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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (4 page)

BOOK: Libros de Luca
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—Felicidades, Campelli —exclamó una voz ronca detrás de él.

Notó al mismo tiempo una palmada en el hombro. Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con Frank Halbech, uno de los tres dueños del despacho de abogados para el que trabajaba.

Igual que Jon, vestía un traje negro —un Valentino, según pudo apreciar—; pero era la manicura lo que revelaba que el hombre no estaba atiborrado de trabajo: para eso contaba con gente que lo hacía por él. Se había asociado al bufete hacía cinco años, a los cuarenta y cinco, y a juzgar por su apariencia, no resultaba difícil advertir que la mayor parte del tiempo lo invertía en peluquerías, solarios y gimnasios.

—Un caso banal, pero bien montado —dijo Halbech, tendiéndole la mano, que Jon aceptó. Halbech se inclinó hacia él sin soltársela—. Steiner se está viniendo abajo —murmuró, señalando en dirección al fiscal.

Jon asintió.

—Este caso nunca debería haber llegado a los tribunales —dijo el joven, también en un susurro.

Halbech se enderezó, soltó la mano de Jon y dio un pasito atrás como para examinarlo. Los ojos, de un gris azulado, observaban detenidamente a Jon, mientras una sonrisita se dibujaba en sus labios.

—¿Qué te parece un buen desafío, Campelli? Un caso que sería como el peine para tu cabello.

—¿Por qué no? —replicó Jon sin dudar.

Halbech aprobó satisfecho.

—No esperaba otra respuesta. Creo que eres un hombre que se atreve con los grandes desafíos, alguien capaz de imponerse cuando resulta necesario. —Apuntó a Jon con la mano, como si fuera una pistola—. El caso Remer. Es tuyo. —Le dirigió una amplia sonrisa—. Ven a verme a mi despacho mañana y hablaremos.

Antes de que Jon tuviese tiempo de reaccionar, Halbech ya se había dado la vuelta y se dirigía hacia la salida con paso decidido.

Algo aturdido, el joven abogado lo siguió sorprendido con la mirada, hasta que un hombre bajo y fuerte, de traje gris claro, se le colocó delante, bloqueándole la visión.

—Vaya, ¿ése era Halbech? —preguntó el sujeto, mirando alternativamente a Jon y a un Halbech que ya se alejaba.

Se trataba de Anders Hellstram, un colega de Jon cuya especialidad eran las causas de tráfico y sentía una debilidad especial por los pubs irlandeses y la Guinness.

—Sí, el mismo —contestó Jon, distraído.

—Increíble. No recuerdo cuándo lo vi por última vez en una sala —dijo Hellstram, impresionado—. ¿Y a qué ha venido?

—En realidad, no estoy muy seguro —respondió Jon, reflexivo—. Pero me ha asignado el caso Remer.

Hellstram lo observó, incrédulo.

—¿Remer? —Silbó bajito, y le lanzó a Jon una mirada compasiva—. Su intención puede ser cubrirte de oro o matarte.

—Gracias por el apoyo —le dijo Jon en tono sarcástico, sonriendo un poco de lado.

—Espera a que los otros se enteren —dijo Hellstrem, frotándose las manos y mirando a su alrededor—. Por lo demás, un excelente caso, el alegato final ha sido endemoniadamente bueno, Jon —añadió antes de darse la vuelta y dirigirse al extremo más alejado de la sala, donde estaba reunido un grupo de colegas.

Jon necesitaba aire fresco. Sentía que los ojos de todo el mundo se dirigían hacia él, a pesar de que su actuación había terminado. Se abrió camino hacia la salida seguido de felicitaciones y palmadas en la espalda. Poco después ya se encontraba fuera, en la escalinata del juzgado. La lluvia había cesado; algunos huecos entre las nubes, de un gris claro, dejaron entrever pequeños fragmentos de cielo azul. Se llevó las manos a los bolsillos y respiró hondo.

El caso Remer era un proceso abierto por desmantelamientos empresariales a gran escala. El protagonista, Otto Remer, había sido acusado por lo mismo en al menos ciento cincuenta empresas en el transcurso de algunos años. No había duda alguna respecto a que la operación fuese, desde un punto de vista ético, controvertida —por decirlo de alguna manera—, pero lo que no podía afirmarse tan ligeramente es si resultaba ilegal. El proceso ya llevaba más de tres años, y entre los empleados era frecuente una broma muy extendida: la cantidad y complejidad de información había alcanzado proporciones tales que el caso se había vuelto presuntuoso y decidió vivir su propia vida.

Solamente los legajos ocupaban un archivo entero, e incluso los distintos abogados que se habían encargado del caso tenían para ellos una «celda especial Remer», donde podían trabajar sin ser interrumpidos.

Era un típico caso «se hunde o se salva» y, hasta el momento, todos los asesores jurídicos que habían intentado medir sus fuerzas con él habían sucumbido. Con seguridad, un final exitoso llevaría consigo una oferta para asociarse al bufete. Al menos, ése era el rumor que corría entre el círculo de los abogados.

