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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (9 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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—No, Billy —le murmuró Cleve, echando una manta por encima del cuerpo amarrado para ocultar la situación a cualquier guardia que pudiera mirar a través de la mirilla antes de que se hiciera de día—. Esta noche no lo vas a traer. Todo lo que te dije era cierto, chaval. Tu abuelo quiere salir, y te está utilizando para escapar. —Cleve agarró la cabeza de Billy, y apretó sus dedos contra las mejillas del muchacho—. Él no es tu amigo. Yo sí. Siempre lo he sido. —Billy sacudió la cabeza intentándose liberar de las manos de Cleve, pero no lo consiguió—. No malgastes las energías —le aconsejó Cleve—, va a ser una noche larga.

Dejó al muchacho en la litera, atravesó la celda hasta la pared y se deslizó por ella hasta quedarse en cuclillas, observando. Se quedaría despierto hasta el amanecer, y entonces, cuando ya hubiera un poco de luz, pensaría y decidiría su siguiente movimiento. Por el momento, se sentía satisfecho al ver que su ruda táctica había funcionado.

El muchacho ya había abandonado sus intentos de lucha; era evidente que se había dado cuenta de que estaba demasiado bien atado como para que consiguiera soltarse. Una cierta calma descendió sobre la celda: Cleve sentado en la zona iluminada por el haz que entraba por la ventana, el chico acostado en la penumbra de la litera inferior, respirando por la nariz de manera regular. Cleve miró su reloj. Eran las doce y cincuenta y cuatro. ¿A qué hora amanecería? No lo sabía. Faltarían cinco horas, como poco. Echó la cabeza hacia atrás, y fijó la mirada en la luz.

La luz lo hipnotizó. Los minutos pasaron lenta pero regular mente, y la luz siguió sin alterarse. De vez en cuando, un guardián pasaba por la galería, y Billy, al oír las pisadas, empezaba a forcejear de nuevo. Sin embargo, nadie miró dentro de la celda. Los dos prisioneros fueron abandonados a sus pensamientos; Cleve preguntándose si llegaría un día en el que se podría liberar de la sombra que tenía detrás de él, y Billy pensando en lo que quiera que piensen los monstruos maniatados. Y los minutos de la madrugada fueron transcurriendo con calma, minutos que se arrastraban como escolares aplicados, cada uno pisándole los talones al que le precedía, y cuando ya habían pasado sesenta, ese total era una hora. Y el amanecer ya se había aproximado ese lapso de tiempo. Aunque ahora bien, eso mismo habría hecho la muerte, y es de suponer que también el final del mundo: esas gloriosas trompetas del Juicio Final, del que con tanto entusiasmo había hablado el Obispo; ese momento en el que los muertos enterrados bajo el césped del exterior se levantarían tan frescos como el pan del día anterior e irían a reunirse con su Creador. Y sentado allí, contra la pared, escuchando respirar a Billy y observando la luz en el cristal y la que lo atravesaba, Cleve supo con total certeza que incluso si escapaba de esa trampa, se trataría tan solo de un respiro temporal; que esa larga noche, con sus minutos y horas, era un anticipo de una vigilia más prolongada. Entonces estuvo a punto caer en la desesperación; sintió cómo su alma se hundía en un agujero del que no parecía haber esperanzas de que fuera a ser rescatada.
Este es el mundo real
, se lamentó.
Sin alegría, sin luz, sin ilusión; tan solo esta espera sumido en la ignorancia, sin esperar nada, ni siquiera al miedo, puesto que el miedo solo les llega a aquellos que tienen sueños que perder
. El agujero era profundo y oscuro. Levantó la mirada hacia el exterior, hacia la luz que atravesaba la ventana, y una serie de espantosos pensamientos empezaron a pasarle por la cabeza. Se olvidó de la litera y del muchacho que yacía acostado en ella. Se olvidó del entumecimiento que se había apoderado de sus piernas. Con el tiempo, podría haber llegado a olvidar el sencillo acto de tomar aire, si no llega a ser por el olor a orina que lo arrancó de su fuga.

Miró hacia la litera. El muchacho estaba vaciando la vejiga, pero ese acto era en realidad un síntoma de algo totalmente distinto. Bajo la manta, el cuerpo de Billy se estaba retorciendo de mil maneras distintas que sus ataduras hubieran debido impedir. Cleve tardó unos instantes en quitarse de encima su letargo, y unos cuantos más en darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Billy se estaba transformando.

Cleve intentó incorporarse, pero había estado sentado tan inmóvil y durante tanto tiempo, que tenía dormidas las extremidades inferiores. Estuvo a punto de caerse de bruces en medio de la celda, y solo consiguió evitarlo alargando un brazo para agarrarse a la silla. Tenía los ojos clavados en la oscuridad de la litera inferior. La amplitud y complejidad de los movimientos estaba aumentando. La manta fue arrancada de su lugar. Bajo ella, el cuerpo de Billy ya resultaba irreconocible; se trataba del mismo proceso que ya había presenciado la vez anterior, pero a la inversa. La materia formando febriles nubes alrededor del cuerpo y solidificándose en formas atroces. Extremidades y órganos convertidos en algo indescriptible, dientes afilándose y colocándose en su lugar en una enorme cabeza que seguía hinchándose. Le rogó a Billy que se detuviera, pero cada vez que respiraba quedaba menos humanidad a la que apelar. La fuerza de la que el muchacho había carecido le había sido otorgada a la bestia; ya casi había roto la mayor parte de las ataduras, y entonces, mientras Cleve estaba mirando, consiguió liberarse de la última, y se deslizó desde la litera hasta el suelo de la celda.

