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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (12 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—Al menos no llegué a verlo —repuso Vanessa—. Fui a mirar, pero no encontré rastros…

—¡Aja! —exclamó el anciano, regocijándose—. Entonces, quizá haya logrado escapar.

A Vanessa ya se le había ocurrido que aquella conversación podía ser una trampa; que el anciano fuera víctima del engaño de su captor, y que aquél fuera otro modo de sonsacarle información. Pero su instinto le dijo lo contrario. El anciano la miraba con afecto, y su cara, que era la de un payaso maestro, parecía incapaz de fingir. Para bien o para mal, Vanessa confiaba en él. Le quedaban muy pocas alternativas.

—Ayúdeme a salir —le pidió—. Tengo que salir de aquí.

—¿Tan pronto? —dijo el anciano, con aire abatido—. Si acaba de llegar.

—No soy una ladrona. No me gusta que me encierren.

—Claro que no —repuso él, asintiendo con la cabeza, y recriminándose en silencio por su egoísmo—. Lo siento. Es que una mujer hermosa… —Se interrumpió, y volvió a hilar la frase—: Esto de hablar nunca ha sido mi fuerte…

—¿Está seguro de que no lo conozco de alguna parte? —preguntó Vanessa—. Su cara me resulta familiar.

—¿De veras? Eso es muy agradable. Aquí todos creemos que nos han olvidado.

—¿Todos?

—Hace tanto tiempo que nos raptaron… Muchos de nosotros acabábamos de comenzar nuestras investigaciones. Fue por eso por lo que Floyd huyó. Quería completar unos cuantos meses de trabajo decente antes del final. A veces yo siento lo mismo. —Puso fin a su melancólica sucesión de ideas y volvió a la pregunta de Vanessa—. Soy el profesor Harvey Gomm. Aunque últimamente no recuerdo de qué era profesor.

Gomm. Era un nombre singular, y le sonaba, pero de momento Vanessa no lograba identificar la melodía.

— ¿No se acuerda? —inquirió él, mirándola directamente a los ojos.

Vanessa deseó mentirle, pero eso podría poner en su contra al anciano —la única voz cuerda que había encontrado allí— mucho más que la verdad.

—No… no me acuerdo. ¿Y si me diera una pista? Antes de que lograra desvelarle otra parte del misterio, el anciano oyó voces.

—Ahora no puedo hablarle, señora Jape. —Llámeme Vanessa.

—¿Puedo? —se le iluminó el rostro ante la calidez de su magnanimidad—. Vanessa.

—¿Me ayudará?

—Lo mejor que pueda. Pero si me viera en compañía de otros… —… Nunca nos hemos visto.

—Exactamente.
Au revoir.

Cerró el panel de la puerta y Vanessa oyó sus pisadas alejarse por el corredor. Minutos más tarde, cuando llegó su guardián, un afable malhechor llamado Guillemot. portando una bandeja con té. Vanessa fue toda sonrisas.

Su explosión del día anterior había dado, al parecer, ciertos frutos. Esa mañana, después del desayuno, el señor Klein le hizo una breve visita y le informó que le permitirían salir a los jardines del lugar (acompañada de Guillemot). para que pudiera disfrutar del sol. Le suministraron una nueva muda de ropa, un poco grande para ella, pero de todos modos un alivio que le permitió desprenderse de las prendas sudadas que hacía más de veinticuatro horas que llevaba encima. Esta última concesión a su comodidad era, sin embargo, un consuelo de tontos. Aunque estaba encantada de llevar ropa interior limpia, el hecho de que le suministraran ropa sugería que el señor Klein no preveía soltarla pronto.

