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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (5 page)

BOOK: Libros de Luca
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Siguiendo la invitación del sacerdote, la congregación cantó un par de himnos seleccionados antes de que Iversen tomara la palabra. El fiel colaborador y más cercano amigo de Luca recogió un montón de libros que tenía bajo su asiento y se levantó. Sorteó las coronas del suelo y continuó su camino al púlpito. Una vez allí, sostuvo el montón de volúmenes un par de centímetros por encima de la superficie y los dejó caer con un golpe estrepitoso. El gesto provocó risas aisladas y, finalmente, después de los ampulosos himnos, el ambiente se distendió.

El discurso de Iversen resultó un alegre adiós al hombre con quien había vivido los últimos cuarenta años. Salpicó su alocución con anécdotas sobre su amistad y, de paso, las obras que él había aportado. Al igual que cuando le leía historias al pequeño Jon, Iversen logró captar la atención de su público con una animada lectura de La Divina Comedia, sin duda uno de los libros favoritos de Luca. Luego prosiguió con extractos de los grandes clásicos, que los presentes parecían conocer de memoria. Aunque Jon nunca había leído estas obras, se sintió igualmente conmovido por las interpretaciones de Iversen: en su imaginación afloraron imágenes sugestivas, como la fascinación que le provocaba de niño sentarse en el regazo de Iversen, en la vieja silla de cuero de Libri di Luca, para escuchar historias de vaqueros, caballeros y astronautas. Si cerraba los ojos, casi podía oler el polvo de la librería anticuaría y escuchar el silencio, resonando entre los anaqueles del negocio como en ninguna otra parte.

Cuando Iversen terminó su discurso, algunos aplaudieron espontáneamente, hasta que recordaron dónde estaban y volvieron a guardar silencio. El sacerdote apareció de nuevo en el púlpito e insistió en cantar un último himno antes de la despedida final. Jon siguió el texto en su libro, pero no participó del coro, a diferencia de Iversen, que cantaba con total soltura a su lado. Durante un momento, Jon se preguntó si debía sentirse culpable por su escasa participación en casi toda la ceremonia, pero trató de alejar esa idea dirigiendo su mirada fija al techo. Indudablemente, a alguno de los presentes le habría podido sorprender aquella actitud, incluso habrían podido llegar a pensar que no era más que un arrogante, pero decidió que ése no era su problema. Después de todo, ellos no sabían nada de él. Por su parte, todo el asunto se reducía a pasar el entierro y escapar nuevamente al aire fresco.

Una vez concluido el himno, Jon fue uno de los primeros en levantarse.

En el exterior, la concurrencia se dividió en dos grupos. Jon se mantuvo cerca de Iversen, la única persona a quien él conocía. Rápidamente fueron alcanzados por otros que sededicaron a elogiar las palabras de Iversen y a dar las debidas condolencias a Jon. Todos parecían saber quién era, pero, a la vez, percibía un cierto estupor en aquellos a quienes saludaba, como si no hubiesen esperado verlo allí.

—Su parecido con su padre es asombroso —le dijo sin rodeos un hombre de mediana edad que estaba en una silla de ruedas. Se presentó como William Kortmann, y Jon notó que la silla era completamente negra, incluidos los radios de las ruedas—. Es extraño que no me haya dicho nada —continuó Kortmann, pero bruscamente se calló al notar la expresión sorprendida de Jon—. Bien, debemos irnos ya —afirmó, volviéndose hacia un hombre vestido de oscuro que se mantenía a un par de metros de distancia. Como si se comunicaran telepáticamente, el hombre se dio la vuelta e inmediatamente se dirigió hacia ellos—. Pero desde luego nos veremos pronto —agregó el hombre de la silla de ruedas—. Muy pronto, espero. No veo la hora de volver a trabajar con un Campelli.

Antes de que Jon tuviese tiempo de responder, la silla de Kortmann ya se había echado a andar y abandonó la capilla junto a su asistente.

—¿Qué ha querido decir? —le preguntó Jon a Iversen, quien le respondió con una mueca sardónica.

—Bueno, él es uno de la… Sociedad Bibliófila —añadió titubeante.

—¿Pero por qué ese tipo habló de trabajo? —insistió Jon.

—Vamos a dar un paseo —sugirió Iversen, alejando a Jon de allí.

Abandonaron el camino de grava y entraron en el cementerio. El sol otoñal parecía estar colgando del cielo, y sus afilados rayos se insinuaban entre las ramas de los árboles dibujando tramas que bifurcaban el sendero que se abría delante de ellos. Durante un rato, caminaron sin hablar. La parte antigua del cementerio estaba inmersa en el silencio, y los arbustos crecían con tal espesura que resultaba casi imposible poder ver a través de ellos, a pesar de que las hojas habían comenzado a caer.

—A tu padre siempre le gustó caminar por aquí —observó Iversen aspirando el aire.

