Libros de Sangre Vol. 4 (2 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—¿Qué tienes que me pueda interesar, chaval? —le preguntó.

—Lo mismo que quería Lowell.

—¿Te piensas que ese es el motivo de que me haya encarado con él? ¿Qué te estaba reclamando para mí?

—Sí.

—Tal como tú has dicho: no, gracias.

Cleve se dio de nuevo media vuelta y se quedó de cara a la pared.

—No era mi intención…

—Me trae sin cuidado cuál era tu intención. Lo único que quiero es no volver a oír hablar del tema, ¿vale? Mantente lejos de Lowell y deja de darme el coñazo.

—Oye —musitó Billy—, no te pongas así, por favor. Por favor. Eres el único amigo que tengo.

—Yo no soy amigo de nadie —le dijo Cleve hablando hacia la pared—. Y no quiero problemas. ¿Lo entiendes?

—No quieres problemas —repitió el muchacho con lengua torpe.

—Eso es. Y ahora… necesito dormir para poder levantarme fresco como una rosa.

Billy no dijo nada más, sino que se limitó a volver a la litera inferior y se acostó con un crujido de muelles. Cleve siguió tumbado en silencio, dándole vueltas a la conversación en la cabeza. No le apetecía en absoluto ponerle al chico la mano encima, pero era posible que lo hubiera expresado con demasiada aspereza. Bueno, ya no había nada que hacer.

Oyó cómo debajo de él Billy estaba murmurando para sí mismo, de manera casi inaudible. Aguzó el oído intentando entender lo que el chico estaba musitando. Escuchó con toda su atención durante varios segundos antes de darse cuenta de que el muchacho estaba diciendo sus oraciones.

Esa noche, Cleve tuvo un sueño. Por la mañana no consiguió recordar qué es lo que había soñado, aunque mientras se duchaba y afeitaba, le fueron volviendo a la cabeza algunos sugerentes detalles. A lo largo de esa mañana, apenas transcurrieron diez minutos sin que tuviera la impresión de que algo (la sal volcada en la mesa del desayuno o los gritos en el patio) le iba a hacer recordar el sueño: pero la revelación no llegó. Eso le dejó más tenso y de peor humor de lo que era habitual en él. Cuando Wesley, un falsificador de poca monta a quien conocía de sus anteriores vacaciones en el lugar, se le acercó en la biblioteca y le empezó a hablar como si fueran amigos del alma, Cleve le dijo que cerrara el pico. Pero el tipejo insistió en hablar con él.

—Estás en un lío.

—¿Y eso?

—Ese chico que está contigo. Billy.

—¿Qué pasa con él?

—Está haciendo preguntas. Se está poniendo pesado y a la gente eso no le gusta. Dicen que deberías controlarle.

—No soy su guardián.

Wesley hizo una mueca.

—Te estoy advirtiendo, como amigo.

—Ahórramelo.

—No seas tonto, Cleveland. Te estás creando enemigos.

—Vaya. Dime uno.

—Lowell —le contestó Wesley veloz como un rayo—. Y también Nayler. Y otros muchos. No les gusta cómo es Tait.

—¿Y cómo es? —le contestó Cleve secamente.

Wesley dejó escapar un débil gruñido de protesta.

—Eso es lo que estoy intentando decirte. Es astuto. Como una jodida rata. Vamos a tener problemas.

—Ahórrame las profecías.

Las leyes estadísticas obligan a que incluso el peor profeta acierte alguna vez, y al parecer, esa era la vez en la que le tocaba acertar a Wesley. Al día siguiente, cuando volvía del taller donde había estado ejercitando su intelecto montando ruedas en coches de plástico, Cleve se encontró a Mayflower esperándolo en la galería.

—Smith, te pedí que te ocuparas de William Tait —le dijo el funcionario—. ¿No te importa una mierda, verdad?

—¿Qué ha pasado?

—No, supongo que no te importa.