Cleve retrocedió hacia la puerta mientras estudiaba la transformada figura de Billy. Recordó el terror de su madre ante las tijeretas, y en esa anatomía vio algo que le recordó a esos insectos: la forma en la que la brillante espalda se doblaba sobre sí misma, exponiendo el revoltijo de miembros contoneantes que bordeaban el abdomen. Aparte de esa, ese cuerpo no permitía establecer ninguna otra analogía. La cabeza estaba plagada de lenguas, que lamían los ojos carentes de párpados y recorrían los dientes de un extremo a otro, humedeciéndolos y volviéndolos a humedecer a cada instante; de unos agujeros rezumantes situados a lo largo de los costados llegaba un hedor a cloaca. Pero incluso entonces, seguía habiendo un residuo de algo humano atrapado en esa inmundicia, y ese rumor solo servía para intensificar lo repugnante del conjunto. Al ver sus garras y púas, Cleve se acordó del creciente alarido de Lowell, y sintió una palpitación en la garganta, que estaba dispuesta a liberar un sonido igual que aquel en caso de que la bestia lo atacara.

Sin embargo, las intenciones de Billy eran otras. Avanzó hacia la ventana, con su horrible colección de extremidades, se encaramó hasta ella y apoyó la cabeza contra el cristal como si de una sanguijuela se tratara. Su canturreo ya no era el mismo que antes, pero Cleve no dudaba de que la invocación sí que era la misma. Se acercó a la puerta y empezó a aporrearla, confiando en que Billy estuviera demasiado distraído con su llamada como para emprenderla con él antes de que llegara la ayuda.

—¡Venid deprisa! ¡Por el amor de Dios! ¡Deprisa!

Gritó todo lo fuerte que su agotamiento le permitía, y en una ocasión miró por encima del hombro para ver si Billy iba a por él. No era el caso; seguía aferrado a la ventana, aunque su canturreo se había debilitado. Había logrado su propósito. La oscuridad reinaba en la celda.

Presa del pánico, Cleve se giró de nuevo hacia la puerta y siguió golpeándola. Alguien estaba corriendo por la galería; Cleve oía gritos e imprecaciones que venían de las otras celdas.

—¡Dios mío! ¡Ayudadme! —gritó.

Notó frío en la espalda. No necesitaba darse la vuelta para saber qué estaba ocurriendo detrás de él. La sombra estaba creciendo y la pared disolviéndose para que la ciudad y su ocupante pudieran atravesarla. Tait estaba allí. Podía sentir la presencia del hombre, inmensa y sombría. Tait, el infanticida; Tait, la sombra; Tait, el transformista. Cleve golpeó la puerta hasta hacerse sangre en las manos. Las pisadas parecían llegar desde otro continente. ¿Estaba viniendo alguien? ¿Estaba viniendo alguien?

El frío que había notado detrás de él se convirtió en una ráfaga de aire. Vio cómo una fluctuante luz azul proyectaba su sombra sobre la puerta; olió la arena y la sangre.

Y entonces, llegó la voz. No la del chico, sino la de su abuelo, la de Edgar Saint Clair Tait. Ese era el hombre que había declarado ser las heces del diablo, y al oír la abominable voz, Cleve creyó tanto en el infierno como en su señor, creyó encontrarse ya en las entrañas de Satán, y estar siendo testigo de sus portentos.

—Es usted demasiado curioso —le dijo Edgar—. Ya es hora de que se vaya a la cama.

Cleve no quería volverse. Lo último que quería hacer era girarse y mirar a su interlocutor. Sin embargo, ya no era dueño de sus propios actos; los dedos de Tait habían penetrado en su cabeza y estaban hurgando en ella. Se dio media vuelta, y miró.

El ahorcado estaba en la celda. No era la bestia que Cleve había vislumbrado, aquel rostro pastoso lleno de huevos de mosca. Estaba allí, en persona; con ropas de otra época, pero con un cierto encanto. Tenía un rostro bien formado, con la frente amplia y la mirada resuelta. Todavía llevaba su alianza de boda en la mano con la que acariciaba la cabeza inclinada de Billy como si este fuera un perrito.

—Es hora de morir, señor Smith —le dijo.

Cleve oyó gritar a Devlin fuera, en la galería. No le quedaba aliento con el que responder. Pero, ¿estaba oyendo las llaves en la cerradura o se trataba de una ilusión creada por su mente para apaciguar su pánico?

El viento llenaba la diminuta celda. Volcó la silla y la mesa, y alzó por los aires las sábanas como si fueran fantasmas infantiles. Y entonces se llevó con él a Tait y al chico; los dos fueron aspirados de vuelta hacia el paisaje de la ciudad que se iba alejando.

