Authors: Schätzing Frank
Palstein miró al fondo de su copa.
—Por lo demás, conseguimos burlar de varias formas a Xin, pero siempre a costa de grandes sacrificios; en Berlín y en Londres él se mostró superior a nosotros. ¡Es un tirador magistral! Con toda seguridad, puede decirse que no es nadie que falle un disparo cuando hay visibilidad por el mero hecho de que esa persona tropiece. Pero aun suponiendo que su mal paso hubiera desviado el tiro de la cabeza al hombro, el segundo disparo, sin duda, le habría acertado antes de que usted pudiese tirarse al suelo. —Jericho hizo una pausa—. No obstante, recibió usted un disparo, Gerald. Lo que sí es seguro es que, a pesar de todo lo que usted ha invertido y arriesgado, no podía ser en absoluto de su interés salir de allí con una herida seria. Y la verdad es que conozco a muy pocos tiradores capaces de realizar un disparo de tal precisión como el de Calgary: acertar a un hombre mientras éste simula un resbalón, sin ocasionarle ningún otro daño salvo el de una herida a flor de piel, totalmente inofensiva y de fácil curación. Una obra maestra, a raíz de la cual ya nadie podía sospechar, ni siquiera con la mayor de las voluntades, que con ella usted le había dejado despejado el camino a Gabriel (¿o prefiere que lo llamemos Hanna?) para introducirse en el grupo de viajeros organizado por Julian. Aun para el caso improbable de que alguien averiguase detalles acerca de la operación, usted había tomado ciertas precauciones. Ante este trasfondo, el descubrimiento que hizo Keowa del vídeo apenas pudo causarle ninguna inquietud, ¿o sí? También eso entraba dentro de sus cálculos.
—Yo admiraba a Loreena por su agudeza —dijo Palstein, que escuchaba aquella disertación con sumo interés.
—Por supuesto que la admiraba —convino el detective—. Sólo que ella se puso a excavar, desenterró a Ruiz y encontró una conexión con un encuentro bastante específico que tuvo lugar en Pekín hace tres años, algo con lo que usted, ni en sus más remotos sueños, podría haber contado. Porque entonces el círculo se fue cerrando, y mucho.
—Advertí a Loreena —suspiró Palstein—. Y lo hice en repetidas ocasiones. Tal vez no lo crea usted, pero me importaba mucho ahorrarle el final que tuvo. Me caía bien.
—¿Y Lynn? —inquirió Julian en voz muy baja—. ¿Qué hay de ella? ¿No te caía bien?
—Estaba dispuesto a hacer sacrificios.
—Mi hija.
Palstein deslizó el dedo índice por el borde de la copa.
—Siete personas en Quyu —resumió Jericho—. Diez en Vancouver; Vogelaar, Nyela... Hasta el propio Norrington debió de imaginarse de un modo distinto la colaboración con usted. Por mero interés, ¿quién se ocupó de lo de Greenwatch?
—Gudmundsson —contestó Palstein, estirándose—. Teníamos que evitar que se celebrara esa reunión de la redacción. Fui yo quien le indicó que se ocultara en cuanto llevara a cabo la acción.
—Lo que confirmaría, una vez más, su estupenda condición de víctima. Gerald Palstein, el hombre al que todos han traicionado. Por cierto, ¿puedo preguntarle qué ocurrió con Alejandro Ruiz?
—Tuvimos que deshacernos de él.
¿Acaso debía contarles cómo Xin y Gudmundsson, una noche, en Lima, habían metido al español en un bote y lo habían dejado a merced de la vida marina, encargada de procesarlo? Lo que habían dejado de él los tiburones, los cangrejos y las bacterias descansaba ahora en la sombra silenciosa de las regiones abisales de las costas peruanas. Pero serían demasiados detalles; de ese modo jamás acabarían.
—Era un hombre débil —dijo Palstein—. Estaba entusiasmado con hacer algo contra el helio 3 mientras mantenía la creencia de que nos conformaríamos con volar por los aires un par de máquinas de extracción. Pero cuando Hydra llegó la noche del 1 de septiembre a casa de Song, se demostró que yo lo había juzgado mal. A diferencia de todos los demás, por cierto. Yo había pasado meses escogiendo a las cabezas de la Hydra. Debían disponer de influencias y de los plenos poderes necesarios para invertir grandes sumas en proyectos aparentes sin que nadie hiciera preguntas, pero sobre todo debían estar dispuestos a hacer sacrificios extremos. Como era de esperar, todo el mundo se mostró entusiasmado cuando Xin y yo presentamos la operación Montañas de la Luz Eterna, pero Ruiz se quedó atónito. Estaba en estado de
shock.
Palideció; se marchó de manera abrupta.
—¿Amenazó con sacar a la luz la identidad de Hydra?
—Su siguiente paso era bastante previsible.
—Y también su destino.
Palstein se pasó la mano por los ojos. Estaba cansado. Horriblemente cansado.
—¿Cómo piensa probar todo esto? —preguntó.
