—Buenos días, Campelli —dijo Frank Halbech en un tono grave tan pronto como Jon hubo cerrado la puerta y se hubo sentado delante de su jefe—. Muy amable por tu parte hacernos ver que sigues vivo.
Jon, que se había preparado para defenderse y justificar su ausencia, asintió.
—Sí, me he permitido tomarme algunos días. Había todavía algunos asuntos importantes relacionados con la muerte de mi padre, y dado que el caso Remer no puede avanzar mientras el actor principal no nos entregue la información que necesitamos, pensé que no habría inconvenientes.
Halbech permaneció impasible, limitándose a observar a Jon con una mirada penetrante.
—He tratado de convencerlo para que conteste a mis preguntas —continuó Jon—. Pero o no está disponible o sigue mezclando otras cosas que nada tienen que ver con el caso.
—Su versión es diferente —dijo Halbech, apoyándose en el respaldo de la silla y cruzando los brazos—. Hablé con él ayer, ya que no estabas en la oficina. Quiere apartarte del caso.
Jon hizo todo lo posible para ocultar su sorpresa.
—Remer sostiene que eres indiferente, perezoso y superficial; dice que no te tomas su caso en serio. Según él, ha estado disponible todo el tiempo, y fue él quien trató de ponerse en contacto contigo para saber qué estaba sucediendo.
Jon sacudió la cabeza.
—No es así como han sucedido las cosas. Fue Remer quien ha eludido todo contacto, hasta el punto de que resulta imposible encontrarle. Ni siquiera contesta mis correos electrónicos.
—Vale, pero algo habrás hecho para cabrearlo, Campelli —aventuró Halbech, inclinándose ahora hacia delante—. Remer deja mucho dinero en este bufete. Tanto, que no podemos permitirnos perderlo debido a los asuntos familiares de uno de nuestros empleados. Desde luego, lamento mucho la muerte de tu padre, pero no puedes dejar que eso afecte a tu trabajo.
—No creo que se haya visto afectado —replicó Jon—. Puedo mostrarle la correspondencia que…
—Olvídalo —zanjó Halbech—. La conozco. Remer me leyó algunos pasajes y debo admitir que hubiese esperado que usaras un tono más profesional con nuestro mejor cliente.
Jon le miró con los ojos como platos.
—¿Se los leyó? —preguntó.
—Sí —confirmó Halbech irritado.
—¿Por teléfono?
—No —contestó Halbech, ya claramente molesto—. Te he dicho que él estuvo aquí ayer. Tenía las copias de vuestra correspondencia, y me mostró unos ejemplos, y debo decir que…
Jon ya no lo escuchaba. Imaginó a Remer sentado en la misma silla en la que estaba él leyéndole en voz alta a Halbech, socio del bufete de abogados donde trabajaba, que habría escuchado atento y bien dispuesto lo que la gallina de los huevos de oro de la empresa le tenía que decir. Jon sabía qué efecto podía tener el tono del texto, considerando incluso sus ausencias del trabajo durante la última semana. Pero si, como sospechaba, Remer era un transmisor, Halbech no habría tenido ni una posibilidad. Al no estar allí para contrarrestar lo que Remer había mostrado como documentación, Halbech parecía sinceramente convencido de que la razón estaba de su parte, como si él tuviese su propia opinión sobre el material y hubiese sacado sus propias conclusiones.
—… y por eso hemos decidido apartarte del caso —concluyó Halbech.
—Vale —dijo Jon, resignado, comenzando a levantarse.
—A decir verdad… —prosiguió Halbech, alzando la voz, lo cual indujo a Jon a permanecer en su silla—. A decir verdad, hemos debido reconsiderar tu posición.
Jon miró fijamente al hombre que estaba detrás del escritorio.
—Este bufete no puede permitirse el lujo de tener a gente que no toma en serio a nuestros clientes —afirmó Halbech sin parpadear—. Los clientes vienen a nosotros porque, por un motivo u otro, se encuentran en un aprieto, y es nuestra principal obligación tratarlos profesionalmente. Si se extiende el rumor de que no asumimos con la debida seriedad nuestro trabajo, sea verdad o no, supondrá nuestro fin en este negocio.
—¿Qué intenta decirme?
—Que estás despedido —dijo Halbech de manera cortante sin quitarle los ojos de encima—. Relevado de tus deberes. Recoge tus cosas y abandona inmediatamente el edificio.
No había nada que hacer, Jon lo sabía; no hubiese servido de nada intentar argumentar o explicar. Esta vez había ganado Remer, no cabía duda. Jon bajó la mirada y se fijó en sus manos, como si ellas fueran las que le hubiesen impedido trabajar. Sintió crecer una rabia violenta en su interior, y apretó los dientes. Halbech no era el enemigo en este asunto, él simplemente estaba convencido de que lo hacía por defender sus intereses. Jon asintió.
—Bien —dijo, y se levantó.
—Jenny te acompañará a la salida —dijo Halbech, señalando la puerta—. Adiós, Campelli.
