Libros de Sangre Vol. 3 (2 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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Esos signos de amotinamiento parecían estar por todas partes. Finalmente se dio cuenta de que, si no quería volverse loco, tenía que hablar con alguien.

Eligió a Ralph Fry, de Contabilidad: un hombre sobrio, tranquilo, en quien Charlie confiaba. Ralph fue muy comprensivo.

—Son cosas que te pasan —le dijo—. A mí me pasó cuando Yvonne me dejó. Unos tics nerviosos terribles.

—¿Y qué hiciste?

—Fui a ver a un psicoanalista; se llama Jeudwine. Deberías probar con alguna terapia. Te convertirás en un hombre distinto.

Charlie pensó un poco sobre ello.

—¿Por qué no? —dijo después de darle unas cuantas vueltas—.¿Es caro ese Jeudwine?

—Sí. Pero es bueno. Consiguió quitarme los tics sin ningún problema. Lo que quiero decir es que hasta que fui a verlo, pensaba que yo era el típico tío con problemas matrimoniales. Ahora mírame. —Ralph hizo un gesto expansivo—. Tengo tantos impulsos libidinosos reprimidos que no sé por donde empezar. —Sonrió como un chalado—. Pero estoy contento como unas castañuelas. Nunca he sido más feliz. Pruébalo; en seguida te dirá qué es lo que te pone en el disparadero.

—El problema no es el sexo —le dijo Charlie a Ralph.

—Hazme caso —le contestó Ralph con una burlona sonrisa de entendido—. El problema siempre es el sexo.

Al día siguiente, Charlie telefoneó al doctor Jeudwine sin decírselo a Ellen, y la secretaria del psicoanalista fijó la primera cita. A Charlie le sudaban tanto las palmas mientras llamaba que pensó que el auricular se le iba a escurrir de la mano, pero después de llamar se sintió mejor.

Ralph Fry tenía razón: el doctor Jeudwine era efectivamente un buen tipo. No se rió de ninguno de los pequeños temores que Charlie le confesó, sino todo lo contrario, escuchó cada una de sus palabras con el mayor interés. Resultaba muy reconfortante.

Durante su tercera sesión juntos, el doctor hizo que Charlie evocara con espectacular claridad un recuerdo concreto: las manos de su padre, cruzadas sobre su pecho abombado mientras yacía en su ataúd. Su color rojizo y el vello áspero que cubría el dorso. La autoridad absoluta, incluso en la muerte, de esas grandes manos había seguido obsesionando a Charlie durante meses después de la defunción. ¿Acaso no se había imaginado, mientras observaba cómo el cuerpo era entregado a la tierra, que no estaba inmóvil?

¿Que las manos seguían todavía tamborileando sin cesar en la tapa del ataúd, exigiendo que las dejaran salir? Era una idea descabellada, pero sacarla a la luz le hizo mucho bien. Bajo la brillante luz del despacho del doctor Jeudwine la fantasía parecía insulsa y ridícula. Se estremeció bajo la mirada del doctor, quejándose de que la luz era demasiado fuerte, y entonces se esfumó, demasiado frágil para resistir el examen.

El exorcismo resultó mucho más fácil de lo que Charlie se había esperado. Había bastado con indagar un poco, y esa tontería infantil había sido expulsada de su psique como si se tratara de un trocito de carne que se le hubiera quedado entre los dientes. Ya no podría seguir pudriéndose allí. Y el doctor Jeudwine, por su parte, estaba claramente encantado con los resultados. Una vez que todo hubo terminado le explicó que esa obsesión en concreto era algo nuevo para él, y que se alegraba de haber tratado el problema. Le dijo que las manos como símbolo del poder paterno no eran algo habitual. Lo normal era que fuera el pene lo que predominara en los sueños de sus pacientes, le explicó, a lo que Charlie había contestado que las manos siempre le habían parecido mucho más importantes que sus partes privadas. Después de todo, las manos podían cambiar el mundo, ¿no era así?

