Katherina tuvo la sensación de que Jon la observaba de reojo, mientras aguardaban a que la puerta acabara de abrirse para abandonar definitivamente la propiedad de Kortmann y seguir su camino. Si hubiese sabido qué decir para tranquilizar a Jon, lo habría dicho, pero la única cosa en que podía pensar era que ella se sentía segura a su lado.
Desde el asiento trasero, Paw comenzó su concierto de ronquidos. Katherina no dijo una palabra.
—Estoy convencido de que sí —concluyó Jon—. Supongo que la mejor recomendación que puedo tener es la confianza que había depositado en ti el hombre cuya muerte vamos a investigar.
—¿Qué hay de los otros? —preguntó Katherina—. No hay mucha gente que pueda fiarse de un receptor en estos días.
—Tendrán que aceptarnos por fuerza si quieren que me haga cargo de esta historia. Voy a necesitar de alguien que los receptores conozcan y en quien confíen. Alguien que pueda descifrar las señales procedentes de las dos partes. Y según tengo entendido, tú has tenido contacto con ambas facciones, receptores y transmisores, gracias a tu buena relación con mi padre y con Libri di Luca.
Katherina se mostró de acuerdo. De pronto advirtió que el tiempo transcurrido con Luca, así como los esfuerzos de éste por reunir a las dos facciones, en realidad la habían preparado para investigar su asesinato. Como si todo hubiese sido planificado desde el principio, y ahora ella estuviese dispuesta para el papel. Esperaba tener la fuerza necesaria para ello.
—Lamento que Iversen no esté aquí —dijo ella en voz baja.
—Vamos a necesitarlo —reconoció Jon, y luego hizo una larga pausa—. Después de todo, él conocía a Luca mejor que nadie.
El matiz de esta ultima observación indujo a Katherina a observarle de soslayo. Por primera vez, ella pareció descubrir algo de pesar en la voz de Jon. Sus ojos estaban fijos en la carretera, pero parecían mirar más lejos. Cuando su rostro se vio iluminado por los faros de un coche que venía en sentido contrario, ella pudo notar un imperceptible movimiento de los músculos de la mandíbula, y de haber podido escuchar con atención, hubiese percibido el rechinar de los dientes. Había cólera y dolor en su expresión, y ella lamentaba no poder hacer nada para suavizar esos sentimientos. Quizá Jon notó que lo observaba, porque de improviso giró el rostro hacia ella. Katherina dirigió de inmediato la mirada hacia el frente.
—Hay mucho trabajo para ponerme al día sobre mi padre —dijo él—. Han pasado muchos años desde la última vez que tuve contacto con él, y las cosas no fueron muy bien en aquella ocasión, por no decir algo peor.
Era extraño hablar de Luca con su propio hijo. Muchas veces, Luca se había comportado como un padre para Katherina y, en consecuencia, Jon era una especie de hermano, pero los dos conocían una parte de la vida de Luca. Jon la primera mitad y Katherina la segunda. Quizás entre ambos fueran capaces de diseñar una imagen más completa del hombre a quien, cada uno de manera diferente, le debían la vida.
—¿Qué fue lo que pasó la última vez que viste a Luca? —preguntó ella con cautela.
—Me rechazó —dijo Jon—. Acababa de cumplir dieciocho años, y era sin duda un puñetero adolescente, hosco e irritante, pero no llegamos a hablar lo suficiente como para que él lo averiguara. —Carraspeó antes de continuar—: Primero telefoneé a la librería. Jamás logré entender por qué me había entregado en adopción cuando yo era casi un niño, y en aquel momento, que ya había crecido, creí que tenía derecho a una explicación. Entonces le llamé por teléfono, sintiendo que el corazón se me escapaba del pecho, las manos sudorosas. Al principio hubo un largo silencio al otro lado de la línea, y por un momento pensé que se nos había cortado la comunicación. Pero entonces él dijo que debía de haber algún error, porque no tenía ningún hijo. Y colgó de golpe.
Paw gruñó algo en sueños desde el asiento trasero, pero los ronquidos a intervalos regulares pronto empezaron de nuevo.
—Había tardado meses en reunir el coraje necesario para hacer aquella llamada —continuó Jon—. Por eso, en cuanto escuché el pitido de la comunicación interrumpida al otro lado, ya no vi nada más. Estaba furioso. Tomé el siguiente autobús a Vesterbro y aparecí en la puerta de la tienda. Iversen estaba allí ese día, de pie, detrás de la caja, atendiendo a un cliente. Al verme, una sonrisa enorme le iluminó la cara y se apresuró a darme un cálido saludo. Su acogida me tranquilizó un poco, y en cuanto el cliente se marchó de la librería, Iversen me acarició los hombros y dijo que iría a buscar a mi padre. Luego, desapareció abajo. Luca tardó bastante tiempo en aparecer. Llegó andando despacio, con una mirada afable y a la vez inquisitiva en sus ojos. Durante un segundo pensé que todo iba a ir bien otra vez, pero entonces su expresión cambió y me preguntó qué hacía allí. No tenía ninguna razón para presentarme en la librería, me dijo, y no debería volver a poner un pie en ella nunca más.