—Sí, lo sé. Una vez lo seguí en uno de sus paseos. Debe de hacer aproximadamente nueve años… En cualquier caso, fue antes de… —Jon hizo una pausa y se inclinó para recoger una bellota del suelo. La hizo girar entre sus dedos antes de continuar—: Fingía ser un agente secreto y lo seguí a algunos metros de distancia, escondiéndome, imaginándome que él se encontraba con otros espías para intercambiar información secreta. —Jon carraspeó y arrojó la bellota—. Quizá me desilusionó un poco, porque no hizo más que pasear entre las tumbas. De vez en cuando se detenía, y un par de veces se sentó para abrir un libro que había traído, como si leyera en voz alta para los muertos.

—Sí, eso parece muy propio de él —dijo Iversen con una sonrisa—. Siempre en busca de un público.

—Nunca lo hubiera pensado —replicó Jon secamente.

Ya habían alcanzado el muro lindante con la Norrebrogade, sobre el que la hiedra crecía en abundancia, cubriendo las tumbas alineadas a lo largo como si se tratara de una neváda verde.

—Sabes que has heredado la librería, ¿verdad? —preguntó Iversen, manteniendo la mirada en el camino que se abría delante de ellos.

Jon se detuvo y lo miró. Iversen logró dar un par de pasos antes de detenerse y volverse hacia él.

—No dejó testamento, y ser su único pariente te convierte en heredero universal de todos sus bienes —dijo Iversen, mirando ahora a Jon fijamente. En los ojos del viejo no había ni una sombra de resentimiento o envidia; parecían transmitir una expresión preocupada o ansiosa.

—Jamás lo habría imaginado —dijo Jon—. ¿A esto se refería Kortmann cuando dijo que nos volveríamos a ver?

Iversen asintió.

—Algo así, sí.

Jon miró a lo lejos. Emprendieron de nuevo la marcha.

—Estaba convencido de que Luca te lo iba a dejar todo a ti —dijo Jon algo turbado.

—Tal vez tu padre esperaba que volvieras para seguir su camino —conjeturó Iversen.

—No hay yo volviera? —exclamó Jon—. Si no recuerdo mal, la última vez que lo vi, fue él quien no quiso saber nada más de mí.

—Pienso…, aunque no estoy del todo seguro, que tendría una buena razón para ello.

Habían alcanzado el final del muro, y salieron del cementerio por la puerta a Jagtvej, y luego giraron directamente hacia Runddelen. El tráfico significó un grato contraste con respecto al silencio del cementerio.

—Ni hablar —dijo Jon firmemente—. No quiero absolutamente nada —agregó mientras tomaban por Norrebrogade para dirigirse otra vez a la capilla—. En tal caso, no habrá ningún problema. Tengo buenos contactos con abogados que pueden ocuparse de la cuestión. A fin de cuentas, tú siempre fuiste la persona más indicada para ocuparte del negocio.

Iversen se aclaró la voz, como para hacerse escuchar sobre el ruido del tráfico.

—Es sumamente amable y generoso por tu parte, Jon, pero no puedo aceptar.

—Por supuesto que puedes —insistió Jon—. Luca te lo debe, y también a mí.

—Tal vez —admitió Iversen—. Pero no es sólo la librería. La herencia de tu padre es mucho más que un negocio lleno de libros viejos.

—¿Deudas?

Iversen negó con energía.

—No, no, nada de eso, te lo puedo asegurar.

—¿Y entonces, Iversen, de qué se trata? No me hagas jugar a las adivinanzas el día de su funeral —advirtió Jon, incapaz de poder ocultar su irritación.

Iversen se detuvo y colocó una mano sobre el hombro del abogado.

—Lo siento, Jon. Pero por ahora no puedo decirte nada más. Ya lo ves, esto no es sólo una decisión mía.

Jon examinó al hombre que tenía enfrente. Detrás de las gafas con montura de metal, la expresión en sus ojos azules era tan seria como comprensiva. Se encogió de hombros.

—Está bien, Iversen, no te preocupes. Algo habréis arreglado vosotros dos, ya hablaremos en un momento más oportuno. Después de todo, no es de muy buen gusto discutir de una herencia en un funeral, ¿verdad?

Iversen asintió aliviado y acarició afectuosamente el hombro de Jon.

—Sí, tienes razón, desde luego. Sólo quiero asegurarme de que eres consciente de que esto no termina aquí. Ven a la librería uno de estos días y entonces podremos aclarar las cosas.

Habían alcanzado la intersección de Norrebrogade y Kapelvej, e Iversen hizo un movimiento para volver a la capilla. Jon se detuvo y le indicó una cervecería al otro lado de la calle.

—Voy a beber algo. ¿Quieres venir? —preguntó.

—No, gracias —respondió Iversen—. Tenemos una pequeña reunión en la librería con los otros miembros de la Sociedad. Por supuesto, también eres bienvenido.

Jon sacudió su cabeza.

—Gracias de todos modos. Ya nos veremos, Iversen.

Se estrecharon la mano, y luego Jon cruzó la calle para entrar en El Vaso Limpio.