—Le he preguntado que qué ha pasado.

—Nada grave. Esta vez. Le han dado una paliza, nada más. Parece ser que Lowell se ha encaprichado de él. ¿Tengo razón? —Mayflower observó con atención a Cleve, y al no obtener respuesta continuó—: Me equivoqué contigo, Smith. Pensé que bajo tu apariencia de tipo duro había algo a lo que merecía la pena apelar. Ha sido fallo mío.

Billy estaba tumbado en la litera, con el rostro amoratado y los ojos cerrados. No los abrió cuando Cleve entró.

—¿Estás bien?

—Claro —le contestó el chico en voz baja.

—¿No tienes ningún hueso roto?

—Sobreviviré.

—Tienes que entender…

—¡Escúchame! —Billy abrió los ojos. Sus pupilas parecían haberse oscurecido un poco, aunque podía ser que a Cleve le estuviera engañando la luz—. Estoy vivo, ¿vale? Y sabes que no soy idiota. Cuando vine aquí sabía en lo que me estaba metiendo. —Hablaba como si hubiera tenido elección—. Puedo aguantar lo de Lowell —continuó—, así que no te preocupes. —Hizo una pausa, y luego dijo—: Tenías razón.

—¿En qué?

—En lo de no tener amigos. Estoy solo, y tú también, ¿verdad? Me cuesta aprender, pero ya estoy cogiéndole el tranquillo.

El chico sonrió para sí mismo.

—Has estado haciendo preguntas —le dijo Cleve.

—¿Ah, sí? —le contestó Billy con cierta brusquedad—. ¿Quién ha dicho eso?

—Si tienes preguntas, házmelas a mí. A la gente no le gustan los entrometidos. Recelan de ellos. Y eso les hace mirar para otro lado cuando Lowell y los de su calaña se ponen violentos.

Al oír mencionar a Lowell, en el rostro de Billy apareció una mueca de dolor, y el chico se llevó la mano a la mejilla amoratada.

—Es hombre muerto —murmuró el muchacho, casi para sí mismo.

—Pudiera ser —observó Cleve.

Billy le lanzó una mirada fría como el acero.

—Lo digo en serio —dijo, sin el menor indicio de incertidumbre en la voz—. Lowell no saldrá vivo.

Cleve no hizo ningún comentario; al chico le hacía falta esa exhibición de bravuconería, por ridícula que fuera.

—¿Qué es lo que quieres saber, que vas por ahí fisgoneando?

—Poca cosa —le contestó Billy. Ya no estaba mirando a Cleve, sino a la litera de encima—. Solo quería saber dónde estaban las tumbas, nada más —le dijo quedamente.

—¿Las tumbas?

—En las que enterraban a los hombres que ahorcaban. Alguien me dijo que donde Crippen está enterrado hay un rosal. ¿Lo habías oído alguna vez?

Cleve movió la cabeza negativamente. Solo entonces recordó que el chico le había estado preguntando por el patíbulo; y ahora salía con lo de las tumbas. Billy levantó la mirada hacia él. El aspecto del hematoma estaba empeorando rápidamente.

—¿Sabes dónde están, Cleve? —le preguntó, con la misma fingida indiferencia de la vez anterior.

—Podría averiguarlo, si tuvieras la amabilidad de explicarme por qué quieres saberlo.

Billy observó la celda desde el refugio de su litera. La luz del sol de la tarde estaba describiendo su corto arco sobre los ladrillos pintados de la pared de la celda, aunque ese día era bastante débil. El chico deslizó las piernas fuera de la litera y se sentó en el borde del colchón, con los ojos clavados en ella igual que el primer día.

—A mi abuelo… bueno, al padre de mi madre, lo ahorcaron aquí —dijo con voz ronca—. En 1937. Edgar Tait. Edgar Saint Clair Tait.

—¿No has dicho el padre de tu madre?

—Tomé su nombre. No quería llamarme como mi padre. Nunca le pertenecí.