Jon se dio la vuelta sin despedirse y alcanzó la puerta. Fuera, con los ojos húmedos, Jenny lo esperaba retorciéndose las manos.
—Lo siento mucho, Jon —dijo ella de inmediato.
—Está bien, no te preocupes —respondió Jon, dándole un abrazo.
La secretaria temblaba ligeramente, y se apoyó en él durante un buen rato, hasta que, con delicadeza, Jon carraspeó.
De mala gana, Jenny lo liberó.
—Debo pedirte el móvil y las llaves del coche —explicó ella, sofocando un sollozo y con una mirada avergonzada.
Jon asintió.
Diez minutos más tarde se encontraba en la calle, sin trabajo, sin coche y sin móvil. Casi no podía decidir cuál de esas pérdidas era la mayor. El trabajo le había asegurado un cierto nivel de vida; el coche, la posibilidad de trasladarse, pero sin el móvil se sentía muy solo, como expulsado del flujo informativo e incapaz de entrar en contacto con alguien que pudiera ayudarle. Evidentemente, sabía que era una tontería, pero tardó bastante tiempo en encontrar una cabina telefónica que funcionara, y cuando finalmente halló una, decidió olvidar el asunto. En parte porque no sabía a quién llamar —todos sus números estaban almacenados en la agenda del móvil que acababa de entregar—, y en parte porque, de repente, le pareció demasiado indiscreto hablar desde una cabina telefónica en medio de Straget, una calle peatonal (aunque no hubiese tenido reparo en usar el móvil en ese mismo lugar).
Jenny le había conseguido un vale para coger un taxi, pero él lo olvidó en el bolsillo y se volvió a casa a pie. Caminando tenía la posibilidad de ordenar sus pensamientos. La rabia todavía invadía su interior como un dolor de estómago, pero al menos sabía contra quién dirigirla: Remer y la Organización Sombra. Habían logrado destruir la vida de Luca y ahora también pretendían hacer lo mismo con la suya. Le habían quitado aquello que más amaba, su trabajo, o eso era lo que ellos creían. A decir verdad, Jon había empezado a tener sus dudas. Los acontecimientos de los últimos días habían desplazado su carrera de abogado a un segundo plano, y ya no estaba tan seguro de dónde colocar su pasión. Pero tampoco se iba a resignar fácilmente.
Al llegar a su apartamento, llamó a Katherina.
Desde aquel momento, todo sucedió muy rápido. Katherina lo volvió a llamar en menos de diez minutos. Ella había hablado con Iversen, que iba a ser dado de alta ese mismo día, y había sugerido de inmediato que se realizara la activación —o la sesión, como la llamaban— al día siguiente. Jon preguntó si debía hacer algo para prepararse, pero el único consejo que Katherina pudo darle fue que se relajara. Y eso fue exactamente lo que hizo, ayudado por una botella de vino tinto. Concluyó la jornada durmiendo en el sofá, donde despertó la mañana siguiente.
Bajo la luz del sol, todo parecía diferente. Dos o tres veces pensó en llamar a Frank Halbech para explicarle cómo eran las cosas, pero cada vez que intentaba imaginar el rumbo que tomaría la conversación, perdía el interés. Además, sentía un fuerte dolor de cabeza que le impedía pensar con claridad, y eso le recordó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se había bebido él solo una botella de vino entera.
La sesión tendría lugar en Libri di Luca tras la hora de cierre, y para entonces su resaca ya habría desaparecido. Por la tarde, Jon comió un grueso filete de ternera Stroganoff, que, por primera vez, preparó en su cocina. Luego, tomó un taxi a Libri di Luca, donde Iversen le esperaba.
Excepto un par de cortes en la cara, el anciano era el mismo de siempre, ni siquiera mostraba signos de cansancio tras todo un día en la tienda después de haber estado en el hospital.
—Es maravilloso volver a estar aquí otra vez —dijo, sonriendo feliz mientras miraba a su alrededor—. Katherina ha sabido cuidar muy bien de todo. Le he dado el día libre, pero ellos estarán aquí para la activación, tanto ella como Paw.
—¿Es necesario? —preguntó Jon, que comenzaba a sentirse incómodo.
—Cuantas más personas participen, mejor —explicó Iversen—. Katherina, en particular, es muy importante. Como receptor, ella tiene la capacidad de controlar tus poderes en caso de que resultes un transmisor como tu padre.
—¿Y si no lo soy?
—Si eres un receptor, como Katherina, deberemos proceder con mayor cautela. No porque corras peligro, pero sí podría haber algún riesgo para mí, como lector del texto que utilizaremos. En el momento de la activación, no sabrás cómo controlar tus nuevos poderes.
—¿Y si resulta que no tengo ningún tipo de poder?
—Estoy seguro de que lo tienes, Jon. Ya he percibido algo en ti. La tradición Campelli induce a pensar que eres un transmisor, pero no será posible saberlo hasta que la sesión haya terminado.
—¿Es doloroso?