La montaña de documentos y la complejidad de la causa no eran los únicos desafíos que ésta mostraba. También el sujeto involucrado, Otto Remer, era, según afirmaban algunos, algo así como una bonita cruz. Varios colegas terminaron por desistir de colaborar con él, ya que no sólo no simpatizaba con los abogados, sino que además siempre se había mostrado reacio a entregar la documentación de sus transacciones. Se comportaba como si no comprendiese la gravedad de la acusación, hasta el punto de no dejar ni siquiera de irse de vacaciones para esquiar, ni de hacer viajes de negocios aun en las fases más críticas del proceso.

El aire continuaba húmedo y fresco después de la lluvia. Jon se estremeció dentro de su chaqueta ligera. Dos hombres en mangas de camisa salieron del edificio para fumar. Encendieron sus respectivos cigarrillos, a los que daban ávidas caladas mientras caminaban con pasitos nerviosos para entrar en calor.

Un móvil sonó y, automáticamente, Jon alcanzó el suyo en el bolsillo interior de la chaqueta. No era su teléfono, pero pudo comprobar que había recibido tres llamadas del mismo número en el transcurso de la mañana. Sin mirar la pequeña pantalla, marcó la acostumbrada combinación de teclas que le dieron acceso a su buzón de voz.

Escuchó con creciente asombro el mensaje grabado. Era de un comisario de la brigada criminal, Olsen, que con tono impersonal le notificaba que tenía cierta información que transmitirle sobre su padre, Luca Campelli. Jon frunció el entrecejo.

A pesar de que estaba acostumbrado a recibir llamadas de la policía, no podía llegar a comprender qué relación podía tener ese mensaje con su padre.

Antes de que pudiese devolver la llamada, un oficial de justicia salió por la puerta principal para buscarlo. Los jueces ya tenían su veredicto.

En una sala ahora semidesierta, los jueces anunciaron lo que ya todo el mundo sabía: no había acusaciones fundadas contra Muhammed y, por lo tanto, quedaba libre de todas las acusaciones en su contra. Los amigos de Muhammed que todavía estaban presentes festejaron la sentencia con un grito, y el propio Muhammed aferró la mano de Jon y comenzó a sacudirla con fuerza.

—Bien hecho, picapleitos —le dijo complacido.

Jon volvió a sonreírle e hizo un gesto de agradecimiento en dirección a la audiencia exaltada.

—¿Quieres que te lleve de vuelta a casa o vas a celebrarlo con tu club de fans?

—Si de todos modos vas por ese camino, voy contigo —le dijo su cliente—. Algunos todavía tenemos que trabajar.

Jon comenzó a recoger sus papeles. Varios colegas y conocidos se le acercaron para felicitarlo por el resultado y se vio obligado a declinar varias invitaciones para almorzar. Normalmente, era él quien invitaba a comer después de una victoria, pero no se sentía con la energía necesaria. El encuentro con el titular del bufete había sido lo suficientemente extraño como para concentrarse en celebraciones.

Muhammed parecía haberse percatado de su estado de ánimo, y ya en el coche exclamó, golpeándole el hombro:

—¡Eh, ganamos!

—Sí, discúlpame —le respondió Jon con una sonrisa—. Creo que estoy un poco cansado. Muhammed se conformó con esta explicación y empezó a hablar de la nueva demanda por daños y perjuicios: cuánto dinero podían pedir por la puerta estropeada del apartamento, la compensación por su ceja reventada, y si en la indemnización podía considerarse también las manchas ocasionadas a su reputación en el barrio.

Jon contestaba lacónicamente, con frases breves, mientras se dirigía hacia Norrebro. Cuando casi habían llegado, sonó su móvil; Jon se acomodó el auricular para responder y dio entrada a la llamada. Al otro lado se presentó el inspector Olsen y le explicó el asunto. Jon escuchó su voz monótona, respondiendo con monosílabos, como dando a entender que todavía estaba al otro lado de la línea.

Cuando la conversación terminó, se quitó el auricular y un suspiro escapó de sus labios.

—¿Otro fan? —preguntó Muhammed, mirándolo de reojo.

Jon sacudió la cabeza.

—No exactamente. Mi padre ha muerto.

Capítulo
3

Luca iba a ser enterrado en el cementerio Assistens de Copenhague, entre los grandes autores daneses, tal como él había vivido, rodeado por sus obras.

Jon llegó en el último momento, y fue recibido por un Iversen obviamente nervioso, que se encontraba de pie sobre el camino de grava, fuera de la capilla, esperándolo. Jon reconoció de inmediato al fiel y antiguo colaborador de su padre en Libri di Luca. Habían hablado por teléfono algunos días antes. Fue Iversen quien encontró en la tienda aquella mañana el cuerpo sin vida de Luca, a causa de un infarto, aparentemente; y también fue él quien tuvo que ocuparse de todas las cuestiones prácticas para el entierro. Siempre había destacado por ser un tipo eficiente, y se hacía cargo de casi cualquier tarea con dedicación y de buen grado.