Katherina se removió inquieta en el asiento. Esa descripción del hombre a quien ella había considerado su padre adoptivo durante tantos años distaba mucho de su propia experiencia. Eran dos personas completamente diferentes.
—No puedo entenderlo —dijo ella, sacudiendo la cabeza.
—Tampoco yo. Lo cierto es que aquel hecho me volvió obstinado y pretendí conocer los motivos. A fin de cuentas, él no podía negar que era mi padre, ya que Marianne era mi madre. Supongo que dije un buen número de estupideces y vomité una marea de acusaciones en su contra, pero él permaneció completamente tranquilo y permitió que desahogara toda la rabia antes de jugar su última carta.
Ya habían llegado a la librería. Jon aparcó el coche junto al bordillo de la acera y apagó el motor. Se quedo allí, sentado y con los ojos fijos en la tienda.
—¿Cuál era esa carta? —preguntó Katherina.
Jon hizo una mueca.
—Dijo que no soportaba verme. Le recordaba demasiado a mi madre. Cada vez que me miraba, le volvía a la mente la forma en que ella había muerto, y la culpa por no haber podido ser capaz de evitarlo.
Katherina se había enterado del suicidio de Marianne por Iversen, pero Luca jamás había hecho la más mínima alusión al asunto.
—Oh —exclamó ella—. ¿Qué se puede responder ante algo semejante?
—A Jos dieciocho años, nada —replicó Jon con un profundo suspiro—. Simplemente me quedé callado y salí de la tienda… y de su vida.
Siguieron sentados allí durante un momento, escuchando los ronquidos de Paw. Como si respondiese a una orden, el sonido se hizo algo errático y luego el joven despertó lanzando un gruñido, seguido de un ruidoso bostezo.
—¿Hemos llegado? —preguntó, estirándose todo lo que podía en tan reducido espacio.
—Sí, ya estamos de vuelta —confirmó Jon.
Paw se inclinó hacia delante y se apoyó entre los respaldos de los asientos; miró primero a Jon, luego a Katherina.
—Entonces, ¿no vamos a bajar?
Katherina abrió la puerta y descendió, seguida de Paw.
—Pasaré mañana —dijo Jon antes de que ellos se despidieran y cerraran de golpe las puertas.
Paw temblaba de frío, mientras Katherina miraba el coche de Jon alejarse.
—¿Qué haces? ¿Vamos hacia el mismo lado? —le preguntó Paw, dirigiéndose a su bicicleta.
—No, me quedo aquí esta noche.
—¿Crees que es una buena idea? —replicó Paw—. Podrían volver.
—Exactamente —contestó ella.
Paw sacudió la cabeza.
—Pues bien, sigue adelante y juega a la heroína, si quieres. Yo necesito recuperar algo de sueño —dijo justificándose—. ¿Estarás bien sola?
Katherina se limitó a asentir.
Al despertar por la mañana, aún estaba todo oscuro a su alrededor. Tardó varios minutos en darse cuenta de dónde se encontraba. Los paneles de madera que tapiaban los escaparates de Libri di Luca no permitían filtrar la luz. La cama plegable crujía ante el más mínimo movimiento de su cuerpo, pero no le había impedido dormir. Recordaba que había luchado contra la cama en el momento de armarla, pero no se acordaba de haberla hecho ni de haberse quitado los zapatos.
El sonido del tráfico de la calle penetró en la oscuridad. Se quedó escuchando durante un rato antes de desembarazarse de las mantas y de sentarse sobre la cama. Tras ponerse los zapatos y el jersey de lana, se acercó para encender la lámpara del techo.
La librería aún presentaba un triste espectáculo. El trozo de alfombra que faltaba parecía una herida abierta, y tanto las cristaleras tapiadas como la cama plegable hacían que el espacio adoptase el aire de un escondrijo improvisado para antigüedades durante un bombardeo más que una librería.
Abrió la puerta y salió. No había ni una nube en el cielo, pero la tienda todavía estaba a la sombra de los otros edificios y, en consecuencia, el frío penetraba punzante. Podía ver su propio aliento, y durante un momento dio pequeños saltos sobre el pavimento delantero para entrar en calor. Ya eran las once pasadas, de modo que Libri di Luca debería haber estado abierta desde hacía al menos dos horas, pero el lamentable estado de la fachada sin duda habría mantenido alejado a cualquier potencial cliente.
Katherina dejó la puerta entornada y comenzó a poner orden en el interior de la tienda. Los libros que normalmente estaban expuestos sobre las mesas cercanas a la entrada habían caído al suelo, por ello comenzó por disponer una mesa donde colocarlos. Incapaz de clasificarlos por autor o título, los fue reuniendo en hileras sin criterio.
Pasó el resto del día limpiando, con una pausa para el almuerzo en la pizzeria vecina, a la espera de clientes. Sólo dos desafiaron las tapiadas cristaleras para echar un vistazo dentro, pero estaban evidentemente distraídos por los efectos de la devastación y se marcharon de la tienda sin comprar nada.
