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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (10 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—Está perdido —dijo Tait.

—Billy… —repitió Cleve—. Escúchame…

—Ya no va a regresar —le interrumpió Tait—. Esto no es más que su sueño; pero él está aquí, en carne y hueso.

—Billy —insistió Cleve—. ¿Me oyes? Soy yo, Cleve.

Pareció que durante un instante el muchacho dejaba de moverse, como si hubiera oído la llamada. Cleve continuó repitiendo el nombre de Billy una y otra vez.

Era una de las primeras cosas que los niños aprenden: su propio nombre. De existir algo con lo que se pudiera llegar hasta el chico, ese algo tenía que ser su propio nombre.

—Billy… Billy…

El cuerpo se giró sobre sí mismo ante esa palabra repetida una y otra vez.

Tait parecía inquieto. Ya no daba muestras de la confianza exhibida anteriormente. Su cuerpo estaba oscureciéndose y le estaban apareciendo bultos en la cabeza. Cleve intentó no mirar las sutiles alteraciones que estaba sufriendo esa anatomía para concentrarse en recuperar a Billy. La repetición de su nombre estaba dando sus frutos: la bestia estaba siendo doblegada. A cada momento que pasaba, el muchacho iba emergiendo más y más. Tenía un aspecto lastimoso: un saco de huesos sobre la arena negra. Sin embargo, su rostro ya casi estaba rehecho, y sus ojos estaban clavados sobre Cleve.

—¿Billy…?

El chico hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Tenía el pelo pegado a la frente por el sudor y sus extremidades se contraían espasmódicamente.

—¿Sabes dónde estás? ¿Y quién eres?

Al principio, el muchacho no pareció entenderle. Y entonces, poco a poco, el reconocimiento apareció en sus ojos, y con él llegó el miedo al hombre que estaba de pie junto a él.

Cleve levantó la vista hacia Tait. En los pocos segundos transcurridos desde la última vez que lo había mirado, de su cabeza y de la parte superior de su torso habían desaparecido prácticamente todos sus rasgos humanos, y se habían puesto de manifiesto deformaciones mucho más profundas que las de su nieto. Billy lo miraba por encima de su hombro como un perro apaleado.

—¡Me perteneces! —articuló Tait a través de unas facciones que apenas eran capaces de hablar.

Billy, que estaba tendido boca abajo, vio cómo los brazos descendían para atraparle, y se incorporó para evitarlos, pero no fue lo suficientemente rápido. Cleve vio cómo la garra con púas del brazo de Tait rodeaba el cuello de Billy, y lo atraía hacia él. La sangre brotó de los cortes de la tráquea, acompañada por el silbido del aire que se escapaba.

Cleve gritó.

—Tú lugar está junto a mí—dijo Tait, y sus palabras degenera ron hasta resultar ininteligibles.

De pronto, el angosto callejón se empezó a llenar de claridad, mientras el chico, Tait y la ciudad iban empalideciendo. Cleve intentó agarrarlos, pero se le escapaban; y su lugar fue ocupado por otra realidad más palpable: una luz, una cara (caras) y una voz que lo llamaba para que abandonara ese mundo absurdo y entrara en otro igualmente absurdo.

La mano del médico estaba sobre su rostro. Estaba húmeda.

—¿Se puede saber qué estaba soñando? —le preguntó el muy idiota.

Billy había desaparecido.