Intentó calcular cuánto tiempo pasaría antes de que el obtuso gerente de su hotel se diera cuenta de que no iba a volver. Y en ese caso, ¿qué haría? Tal vez ya hubiera puesto sobre aviso a las autoridades; tal vez encontrarían el coche abandonado y seguirían su rastro hasta esa curiosa fortaleza. Con respecto a este último punto, sus esperanzas se esfumaron esa misma mañana, durante el paseo. El coche se encontraba estacionado en el recinto circundado de laureles, junto al portón, y a juzgar por las copiosas bendiciones derramadas sobre él por las palomas, había estado allí toda la noche. Sus captores no eran tontos. Tal vez tendría que esperar hasta que en Inglaterra alguien se preocupara e intentara averiguar su paradero; entre tanto podía muy bien morirse de aburrimiento.

Las demás personas que había en aquel sitio habían encontrado ciertas diversiones que les impidieron trasponer el umbral de la locura. Esa mañana, mientras recorría junto a Guillemot los jardines, oyó claramente unas voces en un patio vecino. Una de esas voces era la de Gomm. Gritaban excitadas.

—¿Qué ocurre?

—Están jugando —repuso Guillemot.

—¿Podemos ir a ver? —preguntó Vanessa, como quien no quiere la cosa.

—No…

—Me gustan los juegos.

—¿De veras? Entonces jugaremos usted y yo, ¿eh?

No era la respuesta que esperaba, pero si insistía podía levantar sospechas.

—¿Por qué no? —contestó.

Ganarse la confianza de aquel hombre sólo podía resultarle beneficioso.

—¿Al póquer? —Nunca he jugado.

—Le enseñaré —repuso Guillemot.

Resultaba evidente que le seducía la idea. Del patio contiguo se elevó la algarabía de los jugadores. Parecía una especie de carrera, a juzgar por los gritos de aliento y la subsiguiente calma desinflada que se producía al alcanzar la meta. Guillemot la pescó escuchando.

—Ranas —le dijo—. Son carreras de ranas.

—Me preguntaba si…

Guillemot la miró casi con cariño y le dijo:

—Será mejor que no.

A pesar del consejo de Guillemot, una vez que centró su atención en el sonido de los juegos, no logró apartar de su cabeza la algarabía. Continuó durante toda la tarde, con aumentos y disminuciones. A veces se oían carcajadas repentinas, y con frecuencia, discusiones. Gomm y sus amigos se comportaban como niños por la forma en que reñían por un objetivo tan intrascendente como una carrera de ranas. Pero a falta de diversiones más edificantes, ¿acaso podía culparlos? Esa noche, cuando el rostro de Gomm se asomó a la ventana de la puerta, lo primero que le dijo fue:

—Esta mañana los oí en uno de los patios. Y también esta tarde. Al parecer, se lo estaban pasando en grande.

—Ah, los juegos —repuso Gomm—. Hemos tenido un día ocupado. Había muchas cosas que decidir.

—¿Cree que podría convencerlos para que me permitieran unirme a ustedes? Aquí dentro empiezo a aburrirme.

—Pobre Vanessa. Me gustaría poder ayudarla. Pero es prácticamente imposible. En esos momentos tenemos una avalancha de trabajo, especialmente a raíz de la huida de Floyd.

«¿Avalancha de trabajo? —pensó Vanessa—. ¿Por jugar a las carreras de ranas?» Temerosa de ofenderlo, no expresó su duda en voz alta.

—¿Qué ocurre aquí? No son ustedes criminales, ¿verdad?

—¿Criminales? —inquirió Gomm con aire ultrajado.

—Lo lamento…

—No, no. Comprendo por qué lo ha preguntado. Supongo que ha de parecerle extraño… eso de que estemos encerrados. Pero no somos criminales.

—¿Y qué son entonces? ¿Cuál es el secreto? Gomm inspiró profundamente antes de contestar. —Si se lo digo, ¿nos ayudará a salir de aquí? —¿Cómo?

—En su coche. Está en la parte de delante.

—Sí, ya lo vi…

—Si lográsemos llegar hasta él, ¿nos llevaría?

—¿Cuántos son?

