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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (11 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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Vaciló al costado del coche; no estaba segura de si debía volver a subirse al vehículo y marcharse, o averiguar a qué se debía aquel juego del escondite. El sonido de las armas no era particularmente agradable, pero ¿cómo darle la espalda a semejante misterio? Los hombres de negro habían desaparecido tras su presa, y ella volvió la vista hacia el lugar del que habían salido y hacia allí se dirigió, manteniendo la cabeza gacha lo mejor que pudo.

En aquel terreno poco común las distancias resultaban engañosas; las colinas arenosas se parecían mucho entre sí. Durante diez minutos avanzó cuidadosamente entre los cohombrillos amargos, y entonces le embargó la certeza de haber perdido el lugar por donde perseguidor y perseguidores habían desaparecido; para entonces se encontraba en un mar de lomas cubiertas de pasto seco. Hacía rato que los gritos habían cesado, al igual que los disparos. Estaba sola con el sonido de las gaviotas y el chirriante debate de las cigarras alrededor de sus pies.

—¡Maldita sea! —dijo—. ¿Porqué haré estas cosas?

Escogió la colina más grande de las cercanías y subió la ladera con paso incierto por el terreno arenoso, para comprobar si desde la cima lograba tener una mejor visión del sendero que acababa de abandonar, o tal vez del mar. Si lograba localizar los acantilados, podría orientarse en relación con el lugar donde había dejado el coche y dirigirse aproximadamente en aquella dirección, con la certeza de que tarde o temprano alcanzaría el sendero. Pero el montecillo era una miniatura; desde su cima sólo le fue revelado el alcance de su aislamiento. Por todas partes, los lomos de las mismas colinas indiferenciadas se alzaban hacia el sol de la tarde. Desesperada, se chupó el dedo y lo levantó en el aire para comprobar de dónde soplaba el viento, razonando que la brisa vendría con toda probabilidad del mar, y que podría utilizar esa magra información para basar en ella su cartografía mental. La brisa era insignificante, pero constituía la única guía disponible, por lo que partió en la dirección en la que esperaba encontrar el sendero.

Al cabo de cinco minutos, durante los cuales su agitación fue en aumento, subió y bajó colinas, escaló una de las laderas, y no se encontró con su coche, sino con un racimo de edificaciones blancas —dominadas por una gruesa torre y rodeadas de un alto muro, como si fuera una guarnición— que no había observado en sus anteriores exploraciones desde lo alto. Se le ocurrió que el perseguido y sus tres excesivamente atentos admiradores habían salido de allí, y ese hecho le aconsejó que no le convenía acercarse. Pero sin instrucciones de nadie, ¿acaso no corría el riesgo de vagar indefinidamente por aquel erial sin poder encontrar el camino de regreso al coche? Además, los edificios tenían un aspecto nada pretencioso que le infundió seguridad. Por encima del brillante muro asomaba el follaje, lo cual sugería que allí detrás había un jardín solitario, en el que al menos encontraría un poco de sombra. Cambió de rumbo y se dirigió hacia la entrada.

Cuando llegó a los portones de hierro forjados estaba exhausta. Sólo cuando encontrara un poco de alivio reconocería el peso de su cansancio: la marcha penosa a través de las colinas le había reducido muslos y pantorrillas a una incompetencia temblorosa.

Al ver uno de los portones entornado, se coló por la abertura. El patio que había detrás estaba pavimentado, y salpicado de excrementos de paloma; varias de las culpables se habían posado sobre un mirto y al verla aparecer se pusieron a arrullar. Desde el patio, y en dirección a una maraña de edificios, partían una serie de senderos cubiertos. Su perversidad, viciada por la aventura, la impulsó a seguir el de aspecto menos prometedor, que la condujo a la sombra de un balsámico pasaje cubierto de sencillos bancos, y más allá encontró un recinto más pequeño. Allí, el sol caía sobre uno de los muros, en uno de cuyos nichos había una estatua de la Virgen María, con su famoso niño, con dos dedos levantados en señal de bendición, sentado sobre su brazo. Al ver la estatua, las piezas del misterio encajaron: el lugar apartado, el silencio, la sencillez de los patios y senderos… Seguramente se trataría de un establecimiento religioso.

Había carecido de Dios desde la temprana adolescencia, y en los veinticinco años que siguieron, rara vez había traspuesto el umbral de una iglesia. Ahora, a los cuarenta y uno, difícilmente volvería al redil, por lo que se sintió doblemente intrusa. Pero al fin y al cabo no buscaba asilo, sino simplemente instrucciones. Podía pedirlas y marcharse.

A medida que avanzaba por el suelo de piedra, bañado de sol, experimentó la curiosa incomodidad que acompaña a la sensación de que te están espiando. Se trataba de una cualidad que, durante su vida en común con Ronald, había adquirido el sofisticado grado de sexto sentido. Los ridículos celos que tres meses antes habían puesto fin al matrimonio habían empujado a Ronald a adoptar unas estrategias de espionaje que no habrían avergonzado a las agencias de Whitehall o Washington. En este momento sintió que la observaban no uno, sino varios pares de ojos. Aunque miró las estrechas ventanas que daban al patio y notó movimiento en una de ellas, nadie hizo ningún esfuerzo por comunicarse con ella. Tal vez se tratara de una orden muda cuyos votos de silencio eran observados con tanto rigor que tendría que hacerse entender por señas. Pues bien, que así fuera.

