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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (6 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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—Hueles a perro muerto —le dijo Brendan—. ¿Es eso lo que eres, un perro muerto?

Pope no respondió; sus ojos no se apartaron de Catso, quien se dedicó sistemáticamente a vaciarle los bolsillos de la chaqueta y los chalecos y lanzar al suelo polvoriento del túnel una patética colección de recuerdos.

—Karney, ¿quieres revisar todas estas cosas? — ordenó Red—. Fíjate si encuentras algo de valor.

Karney miró fijamente las baratijas y los lazos mugrientos, las raídas hojas de papel (¿acaso sería poeta?) y los corchos de las botellas de vino.

—No es más que basura —dijo.

—Fíjate de todos modos —insistió Red—. En una de ésas, entre tanta porquería igual encuentras dinero. — Karney no se movió—. ¡Fíjate, maldita sea!

A regañadientes, Karney se puso en cuclillas y revolvió la pila de basura que Catso seguía depositando en el polvo. A simple vista logró ver que no había nada de valor, aunque tal vez algunos de los objetos —las viejas fotografías, las notas indescifrables— podían ofrecer una pista de lo que había sido Pope antes de que la bebida y la locura incipiente ahuyentaran los recuerdos. Aunque sentía curiosidad, Karney deseaba respetar la intimidad de Pope. Era lo único que le quedaba al hombre.

—Aquí no hay nada —anunció después de efectuar un rápido examen.

Pero Catso no había concluido su búsqueda; cuanto más revolvía, sus ávidas manos descubrían más capas de ropa sucia. Pope tenía más bolsillos que un mago maestro.

Karney levantó la vista de la pila solitaria de pertenencias y, para su incomodidad, notó que Pope lo miraba. El viejo, cansado y golpeado, ya no protestaba. Tenía un aspecto lamentable. Karney abrió las manos para indicarle que no se había quedado con nada. Como respuesta, Pope inclinó levemente la cabeza.

—¡La encontré! — aulló Catso con aire triunfal—. ¡Encontré a la hija de puta!

Y sacó una botella de vodka de uno de los bolsillos. Demasiado débil como para notar que le había sido arrebatado el suministro de alcohol, o bien demasiado cansado para preocuparse, Pope no formuló ninguna queja cuando le robaron la bebida.

—¿Algo más? — quiso saber Brendan. Había comenzado a reírse tontamente: una risa de tono agudo, indicadora de su creciente excitación—. Tal vez el muy perro tenga más de donde le sacamos ésta —sugirió, soltándole las manos a Pope y haciendo a un lado a Catso.

Este último no hizo objeción alguna por el tratamiento; había conseguido su botella y estaba satisfecho. Rompió el cuello de un golpe, para evitar la contaminación, y comenzó a beber, acuclillado entre la mugre. Red soltó a Pope al ver que Brendan se había hecho cargo de él. Estaba claro que el juego le aburría. Por otra parte Brendan apena comenzaba a tomarle gusto.

Red se dirigió a Karney y, con la punta de la bota, removió la pila formada por las pertenencias de Pope.

—Pura basura —dijo, sin demasiada convicción.

—Sí —asintió Karney, con la esperanza de que la falta de convicción de Red mareara el final de la humillación del viejo.

Pero Red le había arrojado el hueso a Brendan y no era tan tonto como para arrebatárselo otra vez. Karney conocía la capacidad de violencia de Brendan y no sentía deseo alguno de verlo otra vez en acción. Suspirando, se puso de pie y volvió la espalda a las actividades de Brendan. Sin embargo, los ecos del túnel eran demasiado elocuentes: una mezcla de puñetazos y obscenidades susurradas con un hilo de voz. Por experiencias pasadas, sabía que nada detendría a Brendan hasta que su furia se hubiera apagado. Si alguien era tan tonto como para interrumpirlo, acababa siendo víctima.

Red se paseó hasta el extremo más alejado del túnel, encendió un cigarrillo y observó con interés casual cómo castigaban al viejo. Karney echó un vistazo a Catso. Después de permanecer acuclillado, se sentó en medio de la mugre con la botella de vodka entre las piernas extendidas. Sonreía para sí, sordo a la sarta de súplicas que provenían de la boca rota de Pope.

Karney sintió ganas de vomitar. Para no tener que concentrarse en la paliza, más que por genuino interés, volvió a observar las porquerías salidas de los bolsillos de Pope, las revolvió, y recogió una de las fotos para examinarla. Era de un niño, aunque resultaba imposible adivinar si había algún parecido familiar, porque la cara de Pope era casi irreconocible. Había comenzado a cerrársele un ojo al hincharse la moradura. Karney lanzó la foto sobre el resto de los recuerdos. Al hacerlo vio un trozo de cuerda anudada que anteriormente había pasado por alto. Volvió a mirar a Pope. El ojo hinchado se le había cerrado y el otro parecía ciego. Contento de que no vigilara, Karney sacó la cuerda de donde estaba, enrollada como una serpiente en su nido, entre la basura. Los nudos le fascinaban, siempre le habían fascinado. Aunque jamás había tenido habilidad para los acertijos académicos (para él las matemáticas eran un misterio, y los detalles intrincados del lenguaje, igual), siempre le habían gustado los acertijos más tangibles. Si le daban un nudo, un rompecabezas o el horario de trenes, se desconectaba del mundo durante horas. Conservaba ese interés desde la infancia solitaria. sin padre ni hermanos con quienes entretenerse, ¿qué mejor compañía que un rompecabezas?

