—Estoy bien —respondió—. Sólo desilusionado, eso es todo. —Giró de nuevo la mirada hacia las casas—. Tenemos que conseguir a los otros —señaló—. A ser posible, antes de que Kortmann lo haga. Tenemos que saber cuántos están con nosotros.
Jon asintió moviendo la cabeza. Ellos no tenían ni idea de lo grande que podía ser la Organización Sombra, pero estaba seguro de que tres personas eran muy pocas para enfrentarse a ella.
—Kortmann me dio una lista de todos los transmisores —dijo—. Podemos empezar por el primero.
—Excelente —dijo Iversen—. Tenía miedo de no poder recordar todos los nombres. —Vio los ojos de Jon en el espejo retrovisor—. Pero creo que será mejor que sea yo quien se ponga en contacto con ellos.
—Está bien —aceptó Jon.
—¿Con cuántos crees que podemos contar? —quiso saber Katherina.
—No tengo la menor idea —respondió Iversen—. Cada persona tomará su propia decisión. No podemos esperar que todos crean este tipo de historia, pero ése no es probablemente el único factor que entrará en juego. Algunas personas ya están descontentas con Kortmann, pero sin duda otros nos crearán problemas. —Dejó escapar un suspiro—. Me temo que Paw será uno de ellos.
—Puedo vivir sin él tranquilamente —farfulló Katherina.
—¿Y qué me dices de los receptores? —preguntó Jon—. ¿Podemos contar con ellos?
—Estoy segura de que sí —respondió Katherina—. Por supuesto, habrá algunos escépticos, pero creo que nos apoyarán. Haré que Clara convoque una reunión lo antes posible.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —se ofreció Jon.
—Tú puedes seguir entrenándote —sugirió Katherina, sonriendo.
Parecía que habían pasado varios años desde que Jon había ido al cementerio Assistens con Iversen. Entonces él tenía una carrera y se encontraba en un bendito estado de ignorancia.
También albergaba una intensa ira contra el padre que, según creía, lo había abandonado. La ira ya había desaparecido, Jon se daba cuenta de ello, o por lo menos se había transformado en otra cosa. Lo que quedaba era la amargura de no haber sabido antes determinadas cosas, pero su ira, en ese momento, estaba dirigida a otros objetivos: las causas de las muertes de sus padres.
Luca había sido enterrado junto a Armando, pero había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que Jon había visitado la tumba de su abuelo paterno, de modo que necesitó un buen rato para encontrar el lugar exacto. Las dos lápidas estaban junto al muro exterior del cementerio y alrededor de ellas había una valla de hierro forjado, de un metro de altura y de sólido aspecto. Muchas de las otras tumbas dispuestas a lo largo del muro estaban cubiertas de hiedra, pero el lugar de los Campelli había sido limpiado recientemente y las piedras de granito oscuro se elevaban orgullosamente sobre la grava blanca como si fuera un jardín japonés. Un solo ramo mustio reposaba delante de la lápida de Luca.
La inscripción había sido grabada con letras doradas, que sobriamente conformaban el nombre de Luca, fecha de nacimiento y fecha de fallecimiento. La «L» de su nombre y la «C» de su apellido tenían la forma de pequeños pictogramas de líneas curvas, como las mayúsculas iniciales de los libros antiguos.
El sol brillaba en un cielo despejado y hacía frío. Afortunadamente el muro ofrecía protección a los árboles y arbustos circundantes del fuerte viento, pero, de todas formas, hacía mucho frío; quizá por eso no se veía a nadie más en el cementerio.
Jon permaneció allí unos minutos, mirando la tumba en silencio. No estaba del todo seguro de por qué había elegido aquel lugar para su entrenamiento. Su apartamento le resultaba demasiado cerrado, y ya que se suponía que debía leer a solas, se sentía un poco más tranquilo sabiendo que estaba en un lugar donde no había aparatos eléctricos. O tal vez fuese para demostrarle algo a Luca. A decir verdad, no lo sabía, pero ahora que estaba allí, estaba a gusto.
Se sentó sobre una piedra al sol y metió la mano en su abrigo para sacar el libro que había cogido de los que Iversen había seleccionado para él. Era
La Divina Comedia
, uno de los libros favoritos de Luca, y aunque se trataba de un pequeño ejemplar de bolsillo, era indudable que había sido encuadernado amorosamente. El cuero era de un color rojo profundo y el título había sido estampado en tipografía negra.
Jon abrió el libro al azar y empezó a leer. Notaba una extraña sensación al leer en voz alta entre las tumbas, pero estar sentado entre los árboles, los arbustos y las pesadas piedras le daba una cierta seguridad. Allí no temía ser observado o escuchado por casualidad. Estaba solo y podía concentrarse en su lectura.
Poco a poco, descubrió hasta dónde podía llegar, pero tardó algo de tiempo en encontrar su estilo en forma de versos, lo que hacía difícil insuflar alguna emoción. Al cabo de tres o cuatro páginas, encontró finalmente el ritmo y el nivel de concentración que le daba al papel su aspecto de cristal y las sombras detrás de él empezaron a aparecer como figuras en una niebla matutina. Se concentró en ellas hasta que se volvieron tan nítidas como siluetas de papel recortado.