De todos los misterios a los que tuvo que enfrentarse el director de la prisión (y Devlin, y los otros funcionarios que entraron en la celda B.3.20 esa noche), la completa desaparición de William Tait de una celda en la que no había agujero alguno, fue el más desconcertante. De la visión que había hecho que Devlin se pusiera a reír como un lunático, no se dijo nada; era más fácil creer en algún tipo de ilusión colectiva que creer que lo que habían visto era una realidad objetiva. Cuando Cleve intentó poner en palabras los sucesos de la noche, y de las muchas noches que la habían precedido, su monólogo, interrumpido con frecuencia por sus lágrimas y silencios, fue recibido con comprensión fingida y miradas de reojo. A pesar de ello, contó la historia completa varias veces, a pesar de la condescendencia con que era recibida; y ellos, sin duda alguna buscando en sus ficciones de lunático alguna pista sobre cómo Billy había podido ejecutar su número de Houdini, escucharon con atención cada una de sus palabras. Cuando entre sus historias no encontraron nada que les permitiera avanzar en sus investigaciones, empezaron a perder la paciencia con él. Los ánimos fueron sustituidos por amenazas, mientras le pregunta ban repetidamente, y en voz cada vez más alta, adónde se había marchado Billy. Y Cleve les contestaba de la única manera que podía responder.

—A la ciudad, puesto que es un asesino.

—¿Y su cuerpo? —le preguntó el director de la prisión—. ¿Dónde crees que está su cuerpo?

Cleve no lo sabía, y así lo dijo. No fue hasta mucho más tarde, de hecho, cuatro días más tarde, cuando estando de pie junto a la ventana, observando al grupo de reclusos dedicados a los trabajos de jardinería que estaban trasladando de un ala a otra las plantas que iban a ser sembradas esa primavera, se acordó de la extensión de césped.

Buscó a Mayflower, que había vuelto al ala B en sustitución de Devlin, y le contó lo que se le había ocurrido.

—Está en la tumba —le dijo—. Con su abuelo. Humo y sombra. Desenterraron el ataúd al amparo de la noche, protegidos por una complicada estructura de postes y toldos erigida para esconder los trabajos de las miradas indiscretas, con varias linternas, brillantes como la luz del día pero no tan cálidas, alumbrando en su tarea a los hombres que se habían ofrecido para formar parte del equipo de exhumación. La solución de Cleve al enigma de la desaparición de Tait había sido recibida con perplejidad por parte de casi todos, pero ninguna explicación, por absurda que pudiera parecer, estaba siendo pasada por alto ante un misterio tan recalcitrante. Así que se reunieron en la tumba sin nombre para remover la tierra que parecía llevar cinco décadas sin ser perturbada: el director de la prisión, unos cuantos funcionarios del Ministerio de Interior, un patólogo y Devlin. Uno de los médicos, pensando que Cleve podría ser sacado de su morboso error con más facilidad si veía lo que contenía el ataúd y así comprobaba su error con sus propios ojos, convenció al director de que Cleve también tenía que estar entre los espectadores.

Entre las paredes del ataúd de Edgar Saint Clair Tait había poco que Cleve no hubiera visto antes. El cadáver del asesino, que había regresado al féretro (¿tal vez convertido en humo?), ni totalmente bestia ni totalmente humano, preservado sin descomponerse, en el mismo estado del día de su ejecución, tal como el Obispo había asegurado que ocurría, compartía el ataúd con Billy Tait, que yacía desnudo como un bebé, abrazado por su abuelo. Los mutados brazos de Edgar seguían rodeando el cuello de Billy, y la sangre seca oscurecía las paredes del féretro. Sin embargo, el rostro del chico no había sido mancillado.

—Parece un muñeco —señaló uno de los médicos.

Cleve quiso replicarle que ningún muñeco tenía esas marcas de lágrimas en las mejillas, ni esa desesperación en los ojos, pero sus pensamientos se negaron a convertirse en palabras.

Cleve fue puesto en libertad y abandonó Pentonville tres semanas después, tras una petición especial a la Junta de Libertad Condicional y habiendo cumplido únicamente dos tercios de su sentencia. Medio año más tarde, ya había vuelto a la única profesión que había conocido en su vida. Cualquier esperanza que pudiera haber albergado de liberarse de sus sueños resultó efímera. El lugar seguía estando con él; no tan claro ni tan accesible como antes de que se marchara Billy, que había sido quien había abierto la puerta, pero sin dejar de ser algo fuertemente aterrador, cuya persistente presencia dejaba exhausto a Cleve.