Una vez que terminó las sesiones con el doctor Jeudwine, Charlie no dejó de romper lápices ni de tamborilear con los dedos. De hecho, si algo cambió fue que el tempo pasó a ser más enérgico e insistente que nunca. Pero razonó que si los perros de cierta edad tardan en olvidar sus trucos, a él también le llevaría un cierto tiempo recuperar el equilibrio.

Así que la revolución siguió sin ser descubierta. Sin embargo, se habían salvado por los pelos. Estaba claro que no había tiempo para andarse con rodeos. Las rebeldes tenían que actuar.

Fue Ellen quien de manera involuntaria instigó la insurrección definitiva. Habían estado haciendo el amor, un jueves a última hora de la tarde. Era una noche calurosa, a pesar de que era octubre. La ventana estaba entornada y las cortinas abiertas unos centímetros para dejar entrar una tímida brisa. Marido y mujer yacían juntos, cubiertos tan solo por una sábana. Charlie se había quedado dormido cuando ni siquiera se le había secado el sudor del cuello. A su lado, Ellen todavía seguía despierta, con la cabeza apoyada en una almohada dura como una piedra y los ojos completamente abiertos. Sabía que esa noche el sueño iba a tardar un buen rato en llegar. Sería una de esas noches en las que tendría picores por todo el cuerpo, en las que cada bulto de la cama se arrastraría hasta ponerse debajo de ella, y en las que todas las dudas que había tenido a lo largo de su vida se le quedarían mirando aleladas desde la oscuridad. Tenía ganas de vaciar la vejiga (siempre le pasaba después del sexo), pero no conseguía reunir la fuerza de voluntad necesaria para levantarse e ir al baño. Estaba claro que cuanto más tardara más necesitaría ir, y más difícil le resultaría sumergirse en el sueño.
¡Qué situación tan estúpida!
, pensó, pero este dilema se perdió entre sus otras ansiedades y ya no fue capaz de recordar en qué consistía esa situación tan estúpida.

A su lado, Charlie se movió en sueños. Solo sus manos, que no dejaban de retorcerse nerviosamente. Lo miró a la cara. Mientras dormía tenía un aspecto absolutamente angelical, y aparentaba menos de los cuarenta y un años que tenía, a pesar de que las patillas estaban salpicadas de blanco. Suponía que le gustaba lo suficiente como para decir que lo amaba, pero no lo suficiente como para perdonarle sus errores. Era perezoso y siempre se estaba quejando. Achaques, dolores. Y también estaban esas noches en las que llegaba tarde (aunque últimamente ya no lo hacía), en las que, estaba segura, se veía con otra mujer. Mientras lo observaba, aparecieron sus manos. Salieron de debajo de la sábana como dos niños que estuvieran discutiendo. Los dedos hendían el aire para dar más énfasis a lo que se decían.

Frunció el ceño, sin creerse del todo lo que estaba viendo. Era como ver la televisión sin volumen, un espectáculo sin sonido para ocho dedos y dos pulgares. Mientras seguía mirando, asombrada, las manos treparon por el costado del cuerpo de Charlie y retiraron la sábana de su abdomen, dejando al descubierto el vello que se espesaba hacia sus partes pudendas. La luz cayó sobre la cicatriz de la operación de apendicitis, más reluciente que la piel que la rodeaba. Allí, sobre el estómago, las manos parecieron asentarse.

Esa noche el debate entre ellas era particularmente vehemente. Izquierda, siempre la más conservadora de las dos, estaba defendiendo el retraso de la fecha del cercenamiento, pero Derecha ya no estaba dispuesta a esperar más. Mantenía que había llegado el momento de poner a prueba su fuerza contra el tirano y de destronar al cuerpo de una vez y para siempre. Tal como estaba la situación, ya no era una decisión que dependiera de ellas.

Ellen levantó la cabeza de la almohada, y por primera vez las manos sintieron su mirada sobre ellas. Habían estado demasiado concentradas en su discusión como para fijarse en ella. Su conspiración había sido finalmente descubierta.