Jon apareció al final del día. Presentaba oscuras ojeras y no parecía haberse afeitado. Su traje, por lo demás, parecía impecable, al menos hasta que se desató el nudo de la corbata y se abrió el botón superior de la camisa azul.
—¿Un día difícil? —le preguntó Katherina después de que se saludaran, y Jon se dejó caer en el sillón de cuero con un profundo suspiro.
—Supongo que se podría decir algo así —afirmó, cerrando los ojos—. ¿Y qué tal por aquí? ¿Algún problema?
Katherina le hizo un resumen de su día, en el que empleó menos de un minuto.
—Bien —dijo Jon, abriendo los ojos—. Tenemos que volver a instalar los cristales del escaparate. Mañana trataré de conseguir los servicios de un cristalero.
—¿Has tenido noticias de Kortmann? —le preguntó Katherina.
—Me telefoneó cuando salía. Hay una reunión en… —Miró su reloj—. Media hora.
—¿Aquí?
—No, en algún sitio en Osterbro. Una biblioteca —respondió Jon, y añadió con una sonrisa—: ¿Dónde si no?
La biblioteca estaba en Dag Hammarskjölds Allé, frente a la embajada norteamericana. Grandes ventanales daban a la calle, de forma que los transeúntes podían observar libremente los estantes llenos de libros y las cajas de cómics que se acumulaban en el interior. Desde fuera, Jon y Katherina pudieron ver que había todavía bastante gente en la biblioteca, a pesar de que sólo faltaban diez minutos para la hora de cierre.
Katherina siguió a Jon por un vestíbulo de unos cinco metros de largo, hasta la puerta de entrada real. Hacía mucho tiempo que ella no entraba en una biblioteca. Sus poderes las convirtieron en una experiencia fatigosa. A pesar de que ella era muy buena en el bloqueo de todas aquellas impresiones, todavía podía percibir un persistente rugido de fondo que se negaba a marcharse. Los libros en sí mismos no le proporcionaban ninguna alegría. Muchos estaban plastificados, y la calidad de las portadas era tan insignificante como impersonal.
Justo cerca de la entrada había un mostrador donde una única bibliotecaria ayudaba a los últimos usuarios. Era una mujer de aproximadamente cincuenta años, con el pelo largo rubio y un par de gafas redondas que resultaban demasiado grandes para su cara estrecha y pálida. Katherina tenía la impresión de conocerla, y cuando sus ojos se cruzaron, la bibliotecaria le sonrió y le hizo una ligera inclinación. Prosiguieron su camino, pasando por delante del mostrador.
A la derecha se encontraba la hemeroteca, un recinto acristalado en donde periódicos y revistas eran exhibidos a lo largo de las paredes. En el centro de la sala, había mesas y sillas donde los lectores podían hojear los diarios o seleccionar las revistas para su lectura.
—Kortmann —susurró Jon, mirando fijamente a un hombre que les daba la espalda, sentado ante una de las mesas.
Al observarlo con mayor atención, Katherina descubrió que el hombre estaba sentado en una silla de ruedas.
—¿Y ahora? —murmuró ella desde atrás.
—Creo que comenzaremos después de que cierre la biblioteca —dijo Jon en voz baja—. Separémonos.
Katherina asintió y empezó a moverse despacio; abandonó la hemeroteca para dirigirse a la sección de literatura infantil. Jon se dirigió en la dirección opuesta. Ya había anochecido, y el reflejo del neón sobre el techo hacía que los grandes ventanales pareciesen superficies de cristal negras y opacas. Katherina tenía la sensación de que alguien la observaba desde fuera, en la oscuridad, mientras caminaba por delante de la sección de los tebeos. Se entretuvo un tiempo hojeando algunos de los cómics, mientras con el rabillo del ojo controlaba la actividad de las otras personas presentes en la biblioteca. En la sección de narrativa, un hombre que rozaba la cuarentena había hundido la nariz en un grueso volumen. —El nombre de la rosa a juzgar por los pequeños fragmentos que le llegaron—. Cautelosamente, Katherina concentró sus poderes en él y tuvo la clara sensación de que también él se limitaba a matar el tiempo. Cuando ella se giró para estudiarlo mejor, él alzó la vista de inmediato, como si supiese de quién se trataba. Luego volvió a esconder la mirada rápidamente, dejó el libro y siguió su camino a lo largo de las estanterías.
Katherina siguió recorriendo la biblioteca y encontró a varias personas más que daban un paseo entre los libros sin intención alguna de cogerlos para su lectura. Además del hombre de los cuarenta y pico, había una pareja treintañera sumida en una conversación discreta al final de uno de los pasillos, una muchacha adolescente en la zona de los cómics y un hombre de rasgos asiáticos que vagaba en torno a la sección de ensayos. Ninguno de ellos estaba concentrado en lo que leían, y todos siguieron enviando penetrantes miradas de vez en cuando a todos los que les rodeaban.