Era muy probable que Iversen y Katherina estuvieran en ese mismo momento reuniendo partidarios…, y aparentemente no necesitaban su ayuda. Tenía la sensación de estorbarles. En ese sentido, era agradable apartarse durante un rato, en parte para no arruinar nada de lo que ellos estuvieran haciendo, y en parte, simplemente, para pasar un tiempo solo. De todas formas, era frustrante no poder hacer algo.
Después de algunas páginas más, empezó a hacer que sus poderes fueran más lejos, a romper la superficie de cristal en la que se movían las imágenes. Tuvo la misma sensación de poder que había percibido durante su activación. La lectura avanzaba por sí sola; podía concentrarse en añadir color a la historia. Lentamente empezó a adornar las descripciones de los personajes y los áridos ambientes en los que esas personas se hallaban. No había resistencia, pero todo el tiempo se contenía un poco a sí mismo. Como un montador de películas, trataba de crear transiciones lentas entre las escenas en lugar de cambios repentinos.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado leyendo, pero cuando dejó el libro a un lado, ya no le daba el sol. Tenía la garganta seca y los dedos que habían estado sujetando el libro estaban fríos y casi entumecidos. Los llevó a los labios y se echó el cálido aliento sobre ellos. Todo a su alrededor estaba en sombras, y era difícil ver los detalles, pero cuando sus ojos se posaron en la tumba de Luca, se quedó helado y contuvo la respiración.
Los barrotes de la valla que rodeaba la tumba, que antes habían estado rectos y verticales, estaban doblados, estirados y retorcidos como remolinos y olas. Cualquiera que no hubiera visto la tumba antes seguramente no habría notado nada anormal, aparte de la habilidad artística que se habría necesitado para retorcer las barras de metal de una manera alucinada.
Jon echó un vistazo a su alrededor, casi esperando ver allí un equipo de herreros riéndose de él, pero lo único que se movía eran las copas de los árboles, balanceándose en el viento.
Cuando se puso de pie, se dio cuenta de una abrumadora sensación de fatiga, pero se sentía suficientemente bien para acercarse a la valla y observarla con detenimiento. No había nada visible en el propio metal. Parecía que siempre había tenido ese aspecto, corroído por el viento y el clima.
Con cautela se inclinó y tocó las barras de hierro con la punta de los dedos.
El metal estaba helado.
Aunque había más de treinta personas en el Centro de Estudios de Dislexia, reinaba tanto silencio que Katherina estaba segura de que todos podían escuchar los latidos de su corazón. Ella acababa de relatar los descubrimientos hechos por ellos con respecto al material de Remer y el rechazo definitivo de Kortmann. Y permaneció a la espera de la opinión de los receptores. No estaban presentes muchos amigos de Kortmann, pero la credibilidad de ella dependía de si ellos aceptaban o no la teoría de la Organización Sombra. Era raro que ella hablara tanto tiempo sin interrupción y varias veces se había visto obligada a beber un poco de agua para eliminar la sensación de sequedad en la garganta.
Clara, quien, como de costumbre, eficientemente había logrado reunir a los receptores para esa ocasión, fue la primera en hablar, después de un ligero carraspeo.
—¿Estás segura de que ese Remer es un transmisor? —preguntó, mirando atentamente a Katherina.
—Para nosotros, decididamente, no hay ninguna duda —respondió la joven.
—Pero no lo habéis sometido a prueba, ¿verdad?
—No.
Clara asintió con un gesto. Varios de los presentes juntaron sus cabezas para intercambiar susurros.
No lo habían sometido a prueba por la simple razón de que Jon era el único que había tenido algún contacto con Remer, y eso había sido antes de su activación, de modo que no había tenido ocasión de descubrir los poderes del empresario. Además, un receptor tenía que confirmar, más allá de toda duda, si un individuo era un Lector o no.
—Esperaba una prueba más concreta —dijo Clara, recorriendo con los ojos las dubitativas caras que la rodeaban.
—Y yo esperaba poder proporcionarte esa prueba —admitió Katherina—. Pero creímos que era mejor presentar la información a todos lo más pronto posible, incluidos los transmisores.
Notaba el cuerpo tenso y sus ojos buscaron aliados en la habitación. La mayoría bajó la vista cuando ella los miró; otros le sostenían la mirada con expresión expectante, como si creyeran que en cualquier momento fuera a desmoronarse o a entregar la prueba definitiva. Consideró de qué manera habría reaccionado ella misma si alguien le hubiera contado esa historia. Probablemente de una forma bastante parecida. No era tan extraño que se mostraran tan escépticos, de modo que no se podía permitir que la invadiera el desaliento.
—Creo… —Clara levantó la voz para ser escuchada por encima del murmullo que había comenzado a aumentar—. Creo que no podemos permitirnos quedarnos sentados sin hacer nada al respecto. —Todos guardaron silencio—. Si hay algo de verdad en la existencia de esta Organización Sombra, entonces tenemos que reaccionar. No estoy segura de qué manera, pero no podemos fingir que no está ocurriendo nada.