A sus espaldas oyó el sonido de unos pies que corrían, seguido de varios pares de pies que se acercaban a toda prisa hacia ella. Y desde el fondo del sendero le llegó el fragor de los portones de hierro al cerrarse con estrépito. Por un motivo u otro, el corazón le dio un vuelco, provocándole un revuelo en la sangre, que se le agolpó en la cara. Las piernas, debilitadas, le volvieron a temblar.

Se volvió para enfrentarse a los propietarios de aquellos pasos urgentes, y al hacerlo vio moverse un poco la pétrea cabeza de la Virgen. Sus ojos azules habían seguido su recorrido por el patio, y no cabía duda de que también la estaban vigilando ahora. Se quedó inmóvil. Lo mejor sería no correr, pensó, porque tenía a Nuestra Señora cubriéndole las espaldas. De todas maneras, de nada le habría servido el salir corriendo, porque en ese momento de las sombras de los claustros surgieron tres monjas cuyos hábitos ondulaban en el aire. Las barbas y el brillo de los rifles automáticos que llevaban destrozaron la ilusión de que eran esposas de Cristo. Se habría echado a reír ante aquella incongruencia, pero las monjas le apuntaron directamente al corazón.

No le ofrecieron ni una palabra de explicación; no obstante en un lugar que albergaba hombres armados disfrazados de monjas, un atisbo de razón sería, indudablemente, tan raro como las ranas con plumas.

Las tres hermanitas la ataron y la sacaron del patio, tratándola como si acabara de arrasar con el Vaticano. La registraron a fondo y expeditivamente. Aceptó aquella invasión con alguna que otra queja sumaria. Las miras de sus rifles no se apartaron de ella ni por un momento, y en semejantes circunstancias lo mejor era obedecer. Acabado el registro, uno de ellos la invitó a vestirse, y fue escoltada a un cuartito donde la encerraron. Poco después, una de las monjas le llevó una botella de sabroso
retsina
y, para completar el catálogo de incongruencias, la mejor pizza estilo Chicago que había comido al este de esa ciudad. A Alicia, perdida en el País de las Maravillas, no podría haberle parecido más curioso.

—Tal vez haya habido un error —reconoció el hombre del bigote aceitado, al cabo de varias horas de interrogatorio.

Vanessa sintió alivio al descubrir que el hombre no pretendía hacerse pasar por abadesa, a pesar del aspecto de la guarnición. Su despacho —si es que era su despacho— estaba parcamente amueblado, y el único artefacto digno de mención era una calavera humana sin mandíbula inferior, que reposaba sobre el escritorio y la miraba fijamente desde sus cuencas vacías. El hombre vestía bien, tenía la pajarita inmaculadamente atada, y los pantalones llevaban una raya letal. Por debajo de su inglés calculado, Vanessa creyó olfatear un rastro de acento. ¿Francés? ¿Alemán? Sólo cuando sacó un poco de chocolate del escritorio, Vanessa concluyó que era suizo. Según le dijo, se llamaba señor Klein.

—¿Un error? ¡Desde luego que ha habido un error! —exclamó Vanessa.

—Hemos encontrado su coche. También hemos llamado al hotel y, de momento su historia queda verificada.

—No soy una impostora —dijo Vanessa.

A pesar de que intentara sobornarla con dulces, el señor Klein había desbordado su capacidad de cortesía. Calculó que ya sería bien entrada la noche; no obstante, no llevaba reloj y aquella pequeña habitación desnuda, ubicada en el vientre de uno de los edificios, carecía de ventanas, por lo que resultaba difícil estar segura. El señor Klein y su desnutrido número dos se habían encargado de distraer la atención de Vanessa, por lo que no tenía mucha idea del tiempo transcurrido.

—En fin —añadió—, me alegro de que esté usted satisfecho. ¿Me dejará ahora volver al hotel? Estoy cansada.

—No —repuso Klein, negando con la cabeza—. Me temo que no será posible.

Vanessa se puso en pie de un salto, y la violencia de su movimiento hizo caer la silla. Al cabo de un segundo, la puerta se abrió y una de las hermanas barbudas asomó por ella con la pistola en alto.

—Está bien, Stanislaus —ronroneó el señor Klein—. La señora Jape no me ha degollado.

«La hermana» Stanislaus se retiró, cerrando la puerta tras de sí.

— ¿Porqué? —inquirió Vanessa.

La aparición del guardia había aplacado sus iras.

—¿Por qué qué? —preguntó el señor Klein. —Las monjas.

Klein suspiró pesadamente y tocó la cafetera que le habían llevado una hora antes, para comprobar si seguía caliente. Se sirvió media taza antes de contestar.

