataba de un libro normal, que no despertaba sospechas de ser aquello que no era.
Hacía mucho tiempo que no leía en la cama. De niño le gustaba muchísimo, y entre los cuentos que Luca le leía antes de dormir su favorito era Pinocho, y preferentemente en italiano. Este ejemplar de Fahrenheit 451 era una traducción danesa, y al releer el primer capítulo descubrió que el texto no era tan puntillosamente descriptivo como le había parecido durante la demostración, sino más desigual y compulsivo. El color del cabello de la muchacha, por ejemplo, no era mencionado en absoluto; en consecuencia, no era el vistoso rojo que se había imaginado.
Giró la cabeza hacia la mesilla de noche donde había dejado el libro. Todavía estaba allí, un poco abierto como consecuencia del uso. En aquel instante, el radio despertador señaló las siete, y la voz de un locutor cansado surgió del altavoz recitando las últimas noticias. Desórdenes en Israel, absurdos argumentos políticos en el debate sobre la cuestión de los inmigrantes, robo en una oficina de correos. Sólo cuando la monótona voz se refirió a los resultados de un estudio sobre la capacidad de lectura en los niños, Jon se incorporó y, apoyándose sobre sus codos, escuchó con atención. Al parecer, los niños daneses eran menos brillantes en la lectura que los niños de los países vecinos, una tendencia que el ministro de Educación encontraba inquietante e inaceptable. El joven se hundió profundamente en la cama y cerró los ojos con un suspiro. La próxima semana divulgarían otro estudio encargado de demostrar lo contrario.
El locutor fue sustituido por uno nuevo, un tipo que demostraba tener un espíritu más matinal, y de inmediato comenzó a vomitar con voz alegre una serie de tonterías, que incitaron a Jon a salir de la cama y levantarse. Conectó la cafetera y se dispuso a efectuar sus rutinas de la mañana: ducha, afeitado, café, planchado de una camisa, nudo de corbata y más café. Aquellos gestos habituales lo tranquilizaron. Luego, mientras salía por la puerta, ocupó sus pensamientos en los hechos vividos la noche anterior.
Cuando se sentó en el coche, atravesando la ciudad con el tráfico lento de la mañana, notó cuánta gente a su alrededor iba leyendo. Los pasajeros de los autobuses leían libros, la gente sentada en los bancos estaba sumergida en el periódico de la mañana, los escolares repasaban con rapidez sus lecciones caminando por la acera con los pasos cautos de un funambulista por la cuerda floja, colocando un pie delante del otro. Los carteles de los escaparates de las tiendas atraían las miradas ávidas de los transeúntes, los anuncios de los autobuses despertaban la curiosidad de los conductores, los periódicos gratuitos eran examinados por las madres que arrastraban los cochecitos de sus niños para luego abandonarlos en la calle. Le parecía que por todas partes encontraba palabras y frases invadiendo fachadas, ventanas, carteles y autobuses con el objetivo de seducirlo e impulsarlo a descifrar sus mensajes, una operación que quizás escapaba a su control.
Jon condujo el resto del camino al despacho con los ojos fijos en la carretera.
Apenas había traspasado la puerta de cristal que daba a la recepción cuando Jenny, la secretaria que compartía con otros colegas, corrió a su encuentro agitando el periódico. Era una muchacha rubia que, como se suele decir, derrochaba alegría.
—Escuche esto —le dijo.
Jenny llegaba a la oficina mucho antes que él, y habían acordado una rutina: ella debía encontrar artículos en los periódicos que resultaran relevantes para su trabajo o que simplemente fuesen extraños o graciosos. De vez en cuando le presentaba lo que había encontrado, leyendo aquel curioso botín en voz alta ante una taza de café. De esta forma, él ni siquiera tenía que molestarse en examinar los periódicos. Jon echó un vistazo al diario matutino y luego a Jenny. Vio cómo sus ojos impacientes se fijaban en un artículo y su boca se preparaba a punto de pronunciar la primera frase.
—Lo leeré más tarde —la interrumpió Jon bruscamente, continuando hacia su oficina.
—Bien —murmuró Jenny, claramente decepcionada, dejando caer los brazos a los lados.
Jon se detuvo y volvió sobre sus pasos.