De niño, cuando Jon visitaba la librería, siempre se las ingeniaba para convencer a Iversen de que le leyera alguna historia, si Luca no tenía tiempo o estaba fuera del establecimiento. En los últimos quince años, el cabello del hombre se había vuelto más blanco, sus mejillas más rechonchas y los cristales de sus gafas más gruesos, pero se acercó a Jon con la sonrisa afable de siempre a grandes zancadas y el portafolios bajo el brazo.

—Qué placer verte —le dijo Iversen con un cálido apretón de manos.

—Hola, Iversen, cómo ha pasado el tiempo —respondió Jon.

—Sí, ya veo que has crecido mucho, muchacho —afirmó con una risita—. La última vez que nos encontramos, no eras más alto que la enciclopedia Gyldendal de cuatro tomos. —Soltó la mano de Jon y la colocó con la palma abierta sobre el hombro, para subrayar cuánto había crecido—. El funeral está a punto de comenzar —añadió con una sonrisa de disculpa—. Tendremos que hablar después. —Su mirada asumió una expresión solemne—. Es muy importante que lo hagamos.

—Desde luego —dijo Jon, dejándose llevar hacia la capilla.

Para su sorpresa, el lugar estaba casi lleno. Los bancos de la iglesia estaban ocupados por gente de todas las edades, desde críos que gimoteaban prendidos al cuello de sus madres hasta ancianos tan llenos de arrugas que parecía que la ceremonia bien podría haber sido preparada para ellos. Por lo que Jon sabía, el único contacto de Luca con el resto del mundo, aparte de la librería, era un círculo de amigos compuesto por compatriotas suyos, pero, a primera vista, aquel grupo heterogéneo no parecía tener orígenes italianos.

Las miradas de todos, acompañadas por un murmullo creciente, siguieron a los dos hombres que recorrían la nave central y fueron a sentarse en los dos asientos libres de la primera fila. Ante el altar descansaba un ataúd blanco rodeado por coronas y ramos de flores, que desbordaban por el pasillo como un río de colores. La corona que Jon le había pedido a su secretaria que enviase estaba sobre el ataúd. La cinta decía, simplemente, «Jon».

Tras tomar asiento, Jon se inclinó hacia Iversen.

—¿Quién es toda esta gente?

Iversen vaciló un momento antes de responder.

—Amigos de Libri di Luca —susurró.

Jon no parecía dar crédito a lo que veía.

—El negocio debe de ir bien —dijo en voz baja, mirando a su alrededor.

Calculó que habría aproximadamente cien personas reunidas en aquella capilla.

Aún podía recordar a los clientes habituales de cuando era niño, pero el hecho de que fueran tantos y se sintieran en el deber de participar en el funeral le había causado una enorme sorpresa. Los clientes que mejor recordaba eran tipos extraños, excéntricos con vidas estrambóticas, que gastaban su dinero en libros y catálogos en vez de comida y ropa. Ellos podían vagar por la librería durante horas sin comprar nada, y muchas veces volvían al día siguiente, o dos días más tarde, para inspeccionar los mismos estantes y los mismos anaqueles, como si quisieran controlar el momento en que los frutos estuviesen maduros, preparados para ser recogidos.

Un sacerdote envuelto en una túnica bordada entró en la capilla y se dirigió hacia el púlpito, ubicado al otro lado del féretro. Los murmullos se desvanecieron y la ceremonia comenzó. El sacerdote balanceó el incensario hacia los presentes, difuminando el sutil aroma por toda la capilla. Luego, la voz serena del oficiante llenó el aire con palabras sobre refugios y treguas, sobre el sentido de pertenencia y saber dar a los demás experiencias placenteras, y también sobre los valores fundamentales de la vida, como el arte y la literatura.

—Luca era un garante de estos valores —salmodió el sacerdote—. Un hombre magnífico, generoso, conformado por la calidez, el conocimiento y la hospitalidad.

Jon miraba fijamente en línea recta. A sus espaldas podía percibir las expresiones abatidas de los demás, los sollozos apenas audibles y las lágrimas que sin duda derramaban. Pero sus propios ojos estaban secos. Recordó otro entierro, vivido de modo completamente diferente: un funeral celebrado cuando él era un muchacho de apenas diez años y del que había sido sacado de la iglesia por una tía lejana que intentaba consolarlo en medio del cortante frío del invierno. Entonces habían sepultado a su madre, fallecida siendo aún demasiado joven, según la opinión de todo el mundo. Todas sus preguntas tuvieron que esperar muchos años en busca de respuesta, limitada sobre todo a la verdad pura y dura de las causas de la muerte: Marianne, la esposa danesa de Luca y madre de Jon, se había suicidado arrojándose por la ventana desde un quinto piso. No sabía si a causa del frío que imperaba fuera de la iglesia o simplemente por su propia desesperación, su llanto se transformó en un desgarrador tartamudeo que se hizo incontenible; lo cierto es que aquella sensación de ahogo ya no lo abandonaría. Desde entonces, no había vuelto a un entierro.

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