—Venga ahora… —le pidió Tait, mientras su rostro se iba corrompiendo— le necesitamos, en cuerpo y alma. Venga con nosotros, señor Smith. No aceptaremos una negativa.

—¡No! —le contestó a gritos Cleve a su torturador. La succión tiraba de sus dedos y de sus globos oculares—. No iré…

Detrás de él, la puerta estaba siendo sacudida.

—¡No iré! ¿me ha oído?

De pronto, la puerta se abrió de golpe, y lo empujó hacia delante, hacia el interior del vórtice de niebla y polvo que estaba succionando a Tait y a su nieto. Estuvo a punto de acompañarles, pero una mano lo agarró por la camisa y lo arrastró de vuelta desde el borde, justo en el momento en que su conciencia claudicó.

En algún lugar lejano, Devlin empezó a reírse como una hiena.

Se ha vuelto loco
, fue la conclusión de Cleve; y la imagen evocada por su cada vez más confundida mente fue la del contenido del cerebro de Devlin escapando por su boca como una jauría de perros voladores.

Se despertó en sus sueños, y en la ciudad. Recordaba sus últimos instantes de conciencia: la histeria de Devlin, la mano deteniendo su caída y las dos figuras que eran succionadas delante de él. Al parecer, él las había seguido, incapaz de evitar que su mente comatosa volviera a hollar la acostumbrada ruta hasta la metrópoli de los asesinos. Sin embargo, Tait todavía no había triunfado. Cleve tan solo seguía soñando su presencia en ese lugar. Su cuerpo real continuaba estando en Pentonville; y esa sensación de descoyunta miento impregnaba todos sus actos.

Escuchó el viento. Era tan elocuente como siempre: las voces iban de aquí para allá con cada ráfaga cargada de arena, pero nunca, ni siquiera cuando el viento amainaba hasta convertirse en un suspiro, se apagaban completamente. Mientras estaba escuchando, oyó un grito. En esa ciudad silenciosa, el sonido le sobresaltó; también asustó a las ratas, que abandonaron sus nidos, y a un grupo de pájaros, que se alzaron volando desde alguna plaza solitaria.

Sintiendo curiosidad, fue tras el sonido, cuyos ecos casi se podían rastrear en el aire. Mientras avanzaba a buen paso por las calles vacías, oyó alzarse más voces, y hombres y mujeres empezaron a aparecer en las puertas y ventanas de sus celdas. Una multitud de caras, sin nada en común entre unas y otras que pudiera confirmar las expectativas de un fisonomista. El asesinato tenía tantos rostros distintos como crímenes se producían. La única característica que tenían en común era la aflicción, la desesperación después de esperar durante tanto tiempo en el lugar de su crimen. Les echó una ojeada al pasar, y esos rostros lo distrajeron de tal modo, que no se percató de hacia donde lo estaba llevando el grito hasta que se encontró de nuevo en el gueto al que la niña lo había conducido.

Entonces dobló una esquina y al final del callejón sin salida que ya conocía de su anterior visita al lugar (el muro, la ventana, la cámara sangrienta que había más allá) vio a Billy, retorciéndose en la arena a los pies de Tait. El chico era a medias él mismo y a medias la bestia en la que se había transformado delante de los ojos de Cleve. Su parte humana se convulsionaba intentando liberarse de la otra mitad, pero sin conseguirlo. En un momento dado, el cuerpo del chico afloraba, pálido y frágil, solo para ser subsumido inmediatamente en el flujo de la transformación. ¿Era un brazo eso que se estaba formando, y que desaparecía de nuevo antes de llegar a tener dedos? ¿Era eso un rostro intentando salir de esa morada de lenguas que era la cabeza de la bestia?

La visión desafiaba cualquier análisis. En cuanto Cleve se centraba en algún rasgo reconocible, este era tragado de nuevo.

Edgar Tait apartó la mirada de la lucha que se desarrollaba delante de él, y le mostró los dientes a Cleve. La exhibición podría haber despertado la envidia de cualquier tiburón.

—Dudó de mí, señor Smith… —dijo el monstruo—, y vino en busca de su celda.

Una boca apareció en esa masa confusa que había sobre la arena y dejó escapar un grito agudo, lleno de dolor y espanto.

—Ahora quiere alejarse de mí —continuó Tait—. Usted sembró la duda, y él debe sufrir las consecuencias. —Señaló a Cleve con un dedo tembloroso, y al hacerlo, su extremidad se transformó, la carne se convirtió en piel seca y amoratada—. Usted vino a un lugar en el que no era bien recibido; ahora observe el sufrimiento que ha causado.

Tait dio un puntapié a la cosa que tenía a sus pies, que se puso boca arriba, vomitando.

—Me necesita —añadió Tait—. ¿Es que no es capaz de en tenderlo? Sin mí, está perdido.

Cleve no contestó al ahorcado, sino que en lugar de eso, se dirigió a la bestia que estaba sobre la arena.

—¿Billy? —le llamó, intentando sacar al muchacho de ese flujo de mutaciones.

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