Sólo eran las dos de la tarde, pero el aire ya estaba cargado de humo. Los clientes habituales ya habían ocupado sus sitios. Le echaron un vistazo, pero decidieron que no era digno de interés alguno y volvieron a concentrarse en sus cervezas.

Jon pidió una caña y se sentó en una maciza mesa de madera, con la superficie pegajosa por los cerquillos dejados por otras cervezas, iluminada por una lámpara de latón que colgaba conectada en algún impreciso sitio por encima de las nubes de humo. En la mesa frente a la suya se sentó un anciano, un alfeñique con la palidez de un cadáver, la nariz torcida y los cabellos enredados. Llevaba una chaqueta con coderas, y la camisa se veía arrugada y no precisamente limpia. Ante él tenía una botella de cerveza fuerte.

Jon le ofreció al hombre un gesto breve como saludo, y luego extrajo el archivo Remer de su maletín como para desalentar nuevos ataques. Bebió un sorbo de su cerveza y estudió la anónima carpeta de anillas. Tres días antes había visitado la oficina de Frank Halbech, y allí le habían entregado oficialmente el control del caso Remer. Halbech tenía que estar al corriente de la reputación que arrastraba el caso, pero no mencionó nada y se lo confió casi como si todo el asunto no tuviese más trascendencia que el robo de una bicicleta o una discusión entre vecinos. El traspaso real se había producido en el momento en que Halbech le hizo entrega de un manojo de llaves. Estaban enganchadas a un llavero adornado por la figura del Pitufo Filósofo, y daban acceso al despacho especialmente reservado para el caso, con un buen número de archivadores detrás de la puerta. Jon tendría que hacerse una idea general del caso totalmente solo. Halbech parecía más interesado en los profesores con los que había estudiado Jon en la universidad y en qué medida la muerte de su padre iba a afectar su trabajo. Jon le aseguró que la muerte de Luca no tendría ninguna incidencia sobre su rendimiento.

El abogado abrió la carpeta que tenía delante e inspeccionó las primeras páginas. Contenía las tentativas de su predecesor por resumir el caso, pero Jon sabía que no podría evitar recorrer el camino a través de miles de páginas de material custodiado por el Pitufo Filósofo.

Estuvo durante un tiempo sumergido en los testimonios de las audiencias e interrogatorios, cuando el hombre de la cerveza fuerte comenzó a agitarse sobre la silla y proferir impacientes berridos de insatisfacción. Jon levantó la vista y se encontró con sus ojos. Obviamente, no era la primera cerveza fuerte del día: los ojos del hombre estaban turbios e inyectados en sangre.

Jon miró a lo lejos, bebió un trago de su cerveza y volvió a su lectura.

—Oiga, ¿acaso se piensa que esto es una sala de lectura?

Sorprendido, el abogado miró a su vecino de mesa, que le señalaba con su retorcido índice. Estaba claro que la había tomado con él.

—Le he preguntado si usted cree que esto es algún tipo de sala de lectura.

—No, desde luego que no —respondió Jon, nervioso—. Pero seguramente, mientras no lea en voz alta, no molesto a nadie, ¿verdad? —Le dirigió una sonrisa amistosa.

—Y, sin embargo, es exactamente lo que hace —exclamó el otro, agitando ahora el índice contra la mesa—. La lectura puede ser muy fastidiosa, aun en voz baja, e incluso peligrosa. —Alcanzó su cerveza para beber un trago, pero cambió de idea y el gesto quedó interrumpido a mitad de camino—. Y no sólo para quien lee, sino también para cualquiera que se encuentre cerca… ¡La lectura pasiva no es ninguna broma!

Finalmente bebió e, incapaz de decidir qué respuesta podía satisfacerlo, Jon lo imitó.

—Imagínese si toda la gente a su alrededor estuviese leyendo, así, descaradamente —continuó el hombre después de haber golpeado con fuerza la botella sobre la mesa—. Todas las palabras, todas las frases articuladas, se pondrían a girar en el aire como copos de nieve en una ventisca. —El hombre comenzó a agitar las manos ante sí, en una serie de movimientos que parecían querer abarcar algo—. Si se mezclaran, si se atacaran las unas a las otras formando expresiones incomprensibles, luego se separarían y se unirían otra vez en palabras completamente nuevas y párrafos inéditos, que le volverían loco al tratar de encontrar algún sentido y una lógica a cosas que no esconden ningún significado.

—Nunca he experimentado algo así —se aventuró Jon.

—¡Ah, claro! Es porque usted no escucha; al menos, no lo hace con la debida atención. Y una vez que haya aprendido a escuchar, estará perdido. Entonces tendrá que aprender a vivir con las voces de los libros para el resto de su vida, quiera o no. No tiene opción. Los poemas más hermosos, las novelas policíacas o cualquier basura como la que tiene ahora bajo los ojos lo alcanzan a uno y rodean el aire que lo circunda.

El hombre rió disimuladamente y bebió otro sorbo de su cerveza.

Jon indicó el archivo que tenía delante de él.

—¿Quiere decir que en este mismo instante esto le está hablando?

El otro le respondió con una risa condescendiente.

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