—Cuatro. Ireniya, Mottershead, Goldberg y yo. Claro que Floyd andará por ahí fuera, en alguna parte, pero tendrá que cuidarse solo, ¿no?

—El coche es pequeño —le advirtió.

—Somos gente pequeña —replicó Gomm—. Con la edad uno se encoge, ya lo sabe usted, como la fruta seca. Y somos viejos. Entre todos, incluido Floyd, sumamos trescientos noventa y ocho años. Tanta amarga experiencia, y no por eso somos más sabios.

En el patio al que daba el cuarto de Vanessa se oyeron unos gritos repentinos. Gomm desapareció de la puerta, y volvió a reaparecer brevemente para murmurar:

—Lo han encontrado. Dios mío, lo han encontrado.

Dicho lo cual salió disparado.

Vanessa se dirigió a la ventana y espió por ella. No logró ver demasiado, pero lo poco que logró captar denotaba una agitada actividad: «las hermanas» iban de acá para allá.

En el centro de la conmoción logró ver una pequeña figura, el fugado Floyd, no cabía duda, que forcejeaba entre dos guardas. Los días y las noches pasados a la intemperie parecían haberlo dejado maltrecho; tenía las facciones lánguidas y sucias, y la coronilla pelada despellejada por el exceso de sol. Vanessa oyó la voz del señor Klein elevarse por encima del ajetreo y lo vio entrar en escena. Se acercó a Floyd y procedió a reprenderlo sin piedad. Vanessa apenas lograba captar una de cada diez palabras, pero el asalto verbal no tardó en provocar el llanto del anciano. Se alejó de la ventana, rogando en silencio porque Klein se ahogara la próxima vez que comiese chocolate.

Hasta ese momento, el tiempo transcurrido allí le había permitido coleccionar un curioso número de experiencias: un momento agradable (la sonrisa de Gomm, la pizza, el sonido de los juegos desarrollados en un patio parecido), y el siguiente (el interrogatorio, la provocación que acababa de presenciar) desagradable. Y aun así, distaba mucho de comprender qué función cumplía aquella cárcel, por qué sólo contaba con cinco reclusos (seis, si se incluía a sí misma) y por qué eran todos tan viejos, encogidos por los años, según le había dicho Gomm. Pero después de presenciar la humillación que Klein le infligiera a Floyd, Vanessa tuvo la certeza de que ningún secreto, por más apremiante que fuera, le impediría ayudar a Gomm en su lucha por conseguir la libertad.

El profesor no regresó esa noche, lo cual la defraudó. Quizá la captura de Floyd se habría traducido en unas reglas más severas, reflexionó, aunque ese principio apenas la afectara a ella. Al parecer, la tenían prácticamente olvidada. Aunque Guillemot le llevaba comida y bebida, no se quedaba a enseñarle a jugar al póquer, tal como habían acordado, ni tampoco la sacaba a tomar el aire. Abandonada en la sofocante habitación, sin compañía, y con la mente sin otro entretenimiento que contarse los dedos, no tardó en sentirse invadida por la apatía y el sueño.

Dormitaba en mitad de la tarde, cuando algo golpeó contra la pared externa, junto a la ventana. Se levantó, y se disponía a ver qué era aquel sonido, cuando por la ventana entró un objeto lanzado desde fuera. Aterrizó con un ruido metálico y sordo. Quiso echarle un vistazo al remitente, pero ya se había ido.

El pequeño paquete era una llave envuelta en una nota que decía:
Vanessa, prepárese. Suyo, per saecula saeculorum, H. G.

El latín no era su fuerte; abrigó la esperanza de que las últimas palabras fueran un saludo cariñoso y no una instrucción. Probó la llave en la puerta de su celda. Funcionaba. Estaba claro que Gomm no pretendía que la utilizara ahora mismo, sino que esperaba una señal. Prepárese, le había escrito. Evidentemente, era más fácil decirlo que hacerlo. Resultaba tan tentador, con la puerta abierta y el corredor que iba hacia el sol completamente desierto, olvidarse de Gomm y de los otros y salir por piernas… Pero sin duda H. G. se había arriesgado al conseguir la llave. Y le debía fidelidad.