Le dio vueltas y vueltas a la cuerda, examinando los tres nudos hechos a intervalos de dos o tres centímetros a partir de la mitad de la cuerda. Eran grandes y asimétricos, y no parecían cumplir ninguna finalidad discernible salvo, tal vez, la de infatuar mentes como la suya. ¿Cómo si no podía explicarse su extraña construcción, salvo diciendo que quien hiciera los nudos se las había visto y deseado para crear un problema prácticamente insoluble? Dejó que sus dedos juguetearan con la superficie de los nudos, buscando instintivamente alguna amplitud, pero habían sido pergeñados con tanta brillantez que ninguna aguja, por fina que fuese, podría haber pasado entre los lazos unidos. El reto que presentaban era demasiado atrayente como para pasarlo por alto. Volvió a mirar al anciano. Al parecer, Brendan se había cansado de sus esfuerzos, y mientras Karney lo observaba, lanzó al anciano contra la pared del túnel y dejó que su cuerpo cayera al suelo. Una vez allí, lo dejó tirado. De el emanó un inconfundible olor a cloaca.

—Sí que ha estado bien —sentenció Brendan, como si acabara de salir de una vigorizante ducha. El ejercicio le había cubierto las facciones rubicundas con una capa de sudor; sonreía de oreja a oreja—. Dame un poco de vodka, Catso.

—Se ha terminado —farfulló éste volviendo la botella boca abajo—. No había más que un trago.

—Eres un mierda y un mentiroso —le dijo Brendan sin dejar de sonreír.

—¿Y qué? — repuso Catso, y lanzó la botella vacía a un lado. Se hizo añicos—. Ayúdame a levantarme —le pidió a Brendan.

Éste, sin perder su enorme buen humor, ayudó a Catso a ponerse en pie. Red ya había comenzado a salir del túnel; los demás lo siguieron.

—Oye, Karney… —dijo Catso por encima del hombro—, ¿te vienes?

—Claro.

Se puso de pie, sin despegar los ojos de la figura inerte repantigada sobre el suelo del túnel, intentando encontrar una pizca de conciencia. No logró ver nada. Echó un vistazo a sus compañeros: los tres le daban la espalda mientras caminaban por las vías. Rápidamente, Karney se metió los nudos en el bolsillo. El hurto le llevó unos instantes. Una vez que la cuerda quedó oculta a la vista de todos, se sintió invadido por una ola de triunfo que no guardaba proporción alguna con la mercancía adquirida. Imaginaba de antemano las horas de diversión que le proporcionarían los nudos. Horas en las que se olvidaría de si mismo, de su vacío; olvidaría el verano estéril y el invierno desangelado que le esperaba, olvidaría también al anciano que yacía sobre sus propios excrementos, a pocos metros de donde él mismo se encontraba.

—¡Karney! — gritó Catso.

Karney le dio la espalda a Pope y comenzó a alejarse del cuerpo y de la pila de porquería formada por sus pertenencias. A pocos pasos del final del túnel, el viejo comenzó a murmurar en su delirio. Las palabras eran incomprensibles, pero, por algún truco acústico, las paredes del túnel amplificaron el sonido. La voz de Pope viajó por el túnel, llenándolo de murmullos.

Karney no tuvo ocasión de estudiar los nudos con toda tranquilidad sino hasta mucho más tarde, esa misma noche, cuando se encontró sentado en su habitación a solas, mientras en la habitación contigua su madre lloraba en sueños. No le había dicho a Red ni a los otros que había robado la cuerda; el hurto era tan insignificante que se habrían burlado de él por mencionarlo. Además, los nudos suponían un reto personal, un reto que él enfrentaría —y que seguramente perdería— a solas.

Después de reflexionar un rato, eligió el nudo que intentarla desatar en primer lugar y se puso a trabajar. Casi de inmediato, perdió toda noción del tiempo: el problema lo absorbió por completo. Las horas de arrobada frustración pasaron sin que las notara mientras analizaba la maraña, en busca de alguna pista que le revelara el sistema oculto de los nudos. No logró encontrar ninguno. Las configuraciones, si es que tenían alguna lógica, lo superaban. Lo único que le quedaba era analizar el problema a base de ir eliminando errores. El amanecer amenazaba con devolver la luz al mundo cuando finalmente dejó la cuerda para dormir un par de horas; en toda una noche de trabajo apenas había logrado aflojar una pequeña porción del nudo.