—Nadie pertenece a nadie —repuso Cleve—. Cada uno es su propio dueño.

—Eso no es cierto —dijo Billy con un ligero encogimiento de hombros y sin apartar la mirada de la luz de la pared. Su certidumbre era irrebatible; la suavidad con la que hablaba no menoscababa la autoridad de la afirmación—. Yo sí que pertenezco a mi abuelo. Siempre le he pertenecido.

—Ni siquiera habías nacido cuando fue…

—Eso no importa. Ir y venir; eso no es nada.

Ir y venir. ¿Se estaría refiriendo Tait a la vida y la muerte?, se preguntó Cleve desconcertado. No tuvo oportunidad de preguntar. Billy ya estaba hablando de nuevo, y sus palabras fluían otra vez, contenidas pero pertinaces.

—Está claro que era culpable. No como ellos pensaban, pero era culpable. Él sabía lo que era y de lo que era capaz; eso es culpabilidad, ¿verdad? Mató a cuatro personas, o al menos, por eso es por lo que lo colgaron.

—¿Quieres decir que mató a más?

Billy volvió a encogerse ligeramente de hombros: al parecer, las cifras no importaban.

—Pero nadie vino a ver el lugar donde lo habían enterrado. Eso no está bien, ¿verdad que no? Supongo que no les importaba. Es probable que toda la familia se alegrara de que ya no estuviera aquí. Que pensaran que desde un principio había estado mal de la cabeza. Pero no lo estaba. Sé que no lo estaba. Yo tengo sus mismas manos, y sus ojos. Eso es lo que decía mi madre. Ya ves, me contó todo sobre él, justo antes de morir. Me contó cosas que nunca antes le había contado a nadie, y solo me las contó a mí por mis ojos… —vaciló, y se llevó la mano a la boca, como si, hechizado por la fluctuante luz que caía sobre la pared de ladrillos, hubiera hablado demasiado.

—¿Qué es lo que te contó tu madre? —le preguntó Cleve para obligarle a continuar.

Billy pareció sopesar varias respuestas alternativas antes de ofrecerle una.

—Solo que él y yo nos parecíamo s en algunos aspectos —le dijo.

—¿En lo de estar locos, quieres decir? —le preguntó Cleve, solo medio en broma.

—Algo así —repuso Billy, con los ojos todavía fijos en la pared.

Suspiró, y luego se permitió una nueva confesión—: Por eso vine aquí. Para que mi abuelo supiera que no había sido olvidado.

—¿Que viniste aquí? ¿Qué estás diciendo? Te pillaron y te condenaron. No tuviste elección.

La luz que caía sobre la pared se extinguió cuando una nube pasó por delante del sol. Billy levantó la mirada hacia Cleve. La luz estaba allí, en sus ojos.

—Cometí un delito para venir aquí —repuso el muchacho—. Fue un acto deliberado.

Cleve sacudió la cabeza. Era una afirmación descabellada.

—Ya lo intenté antes, dos veces. Me ha llevado tiempo, pero he conseguido llegar aquí, ¿o no?

—No me tomes por tonto, Billy —le advirtió Cleve.

—No te tomo —repuso el chico. Entonces se puso de pie. Parecía como si al contar la historia se hubiera quitado un cierto peso de encima; incluso sonrió, aunque tímidamente, al decirle—: Tú te has portado bien conmigo. No pienses que no me doy cuenta. Soy una persona agradecida. Bueno… —se giró hacia Cleve antes de continuar— quiero saber dónde están las tumbas. Averígualo y no volveré a decir ni pío, te lo prometo.