—En mi opinión, todo esto es innecesario, señora Jape, y le doy mi palabra de que haré que la suelten lo antes posible. Por el momento, le ruego que sea indulgente. Piense en esto como si se tratara de un juego… —El semblante se le agrió un poco—. A ellos les gustan los juegos.

—¿A quiénes?

—Olvídelo —dijo Klein, frunciendo el ceño—. Cuanto menos sepa, menos tendremos que hacerle olvidar.

Vanessa entrecerró los ojos y le echó una mirada a la calavera.

—Todo esto no tiene ningún sentido —dijo.

—Ni falta que hace que lo tenga —repuso el señor Klein. Hizo una pausa y bebió un sorbo de café tibio—. Señora Jape, ha cometido un lamentable error al venir aquí. También es verdad que hemos cometido un error al dejarla entrar. Normalmente, nuestras defensas son mucho más severas. Pero nos pescó usted con la guardia baja, y sin darnos cuenta…

—Oiga —le interrumpió Vanessa—, no sé qué es lo que pasa aquí. Ni quiero saberlo. Lo único que deseo es que me permitan regresar a mi hotel y terminar mis vacaciones en paz.

A juzgar por la expresión de la cara de su interrogador, sus súplicas no parecían resultar persuasivas.

—¿Es mucho pedir? —inquirió—. No he hecho nada. No he visto nada. ¿Cuál es el problema?

El señor Klein se puso de pie.

—El problema —repitió en voz baja, como para sí—. Es una buena pregunta. —No se molestó en contestarla, sin embargo. Se limitó a llamar—: Stanislaus.

La puerta se abrió y apareció «la monja».

—Lleva a la señora Jape a su habitación, ¿quieres?

—¡Presentaré una queja ante mi embajada! —aulló Vanessa, llena de resentimiento—. ¡Tengo mis derechos!

—Por favor —dijo el señor Klein, dolorido—, que grite no nos será de ninguna utilidad.

«La monja» aferró a Vanessa por el brazo. La mujer notó la proximidad del revólver.

—¿Vamos? —inquirió amablemente el guarda. —¿Tengo otra elección? —preguntó a su vez Vanessa. —No.

El truco de la buena farsa, le había comentado una vez su cuñado, ex actor, estaba en representarla con mortal seriedad. Nada de guiños solapados a la galería que indiquen la intención cómica del comediante; nada de detalles extravagantes que pongan en peligro la realidad de la pieza. De acuerdo con estas rigurosas normas, se encontraba rodeado de un elenco de expertos: todos deseosos de actuar —a pesar de los hábitos, los velos y las vírgenes espías— como si aquella ridícula situación no fuera en modo alguno algo fuera de lo corriente. Por más que se esforzaba, no podía desenmascararlos, ni romperles las caras serias, ni obtener de ellos una sola señal de timidez. Estaba claro que carecía de las habilidades necesarias para esa clase de comedia. Cuanto antes advirtieran su error y la despidieran de la compañía, más feliz se sentiría.

Durmió bien, ayudada por media botella de whisky que alguien previsor había dejado en su cuartito mientras ella estaba ausente. Rara vez había bebido tanto en tan corto tiempo, y cuando, a eso del amanecer, la despertaron unos ligeros golpecitos en la puerta, sintió la cabeza pesada y la lengua como si fuera un guante de ante. Tardó unos instantes en orientarse; entre tanto, los golpecitos se repitieron y la ventana de la puerta se abrió desde fuera. Una cara ansiosa se asomó a ella: la de un anciano con barba en forma de hongo y ojos enloquecidos.

—Señora Jape —siseó—. Señora Jape. ¿Podemos hablar?

Se dirigió a la puerta y miró a través de la ventana. El aliento del anciano se componía de dos partes de
oúzo
añejo y una de aire fresco. Eso le impidió acercarse demasiado a la ventana, aunque el anciano le hacía señas para que lo hiciera.

—¿Quién es usted? —inquirió Vanessa, no sólo por pura curiosidad sino porque las facciones, bruñidas por el sol y duras como el cuero, le recordaban a alguien.

El hombre le lanzó una ligerísima mirada y repuso:

—Un admirador.

—¿Le conozco?

—Es demasiado joven —respondió, negando con la cabeza—. Pero yo la conozco a usted. La vi entrar. Quise advertírselo, pero no me dio tiempo.

—¿Usted también está aquí preso?

—Sí, digámoslo así. ¿Ha visto a Floyd?

—¿A quién?

—Escapó. Anteayer.

—Ah, Floyd era el hombre al que perseguían, ¿no? —dijo Vanessa, comenzando a enhebrar aquellas perlas sueltas.

—Exactamente. Logró escabullirse. Y al perseguirlo, los muy zoquetes se dejaron el portón abierto. En estos días la seguridad es espantosa… —Parecía genuinamente indignado por la situación—. Aunque no vaya a creer que no me alegro de que esté aquí. —Sus ojos reflejaban cierta desesperación, una pena que luchaba por mantener sumergida—. Oímos disparos. No lo alcanzaron, ¿verdad?

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