En ocasiones, los sueños casi desaparecían por completo, pero solo para regresar con una fuerza terrible. Cleve tardó varios meses en comprender las pautas a las que se ajustaban esas oscilaciones. Era la gente quien traía los sueños. Cuando pasaba un cierto tiempo en compañía de alguien que albergaba intenciones asesinas, la ciudad regresaba. Y esas personas no eran tan escasas. Al irse volviendo más sensible a esa veta letal que había en los que lo rodeaban, llegó un momento en que se encontró con que casi no podía andar por la calle. Estaban por todas partes, esos asesinos en potencia; personas vestidas elegantemente y de rostro risueño, que transitaban por las aceras especulando, mientras caminaban, con la muerte de sus empleados o de sus esposas, de las estrellas de las telenovelas o de los sastres incompetentes. El asesinato anidaba en la mente de la raza humana y él ya no podía soportar esos pensamientos.

Tan solo la heroína le proporcionaba un cierto alivio frente a la pesada carga de las experiencias que había vivido. Nunca antes se había inyectado heroína con frecuencia, pero pronto eso se convirtió en el centro de su vida. Sin embargo, era una adicción cara, y con su cada vez más reducido círculo de contactos profesionales, apenas podía confiar en poder financiársela. Fue un hombre llamado Grimm, un adicto tan desesperado por evitar la realidad que se colocaba incluso con leche fermentada, quien le propuso a Cleve la posibilidad de trabajar para ganarse un sueldo acorde con sus apetencias. Parecía una buena idea. Se organizó una reunión y se le hizo una propuesta. El trabajo iba a pagarse tan bien que un hombre necesitado de dinero no podía rechazarlo. Y el trabajo, como no, era un asesinato.

«En este lugar no hay visitantes, solo futuros habitantes», le habían dicho en una ocasión, aunque ya no recordaba bien quién había sido, y Cleve creía en las profecías. Si no asesinaba entonces, el que lo hiciera solo sería cuestión de tiempo.

Sin embargo, aunque los detalles del asesinato que cometió le resultaron terriblemente familiares, no había contado con el cúmulo de circunstancias que le hicieron acabar huyendo descalzo de la escena del crimen, corriendo tan rápido por la acera y la calzada, que para cuando la policía lo acorraló y lo abatió a tiros, sus pies ya estaban cubiertos de sangre, preparado por fin para hollar las calles de la ciudad, exactamente como había hecho en sus sueños.

La habitación donde había cometido su asesinato lo estaba esperando, y durante varios meses vivió en ella, ocultándose de cualquiera que apareciera por la calle. (Dio por hecho que en ese lugar transcurría el tiempo por la barba que le había crecido, aunque rara vez dormía, y nunca se hacía de día.) Sin embargo, pasado un tiempo, desafió al viento frío y a las mariposas y fue hasta la frontera de la ciudad, donde las casas se acababan y el desierto tomaba el relevo. No fue para ver las dunas, sino para escuchar las voces que llegaban incesantemente, a veces más fuertes y a veces más débiles, semejantes a aullidos de chacales y a alaridos de niños.

Se quedó allí durante un largo rato, y el viento conspiró con el desierto para enterrarlo. Sin embargo, Cleve no se sintió decepcionado con el resultado de su vela. Durante un día (o un año), vio cómo un hombre se acercaba hasta ese lugar, dejaba caer una pistola sobre la arena, y luego se adentraba en el desierto, donde, poco después, se reunió con los dueños de las voces, que acudieron corriendo desenfrenadamente, bailando sobre sus muletas. Lo rodearon, riendo. Él se fue con ellos, también riendo. Y aunque la distancia y el viento difuminaban la escena, Cleve tuvo la certeza de que había visto cómo uno de los participantes en la celebración levantaba al hombre, y se lo ponía sobre los hombros convertido en un niño, y cómo luego le era arrebatado por otros brazos siendo ya un bebé, hasta que, ya en el límite de sus sentidos, oyó berrear al hombre cuando volvió a nacer a la vida. Cleve se marchó contento, sabiendo por fin cómo el pecado (y él mismo) habían llegado al mundo.