Cleve apenas sabía nada ni de la prisión ni de su historia, pero conocía a alguien que sí que sabía mucho. Había un hombre apellidado Bishop
[1]
(tan conocido entre los reclusos que su nombre había adquirido el artículo definido) que con frecuencia coincidía con Cleve en el taller. El Obispo había pasado gran parte de sus cuarenta y pico años de vida entrando y saliendo de la cárcel, en la mayor parte de los casos por delitos menores, y con el mismo fatalismo de un hombre con una sola pierna que pasara su vida dedicado a estudiar el «síndrome de la sirena», se había convertido en un experto en prisiones y en el sistema penitenciario. Muy poca de esa información provenía de los libros. La mayor parte de sus conocimientos habían sido recabados de carceleros y presos veteranos a los que les gustaba hablar para matar el tiempo, y poco a poco, se había ido convirtiendo en una enciclopedia viviente del crimen y el castigo. Había hecho de ello su medio de vida, y vendía por frases todo ese conocimiento que con tanto esmero había ido acumulando; a veces en forma de información geográfica para el preso que quería fugarse, otras veces, en forma de mitología de la prisión para el convicto carente de dios en busca de una divinidad local. Cleve fue en su búsqueda y fijaron un precio en forma de tabaco y pagarés.

—¿En qué puedo ayudarte? —le preguntó el Obispo.

Era corpulento, pero su aspecto era saludable. Los extremadamente delgados cigarrillos que liaba y fumaba sin parar quedaban empequeñecidos por sus dedos de carnicero, manchados de sepia por la nicotina.

—Quiero información sobre las ejecuciones en la horca que hubo aquí.

El Obispo sonrió.

—Son unas historias estupendas —le dijo, y empezó a contar. La información de Billy era correcta en líneas generales. En Pentonville habían tenido lugar ahorcamientos hasta mediados de siglo, pero el cobertizo donde estaba el patíbulo había sido demolido hacía mucho tiempo. En ese lugar era donde se alzaba la Oficina de Libertad Condicional que había en el ala B. En cuanto a la historia de las rosas de Crippen, también era cierta. Delante de un cobertizo que había en los jardines, y que, según le informó el Obispo a Cleve, era donde se almacenaban las herramientas de jardinería, había una pequeña zona con césped, en mitad de la cual crecía un rosal, que había sido plantado (llegado a ese punto, el Obispo confesó que no sabía con certeza qué es lo que era real y qué es lo que era ficción) en memoria del Doctor Crippen, ahorcado en 1910.

—¿Es ahí donde están las tumbas? —le preguntó Cleve.

—No, no —replicó el Obispo, reduciendo a cenizas de una sola calada la mitad de uno de sus diminutos cigarrillos—. Las tumbas están junto al muro, detrás del cobertizo, a la izquierda. Hay una larga extensión de césped, seguro que la has visto.

—¿Sin lápidas?

—Por supuesto. Las tumbas nunca han tenido nombres. Solo el director de la prisión sabe quién está enterrado dónde; y es probable que haya perdido los planos. —El Obispo hurgó en el bolsillo del pecho de la camisa reglamentaria en busca de su lata de tabaco y empezó a liar otro cigarrillo; estaba tan acostumbrado a ello que apenas bajó la vista para mirar lo que estaba haciendo—. No se permite que nadie venga a llorar ante las tumbas. Ojos que no ven, corazón que no siente: esa es la idea. Pero por supuesto, las cosas no funcionan así, ¿verdad que no? La gente olvida a los primeros ministros, pero recuerda a los asesinos. Cuando caminas por ese césped, a solo un par de metros por debajo de ti, tienes a algunos de los criminales más célebres de entre todos los que han honrado con su presencia este mundo verde y apacible. Y no hay siquiera una cruz que señale el lugar. ¿A que es un crimen?

—¿Sabes quiénes están enterrados allí?

—Algunos caballeros muy malos —le contestó el Obispo, como si los estuviera amonestando cariñosamente por su mala conducta.

—¿Has oído hablar de un hombre llamado Edgar Tait?

Bishop enarcó las cejas; las arrugas surcaron su frente sebosa.

—¿Saint Tait? Claro que sí, no es fácil olvidarlo.

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