Durante los cuatro días que siguieron el problema se convirtió en una idea fija, una obsesión hermética a la que volvía cada vez que le era posible, cogiendo el nudo con los dedos cada vez más entumecidos. El acertijo lo subyugaba como pocas cosas en su vida adulta; mientras trabajaba en el nudo estaba sordo y ciego al resto del mundo. Por las noches, sentado en su dormitorio iluminado por una lámpara, o en un parque, durante el día, llegaba a sentirse arrastrado hacia el retorcido corazón del nudo, con la mente tan concentrada que podía llegar adonde no alcanzaba la luz. A pesar de su persistencia, el desenmarañar la cuestión resultaba asunto lento. A diferencia de la mayoría de los nudos que, una vez aflojados en parte, concedían la solución total, esta estructura había sido diseñada con tanta precisión que al soltar un elemento no se lograba otra cosa que ajustar otro. Comenzó a vislumbrar que el truco consistía en trabajar por todos los extremos del nudo a igual ritmo: soltando un poco por una parte, dándole la vuelta para aflojar otra en el mismo grado, y así sucesivamente. Esta rotación sistemática, aunque tediosa, gradualmente fue dando resultados.

Durante esos días no vio a Red, a Brendan ni a Catso: su silencio sugería que echaban de menos su presencia tanto como él la de ellos. Se sorprendió cuando Catso apareció un viernes por la tarde a preguntar por él. Traía una propuesta. Él y Brendan habían encontrado una casa a punto para un atraco y querían que Karney hiciera de centinela. En el pasado, había desempeñado ese papel en dos ocasiones. En ambos casos se había tratado de atracos con escalamiento, igual que éste; en el primer caso habían logrado reunir unas cuantas alhajas vendibles, y en el segundo, varios cientos de libras. Sin embargo, esta vez se trataba de un trabajo a realizar sin la participación de Red, porque éste estaba cada vez más ocupado con Anelisa, y ella, en palabras de Catso, le había hecho jurar que no se ensuciaría las manos con asuntos de poca monta y que debía ahorrar sus talentos para golpes más ambiciosos. Karney presintió que Catso —y con toda probabilidad tambien Brendan— se moría por probar su eficacia criminal sin Red. La casa elegida era un objetivo fácil, al menos eso sostenía Catso, y Karney seria un tonto redomado si dejaba pasar la oportunidad de hacerse con un botín tan sencillo. Finalmente, cuando Catso concluyó con su perorata, Karney aceptó el trabajo, no por el dinero, sino simplemente porque al decir que sí podría volver a sus nudos mucho antes.

Mucho más tarde, esa noche, y siguiendo la sugerencia de Catso, se encontraron para echar un vistazo al lugar del golpe. El sitio resultaba, sin duda, presa fácil. Karney había pasado con frecuencia por el puente que conducía a Hornsey Lane por encima de Archway Road, pero jamás había reparado en el empinado sendero, formado en parte por escalones y en parte por una senda, que bajaba desde un costado del puente hasta el camino de abajo. La entrada era estrecha y difícil de ver, y su sinuoso recorrido se hallaba iluminado por una sola farola; su luz era oscurecida por los árboles de los jardines cuyos fondos daban al sendero mismo. Eran estos jardines, de cercas fácilmente escalables o ya derruidas, los que ofrecían un acceso perfecto a las casas. Un ladrón que utilizara el apartado sendero podía entrar y salir impunemente, sin ser visto por los viandantes que pasaran por el camino superior o el inferior. Lo único que hacía falta era contar con un centinela en el sendero para advertir la presencia de un peatón ocasional que pudiera utilizarlo. Esa sería la misión de Karney.

La siguiente fue una noche ideal para ladrones. Fresca sin llegar a ser fría; el cielo estaba nublado pero no llovía. Se reunieron en Highgate Hill, junto a los portales de la iglesia de los Hermanos Pasionarios; desde allí bajaron hasta Archway Road. Según Brendan, si se acercaban al sendero desde arriba llamarían menos la atención. Los coches patrulla de la policía solían pasar más por Hornsey Lane, en parte porque el puente resultaba irresistible a los depresivos del barrio. Para el suicida decidido, el lugar ofrecía evidentes ventajas: una de las principales era que si la caída de veinticuatro metros no te mataba, lo harían sin duda los colosales camiones que se dirigían al sur por Archway Road.

Esa noche Brendan estaba dominado por el entusiasmo, encantado de dirigir a los otros en lugar de desempeñar el papel de segundo de Red. Estaba dicharachero y en gran parte su conversación giraba en torno a las mujeres. Karney le dejó a Catso el orgullo de ir al lado de Brendan y se mantuvo detrás de ellos, a unos cuantos pasos, sin sacar la mano del bolsillo de la chaqueta, donde le esperaban los nudos. En las últimas horas, fatigado por tantas noches insomnes, la cuerda había empezado a hacer cosas raras ante sus ojos; en cierta ocasión había llegado incluso a moverse en sus manos, como si se estuviera desatando desde dentro. Incluso en ese momento, mientras se acercaban al sendero, le parecio sentir que se retorcía contra la palma de su mano.

—Joder…, fíjate en eso. — Catso señaló hacia el sendero completamente a oscuras—. Alguien ha roto la farola.

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