Los hijos de Babel

¿Por qué razón le resultaban irresistibles a Vanessa los caminos sin señalizar, las sendas que conducían a Dios sabía dónde? En el pasado, su entusiasmo por dejarse guiar por el olfato la había metido en más de un aprieto. Una noche casi fatal, perdida en los Alpes; aquel episodio en Marrakech que casi acabó en violación; la aventura con el aprendiz de tragasables en las selvas del bajo Manhattan. Y a pesar de las enseñanzas de la amarga experiencia, siempre que tenía que escoger entre un camino señalizado y otros sin señalizar, se inclinaba indefectiblemente por este último.

Como aquí, por ejemplo. Este camino que serpenteaba hacia la costa de Kithnos: ¿Qué otra cosa le ofrecía sino un recorrido sin tropiezos a través de un paisaje de vegetación achaparrada, algún que otro encuentro casual con alguna cabra, y una vista desde los acantilados del azul Egeo? Podía disfrutar de esa vista desde su hotel, en la bahía Merikha, prácticamente sin tener que salir de la cama. Las otras carreteras que arrancaban de ese cruce estaban tan claramente señalizadas… Una iba a Loutra y a su fuerte veneciano en ruinas, la otra llevaba a Driopis. No había visitado ninguno de esos poblados y había oído decir que ambos eran encantadores, pero el hecho de que estuvieran tan claramente indicados los despojaba de todo atractivo. Sin embargo, este otro camino, aunque no condujera a ninguna parte, cosa muy probable, al menos iba a un sitio sin nombre. No era una recomendación despreciable. Colmada de pura perversidad, siguió ese camino.

El paisaje a ambos lados de la carretera (o mejor dicho, el sendero, porque no tardó en convertirse en eso) no tenía nada de especial. Hasta las cabras con las que esperaba encontrarse brillaban por su ausencia, pero lo cierto era que la escasa vegetación no tenía aspecto apetecible. La isla no era un paraíso. A diferencia de Santorini, con su pintoresco volcán, o de Mykonos —la Sodoma de las Cicladas—, con sus lujosas playas y sus hoteles más lujosos aún, Kithnos no podía jactarse de nada que atrajera al turista. En suma, ése era el motivo por el que estaba allí, tan lejos de las multitudes como podía conspirar para estarlo. Sin duda, ese sendero la alejaría de ellas aún más.

El grito proveniente de los montes ubicados a su izquierda no podía ser pasado por alto. Era un grito de pura alarma, y resultó perfectamente audible por encima del gruñido de su coche de alquiler. Detuvo el anticuado vehículo y apagó el motor. El grito se repitió, pero esa vez seguido de un disparo, un intervalo y un segundo disparo. Sin pensárselo dos veces, abrió la puerta del coche y saltó al sendero. El aire le trajo la fragancia de los lirios del arenal y del tomillo silvestre, aromas que el pestazo a gasolina del interior del coche había encubierto con efectividad. Mientras aspiraba el perfume oyó un tercer disparo y vio una silueta —demasiado alejada de donde ella estaba como para distinguirla, aunque se hubiera tratado de su marido— que trepó a la cima de una de las colinas para desaparecer en una hondonada. Segundos después, aparecieron los perseguidores. Efectuaron otro disparo, y sintió alivio al comprobar que había sido lanzado al aire y no al hombre. Le advertían que se detuviera, en vez de tirar a matar. Los detalles de los perseguidores le resultaron tan poco claros como los del perseguido, salvo por un ominoso aspecto: iban vestidos, de la cabeza a los pies, con ondulantes túnicas negras.

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