A Katherina le entraron ganas de saltar y ponerse a bailar con aquella encantadora mujer. Por un momento llegó a creer que todos le darían la espalda, como le había pasado a Iversen, pero había sido una tonta al pensar que aquellas personas, que se habían ayudado unas a otras en tantas ocasiones, iban a abandonarla en el momento en que más las necesitaba. Sintió un nudo en la garganta y bebió un poco de agua para ocultar su propia reacción.
—Entonces, ¿qué hacemos? —quiso saber Clara.
Katherina se aclaró la garganta.
—Iversen está tratando de descubrir cuáles son los transmisores que están de nuestro lado —explicó—. Esperamos reunirnos todos más tarde en Libri di Luca.
Clara asintió con un movimiento de cabeza.
—Luca lo habría querido así —continuó—. Un reencuentro en su propia librería.
—Probablemente no sea tanto un reencuentro como una reunión de un grupo totalmente nuevo —admitió Katherina con и» tristeza—. No creo que Iversen tenga mucha suerte tratando de arst conseguir que los transmisores se unan a nosotros. Muchos neta de ellos son leales a Kortmann y no le creerían aunque la Organización Sombra repartiera tarjetas de visita.
—En el grupo de William siempre han estado divididos —señaló Clara con tristeza. Recorrió los rostros de los receptores—. Tenemos que hacerles sentir que son bienvenidos. Ésta es nuestra oportunidad de terminar el trabajo que Luca empezó.
Iversen estaba colocando sillas en Libri di Luca cuando Katherina regresó de la reunión con los receptores. Había pasado ya la hora de cerrar, pero no había echado la llave a la puerta y las luces estaban encendidas.
—¿Cuántas crees que vamos a necesitar? —preguntó Iversen, echando una mirada de preocupación al montón de sillas que no habían sido todavía dispuestas.
—Vendrán todos los receptores —informó Katherina con orgullo.
Iversen le dirigió una mirada agradecida y sonrió con alivio.
—Bien hecho, Katherina. ¿Te ha resultado difícil?
—Realmente no, pero todavía se muestran escépticos. ¿Cómo te fue con los transmisores?
La sonrisa en el rostro de Iversen desapareció y bajó la mirada hacia el suelo.
—Muy mal. Kortmann ya había hablado con muchos de ellos. —Dejó escapar un suspiro—. Van a venir cinco, tal vez un par más, que todavía no han tomado ninguna decisión.
—¿Y Paw?
Iversen parecía preocupado y sacudió la cabeza.
—No deberíamos contar con él.
—¿Por qué no? —exclamó Katherina.
Aunque no siempre se llevaba bien con Paw, le sorprendía que él se alejara de quienes lo habían ayudado cuando él más lo necesitó.
—Estaba enfadado —explicó Iversen—. Ya sabes cómo es. Siempre de mal genio e intolerante. Asegura que los receptores fueron los culpables de todo aquello y que tú nos habías manipulado a todos.
Katherina apretó los dientes.
—Podemos estar muy bien sin él.
—Por supuesto que podemos —estuvo de acuerdo Iversen—. Pero yo esperaba… —No terminó la frase.
—Tal vez vuelva. Tal vez todos vuelvan, en cuanto consigamos las pruebas.
—Espero que tengas razón.
Cogió la siguiente silla del montón.
Katherina le ayudó a colocar el resto de las sillas. Había sitio para cuarenta personas en la parte delantera de la tienda, aproximadamente el mismo número de asistentes habituales a las sesiones vespertinas de lectura en Libri di Luca. No eran sillas precisamente cómodas, pero las lecturas eran siempre tan cautivadoras que, al cabo de un rato, la audiencia se olvidaba de la incomodidad. Sólo después se percataban de lo doloridos que estaban sus cuerpos, una molestia extrañamente agradable que compartían y que los hacía sonreír entre ellos cuando estiraban los miembros durante las pausas.
Uno a uno los Lectores comenzaron a llegar. Inclinaban la cabeza saludándose entre ellos para luego ponerse a pasear entre las estanterías, examinando los libros. Katherina permaneció en el pasadizo, recibiendo la corriente de títulos, nombres de escritores y fragmentos de textos que emergían. Rápidamente se mezclaron para formar un incomprensible parloteo, como una tienda llena de radios, todas sintonizadas en emisoras diferentes. Hizo enmudecer la recepción para concentrarse, en cambio, en las expresiones de los rostros allí presentes. Muchos de ellos estaban nerviosos y sus ojos revoloteaban por encima de los lomos de los libros sin absorber lo que estaba impreso en ellos. Aquellos que trataban de leer algún pasaje de algún libro lo hacían sin mucha concentración. Katherina reconoció a Henning de la reunión de los transmisores. Había llegado temprano, vistiendo un traje gris y camisa blanca, y su pelo parecía mucho más oscuro de lo que ella recordaba. Cuando la vio, la saludó cortésmente con una inclinación de cabeza, y ella percibió que procuraba mantenerla siempre a la vista, siguiéndola con la mirada a cualquier sitio de la tienda a donde ella fuera. Aunque tal vez se estuviera volviendo un poco paranoica.