—Lo lamento, pero no he dormido bien esta noche —trató de justificarse—. Dame media hora.
Jenny asintió y plegó el periódico lentamente.
—Bonita corbata —le dijo con un guiño, y se retiró a su escritorio.
Jon agitó su mano en señal de agradecimiento mientras atravesaba el espacio abierto que llevaba directamente a la oficina Remer. Una vez allí, extrajo las llaves con el Pitufo y abrió. Finalmente a salvo, se apoyó contra la puerta cerrada.
Respiró profundamente un par de veces antes de que una mueca molesta se le dibujara en el rostro. No valía de nada seguir corriendo en un estado de constante paranoia. Era imposible hacer su trabajo sin leer, y tampoco era realista pensar que podría circular libremente por allí sin encontrar a alguien más que leyese en su presencia. Sacudió la cabeza. Si en alguna ocasión algún Lector lo había utilizado antes, él no lo había notado y, considerando su actual posición, ellos no habían podido colocar ningún obstáculo en su camino, más bien todo lo contrario.
Llamaron a la puerta, y Jon dio unos cuantos pasos adelante a toda prisa, para llegar justo antes de que ésta se abriera.
Jenny asomó la cabeza.
—Halbech quiere verlo —dijo con tono grave—. En su oficina, dentro de diez minutos.
—Bien. Gracias Jenny.
Ella cerró la puerta sin hacer ruido.
—Justo hoy —murmuró Jon para sí.
En realidad, había estado esperando esa conversación. Había pasado toda una semana desde que el caso Remer le fuera transferido, y sabía bien que antes o después tendría que dar detalles o bien presentar un plan sobre cómo organizar la defensa.
A pesar de que una semana significaba un período de tiempo demasiado breve como para familiarizarse con los voluminosos archivos, Jon realmente no esperaba contar con mucho más tiempo antes de ser aprobado.
Abrió su maletín y extrajo un expediente con cinco o seis folios mecanografiados que repasó apresuradamente. Los folios contenían su propuesta estratégica para el caso Remer —la propuesta limpia— conforme a todas las reglas. Pero Jon sabía, además, que Halbech exigía soluciones creativas que, sin necesidad de ser abiertamente ilegales, simplificaran la defensa. En este caso, el atajo implicaba obtener un aplazamiento de dos meses, gracias al cual las dos primeras acusaciones acabarían por prescribir. Estaba lejos de parecer una solución genial, pero se habrían ahorrado así los puntos más vulnerables de la defensa, es decir, el estado de las primeras empresas adquiridas por Remer. Por otra parte, tendrían que encontrar una excusa para actualizar la causa, o aún mejor, convencer al propio fiscal sobre la conveniencia de solicitar un aplazamiento. Pero esto significaba que deberían colocar sobre la mesa nuevas informaciones.
Jon volvió a dejar los documentos en el expediente y abandonó la oficina con el plan bajo el brazo.
—Campelli —exclamó Halbech desde su sillón tan pronto como Jon puso un pie en su despacho—. Toma asiento.
Le señaló uno de los dos sillones Chesterfield que se encontraban ante su mesa.
Jon asintió y se sentó con el expediente en su regazo.
—¿Todo bien? —preguntó Halbech de modo maquinal.
—Muy bien, gracias. .
—¿Y con respecto al asunto de tu padre? ¿Se resolvió la cuestión?
—Más o menos. Todavía hay un par de tomillos flojos que ajustar.
Halbech hizo un gesto de asentimiento.
—Entonces ve y ajústalos, Campelli. —Halbech sonrió—. No hay nada más perturbador que los tornillos flojos. De un solo toque: ése es uno de mis lemas predilectos. Cuando se tiene una tarea por cumplir, hay qué terminarla de inmediato, los retrasos no sirven de nada. Volver sobre la misma cuestión una y otra vez no sólo es tiempo perdido, sino que también afecta al resto del trabajo.
—Por supuesto —respondió Jon.
—Bien… ¿Y qué puedes decirme de Remer?
—Las cosas se han estado moviendo —contestó Jon, acariciando el expediente—. Tengo…
—Él vendrá por aquí a las nueve —lo interrumpió Halbech, escrutándolo con una mirada penetrante—. Quiere hablar contigo.