—Charlie… —estaba siseando Ellen al oído del tirano—. Para ya,

Charlie. Para.

Derecha levantó los dedos índice y corazón, percatándose de su presencia.

—Charlie… —repitió ella.
¿Por qué dormirá siempre tan profundamente?
— Charlie… —Lo sacudió más fuerte mientras Derecha daba golpecitos a Izquierda para alertarla de que la mujer las miraba—. Por favor, Charlie, despierta.

De repente Derecha se lanzó de un salto. Izquierda solo tardó un momento en seguirla. Ellen gritó el nombre de Charlie una vez más antes de que las manos se aferraran con fuerza a su garganta.

En su sueño, Charlie estaba en un barco negrero. Con frecuencia los escenarios de sus sueños eran exóticos, como de película de Cecil B. de Mille. En esta epopeya tenía grilletes en las manos y lo estaban arrastrando, tiraban de él hacia el poste donde iba a ser flagelado como castigo por algún delito que ignoraba. Pero, de repente, pasó a estar soñando que tenía agarrado al capitán por su delgada garganta. Los esclavos que lo rodeaban aullaban, animándolo a que lo estrangulara. El capitán, que se parecía bastante al doctor Jeudwine, le rogaba que se detuviera con una voz aguda que sonaba asustada. Casi era una voz de mujer. La voz de Ellen.

—¡Charlie! —decía el capitán con su voz aguda—, ¡no!

Pero sus estúpidas protestas solo consiguieron que Charlie sacudiera al hombre aún con más violencia que antes. Además, se sentía en gran medida como un héroe a medida que los esclavos, liberados milagrosamente, se reunían a su alrededor para formar una jubilosa multitud que contemplaba los últimos momentos de su amo.

El capitán, cuya cara estaba amoratada, tan solo consiguió murmurar:

—Me estás matando…

Y justo a continuación los pulgares de Charlie se clavaron una última vez en su cuello y acabaron con el hombre. Solo entonces, a través de la neblina del sueño, se dio cuenta de que su víctima, a pesar de que era un hombre, no tenía nuez en la garganta. Y entonces el barco empezó a esfumarse a su alrededor. Las voces que lo exhortaban fueron perdiendo su vehemencia. Abrió los ojos y se vio de pie, en la cama, con el pantalón del pijama puesto y con Ellen en sus manos. Ella tenía la cara de un tono oscuro y salpicada de gruesos escupitajos blancos. La lengua le colgaba fuera de la boca. Los ojos todavía seguían abiertos, y durante un instante le pareció que allí había vida, que miraba al exterior desde debajo de esas persianas que eran sus párpados. Un momento después, las ventanas quedaron vacías y ella abandonó definitivamente la casa.

La pena, y un terrible arrepentimiento, se apoderaron de Charlie. Intentó dejar caer el cuerpo, pero sus manos se negaron a soltar la garganta. Sus pulgares, totalmente insensibles, seguían estrangulándola, descaradamente culpables. Retrocedió a través de la cama hasta el suelo, pero ella lo siguió a la distancia de sus brazos extendidos como si fuera una pareja de baile no deseada.

—Por favor… —suplicó a sus dedos—. ¡Por favor!

Inocentes como dos escolares pillados robando, sus manos liberaron su carga y se sobresaltaron con falsa sorpresa. Ellen cayó sobre la alfombra: un bonito fiambre. A Charlie se le doblaron las rodillas. Incapaz de evitar su propia caída, se derrumbó junto a su mujer y dejó que sus lágrimas fluyeran.

Tenían que pasar a la acción. Ya no era necesario ocultarse, ni tampoco hacían falta las reuniones clandestinas, ni las deliberaciones interminables: la verdad había salido a la luz, para bien o para mal. Todo lo que tenían que hacer era esperar un poco. El que llegaran a tener a su alcance un cuchillo de cocina, una sierra o un hacha era solo cuestión de tiempo. Muy pronto ya; muy pronto.