—No, si estás relajado y abierto —contestó Iversen—. Pero si tratas de resistir, la activación podría resultar dolorosa. Si te bloqueas por completo, no seremos capaces de realizarla, no importa cuánto te presionemos para ello. La mayor parte de la gente, naturalmente, está un poco nerviosa al principio y tiene dificultades para abandonarse, pero una vez que lo consiguen, se relajan y todo es más fácil, por lo general sin dolor alguno.
—Por la forma en que hablas, parece que has participado en bastantes sesiones.
—Para ser exactos, sólo en tres. —Iversen se rió algo avergonzado—. Y una de ellas fue la mía.
Jon también se rió.
—Me siento mucho mejor ahora.
Iversen examinó a Jon con atención.
—No tenía la intención de ponerte nervioso, pero la verdad es que esto no es una ciencia exacta. Hay muchas cosas que aún no entendemos. Pero estás en buenas manos, Jon. Al más leve indicio de que algo no está funcionando como corresponde, detendremos de inmediato todo el proceso.
—Espero que no vayas a detener todo sólo porque frunzo el ceño. Estoy listo para hacer lo que sea necesario, aunque tenga que soportar un poco de dolor.
—Vamos a esperar y ver, Jon. Tranquilo.
En aquel momento sintieron un golpe y ambos se giraron hacia la puerta, de donde provenía el sonido. Katherina entró envuelta en un largo abrigo oscuro. Abrazó a Iversen y luego, sonriendo, le ofreció la mano a Jon. Él la tomó y la atrajo para darle un abrazo. Estaba contento de verla otra vez, tan contento que cuando se separó tuvo que desviar la mirada hacia el suelo.
—Bien, ¿estás listo? —preguntó Katherina, deshaciéndose de su abrigo y colocándolo sobre la caja.
Debajo llevaba un jersey azul, un par de vaqueros cómodos y botas cortas negras.
—Tan listo como se pueda estar —dijo Jon, encogiéndose de hombros.
—No te preocupes, lo haremos de forma que salgas vivo —bromeó ella.
—Bueno, pues no dejéis de repetírmelo.
Katherina fue abajo mientras los dos hombres se quedaban en la caja.
—Bien, entonces sólo falta Paw —dijo Iversen, mirando detenidamente por el ventanal.
No tuvieron que esperar más que un par de minutos antes de que Paw apareciera por la puerta, haciendo sonar las campanillas.
—Hola, Svend. Hola, Jon. —Ambos le devolvieron el saludo—. Hermosa noche para una activación, ¿eh? Sí, digo, viento, lluvia y tal vez, si tenemos suerte, habrá algunos truenos.
Iversen sonrió.
—Entonces, ¿no sería más conveniente hacerla al aire libre?
—No, así está bien, Svend —dijo el joven, arrojando su chaqueta de cuero encima del abrigo de Katherina, sobre la caja—. ¿La princesa ya está aquí?
—Abajo —contestó Iversen—. Te esperábamos a ti.
Paw pareció pensar un momento en estas palabras, pero entonces aplaudió y miró a Jon.
—Vale, entonces, comencemos.
Jon y Paw empezaron a moverse mientras Iversen cerraba la puerta con llave y apagaba las luces de la tienda.
—¿En cuántas activaciones has participado? —le preguntó Jon cuando llegaron a la escalera.
—Sólo en una —dijo Paw—. La mía propia. Pero no estaba realmente consciente mientras ocurrió. Un psicópata me atacó en Stroget golpeándome la cabeza contra los adoquines, y desperté de un coma tres semanas más tarde… —Paw hizo chasquear los dedos—. ¡Bam! Ya estaba hecho. —Comenzó a bajar las escaleras—. Tardé algún tiempo en comprender de qué iba todo esto, ya que sentía que había algo extraño. Pero dentro de poco sabrás de qué hablo. Sólo espera y verás. —Paw se rió.
Habían alcanzado el pie de la escalera y siguieron por el corredor oscuro hasta la puerta de roble que conducía a la biblioteca. Una luz débil llegaba desde la entrada.
—Hola, Kat —saludó Paw al entrar.
Jon lo siguió. Las luces estaban atenuadas y la sala aparecía iluminada casi exclusivamente por velas ubicadas sobre la mesa y sobre algunos libros sin valor.
—Es sólo para crear ambiente —dijo Katherina—. Esto no tiene ninguna importancia para la activación —añadió sonriendo.
—Pero está muy acogedor —gritó Paw, dejándose caer sobre una silla—. Todo lo que necesitamos ahora es algo de incienso y té de hierbas.
Katherina no le hizo caso y extrajo un libro de la vitrina que tenía delante.
—¿Has leído esto? —le preguntó alcanzándole el volumen.
Él cogió el libro y lo examinó. La cubierta era de cuero negro, y aunque no entendía demasiado, comprendió que era una obra de alta calidad. Giró el volumen para observar el título: se trataba de
Don Quijote
.
—No —dijo Jon finalmente—. Nunca lo he leído.
—Es una vergüenza —le recriminó ella—. Es un clásico. Iversen me lo ha leído varias veces.
Jon asintió y hojeó las páginas al azar. El papel era grueso y agradable al tacto. Resultaba obvio que se trataba de una edición tratada con el mayor cuidado.