A partir de ese momento, no volvió a dormitar. Cada vez que oía una pisada en los claustros, o un grito en el patio, se levantaba y estaba lista. Pero la señal de Gomm no llegó. La tarde transcurrió lentamente, y al llegar el anochecer, Guillemot apareció con otra pizza y una botella de Coca—Cola para la cena, y antes de que Vanessa se diera cuenta, la noche había caído y otro día había concluido.

Tal vez fueran al abrigo de la oscuridad, pensó, pero no lo hicieron. Salió la luna, con sus mares de sonrisas presuntuosas, y no recibió señales de H. G. ni de su prometido éxodo. Comenzó a sospechar lo peor: que habían descubierto el plan y que los habían castigado a todos por ello. Si así era, ¿acaso el señor Klein no tardaría en descubrir, tarde o temprano, su participación? Aunque su papel había sido mínimo, ¿qué sanciones le impondría el hombre de los chocolates? Poco después de medianoche, decidió que esperar allí a que el hacha cayera no era su estilo, y que lo más sensato que podía hacer era imitar a Floyd y salir por piernas.

Salió de la celda, la cerró con llave y atravesó los claustros a toda prisa, manteniéndose en las sombras lo mejor que pudo. No había señales de presencia humana, pero recordó a la Virgen vigilante que la había espiado por primera vez. Allí no se podía una fiar de nada. Agazapada, y gracias a la pura buena suerte, logró salir al patio en el que Floyd se había enfrentado al señor Klein. Hizo una pausa para decidir de qué lado estaría la salida. Pero las nubes le cubrieron la cara de la luna, y en la oscuridad, su incierto sentido de la orientación la abandonó por completo. Confiando en la suerte que la había llevado hasta allí sin ser detenida, escogió una de las salidas del patio, la atravesó y se dejó guiar por el olfato a lo largo de un sendero cubierto que serpeaba y giraba antes de conducir a otro patio mayor que el primero. Una ligera brisa agitó las hojas de los laureles entrelazados que había en el centro del patio; los insectos nocturnos zumbaban en las paredes. Por pacífica que pareciera, no lograba ver en la plaza una ruta prometedora, y se disponía a regresar por donde había llegado, cuando la luna se deshizo de sus velos e iluminó el patio de pared a pared.

Estaba vacío, a excepción de los laureles y la sombra de los laureles, pero esa sombra caía sobre un complicado dibujo pintado en el suelo. Se quedó mirándolo, demasiado embargada por la curiosidad como para retirarse, aunque al principio no logró encontrarle sentido a la cosa; el diseño parecía ser sólo eso: un diseño. Cautelosamente, recorrió uno de sus bordes intentando descifrar su significado. Entonces advirtió que lo estaba mirando del revés. Se dirigió al otro extremo del patio y el dibujo le resultó claro. Era un mapa del mundo, reproducido hasta la última e insignificante isla. Aparecían indicadas las ciudades más importantes, y los océanos y los continentes estaban recorridos por cientos de finas líneas que marcaban latitudes, longitudes y muchas cosas más. Aunque muchos de los símbolos eran idiosincrásicos, estaba claro que el mapa se encontraba plagado de detalles políticos. Fronteras en litigio, aguas territoriales, zonas de exclusión. Muchos de estos detalles habían sido redibujados en tiza, como respondiendo a las informaciones diarias. En ciertas regiones, particularmente cargadas de acontecimientos, la masa de tierra aparecía oscurecida por anotaciones.

La fascinación se interpuso entre ella y su seguridad. No oyó las pisadas provenientes del Polo Norte hasta que su propietario salió de su escondite y quedó iluminado por la luz de la luna. Se disponía a salir corriendo, cuando reconoció a Gomm.

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