Charlie permaneció tumbado en el suelo junto a Ellen durante un rato largo, sollozando. Y a continuación pasó otro rato largo, pensando. ¿Qué es lo que debía hacer primero? ¿Llamar a su abogado? ¿A la policía? ¿Al doctor Jeudwine? Llamara a quien llamara, no lo podía hacer tumbado boca abajo en el suelo. Intentó levantarse, aunque todo lo que logró fue apoyarse sobre sus manos entumecidas. Sentía un hormigueo por todo el cuerpo, como si lo atravesara una suave corriente eléctrica. Era únicamente en las manos donde no lo notaba. Las acercó a la cara para limpiarse los ojos inundados de lágrimas, pero se le doblaron fláccidamente contra las mejillas, carentes de fuerza. Utilizando los codos, se arrastró hasta la pared y se levantó apoyándose en ella. Todavía medio cegado por la pena, salió de la habitación y bajó las escaleras tambaleándose («la cocina», le dijo Derecha a Izquierda , «está yendo a la cocina»).
Esto es la pesadilla de otra persona,
pensó mientras encendía la luz del comedor con la barbilla y se dirigía hacia el mueble bar.
Soy inocente. No soy nadie especial. ¿Por qué iba a estar ocurriéndome esto a mí?

La botella de güisqui se le escurrió de las manos mientras intentaba obligarlas a que la sujetaran. Se hizo pedazos en el suelo del comedor y su paladar se sintió atormentado ante el estimulante aroma del licor.

—Cristal roto —golpeteó Izquierda.

—No —le contestó Derecha—. Necesitamos un corte limpio a toda costa. Ten paciencia.

Charlie se alejó tambaleándose de la botella rota y se dirigió hacia el teléfono. Tenía que llamar a Jeudwine; el doctor le diría qué tenía que hacer. Intentó coger el auricular, pero de nuevo sus manos se negaron. Y cuando intentó marcar el número, lo único que hicieron sus dedos fue doblarse. Las lágrimas que derramaba habían pasado a ser lágrimas de frustración, y la ira estaba borrando el dolor. Agarró torpemente el auricular con las muñecas y lo levantó hasta la oreja, donde lo sujetó entre la cabeza y el hombro. Entonces marcó con el codo el número de Jeudwine.

—Control —se dijo en voz alta—, mantén el control.

Oía cómo el número de Jeudwine se transmitía por la red. En cuestión de segundos la cordura estaría cogiendo el teléfono en el otro extremo de la línea, y entonces todo se arreglaría. Solo tenía que aguantar unos pocos segundos más.

Sus manos habían empezado a abrirse y cerrarse convulsivamente.

—Control… —dijo, pero las manos no le prestaban atención. Muy lejos (tan, tan lejos), el teléfono sonaba en casa del doctor

Jeudwine.

—Cójalo. ¡Cójalo! ¡Dios mío, cójalo!

Los brazos de Charlie habían empezado a temblar tan violenta mente que apenas podía mantener el auricular en su lugar.

—¡Cójalo! —le gritó al micrófono del teléfono—. ¡Por favor! Antes de que la voz de la razón pudiera hablar, su mano derecha

había volado por los aires y había agarrado la mesa de teca del

comedor, que estaba a unos pasos del lugar donde Charlie se encontraba. Se aferró al borde y casi le hizo perder el equilibrio.

—¿Qué… estás… haciendo? —dijo él, sin estar seguro de si estaba hablando consigo mismo o con la mano.

Desconcertado, se quedó mirando la extremidad amotinada que, sin detenerse, iba avanzando poco a poco a lo largo del borde de la mesa. La intención estaba bastante clara: quería apartarlo del teléfono, de Jeudwine y de toda esperanza de ser salvado. Ya no controlaba el comportamiento de su mano. Ni siquiera sentía nada en las muñecas ni en los antebrazos. La mano ya no le pertenecía. Seguía unida a él, pero no le pertenecía.

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