—Ya ha sido probado, Gerald. Joe Song ha confesado. Conocemos las cabezas de Hydra, y todos, en estos momentos, están recibiendo la visita de los representantes de las autoridades de sus respectivos países. Se encontrarán iconos de serpientes y ruido blanco en los ordenadores de algunas de las mayores compañías petroleras del mundo. Una obra verdaderamente titánica, Gerald, que trasciende fronteras e ideologías. Usted fue el iniciador de la empresa mixta entre Sinopec, Repsol y EMCO, fue quien concibió aquel encuentro en Pekín, quien lo amplió a una cumbre, pero con Hydra conseguirá usted pasar a la historia. —Jericho hizo una pausa—. Su nombre será mencionado ahora en ciertos contextos poco halagüeños. Por cierto, ¿cómo dio usted con tipos como Kenny Xin?
—Esa pregunta está mal planteada, Owen. —Julian, que hasta el momento había permanecido allí sentado con las piernas cruzadas, se inclinó hacia adelante—. La pregunta correcta debería ser: ¿cómo pudo dar Xin con tipos como Gerald?
—En África —repuso Palstein, muy sereno—. En Guinea Ecuatorial, en el año 2020, cuando Mayé era de interés para EMCO.
—¿Y por qué todo esto, Gerald? —preguntó Orley, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—Sí, ¿por qué?
—¿Por qué has llegado tan lejos?
—¿Me lo estás preguntando en serio? —Palstein lo miró fijamente, con desánimo—. Para hacer valer mis intereses. Del mismo modo que tú haces valer los tuyos. Los intereses de mi ramo.
—¿Con bombas atómicas?
—¿Crees sinceramente que no he hecho nada para resolver los problemas de manera normal? Todo el mundo sabe cuánto he luchado para llevar al dinosaurio por otros derroteros, por caminos distintos de aquellos por los que avanzaba alegremente, y sobre los que impactaría el meteorito que pondría el sello a su extinción. Nosotros podríamos haber competido con la mayoría de las industrias alternativas. Pero dejamos pasar todas las oportunidades, las perdimos: no compramos Lightyears, con lo cual habríamos tenido a Locatelli de nuestro lado, y todo a pesar de que el helio 3 ya se perfilaba como nuestro fin. Hasta intenté poner un pie en el negocio del helio 3, como bien sabes, sólo que no me dieron autorización para participar en tu proyecto.
—Sin embargo, quisiste hacerlo después.
—En caso de fracasar, lo habría hecho. Pero no si dos bombas atómicas hubieran hecho retroceder varias décadas toda la infraestructura de la explotación del helio 3.
De repente, Palstein, exasperado por el potencial de su plan, tan miserablemente desperdiciado, se levantó de un salto y apretó los puños.
—¡Yo, precisamente, lo he hecho, Julian! Menudas consecuencias habría tenido destruir solamente el ascensor espacial o la base Peary, pero únicamente el doble golpe prometía los resultados óptimos. Al igual que China, Estados Unidos debería haber empleado de nuevo cohetes convencionales para traer el helio 3 a la Tierra, ¡algo que jamás iba a suceder! Todo el mundo sabe cuán deficitaria es la extracción llevada a cabo por China. Pero incluso cuando ellos se hubiesen decidido a dar el paso, las cantidades extraídas habrían sido ínfimas. Habríais tenido que construir un nuevo ascensor espacial, una nueva estación, algo impensable en menos de veinte años. Jamás podríais haberlo financiado con la misma rapidez con que lo hicisteis la primera vez. Y sólo cuando fuera posible enviar de nuevo transbordadores desde la órbita hasta la Luna, podríais haber reconstruido la infraestructura de ese lugar, pero eso también os habría costado años y décadas.
—De todos modos, dentro de cuarenta o cincuenta años todo habrá acabado definitivamente para vosotros. ¡Estaréis acabados, pues ya no quedará nada!
—¡Cuarenta años, sí! —exclamó Palstein con un resoplido—. Cuarenta años de negocios, eso es lo que nos habría quedado. Cuatro décadas de supervivencia en las que podríamos haber reparado lo que estropearon los idiotas que me precedieron. Podríamos habernos reorientado. Ya en 2020 tuve que crear escenarios para el supuesto de que la extracción de helio 3 fuera realizable en un marco de tiempo definido y quedara coronada por el éxito. ¡Ello significaba nuestra destrucción! ¡Teníamos que haceros retroceder!
—¿Teníamos? —susurró Julian—. ¿Tú y tu pandilla de dementes creéis hablar en nombre de todo el ramo? ¿Por boca de miles y miles de personas decentes?
—¡Miles y miles de personas que habrían perdido su empleo! —le gritó Palstein—. ¡Una economía mundial dañada! Mira a tu alrededor. ¡Despierta, Julian! ¿A cuántos países, a cuántas personas que viven del petróleo perjudica tu helio 3? ¿Has reflexionado alguna vez sobre ello?
—¿Y es a ti a quien han llamado alguna vez la «conciencia verde» del ramo?
—¡Porque ésa es mi convicción! —jadeó Palstein—. Aunque a veces uno se ve obligado a actuar en contra de sus convicciones. ¿Crees que cuatro décadas más de industria petrolera perjudicarían al planeta más de lo que ya lo ha hecho? Puede que seamos un hatajo de dementes, pero...
—No —dijo la voz de Jericho a través del portátil—. Usted no es ningún demente, Gerald. Usted es un hombre calculador, y ése es su peor rasgo. Como cualquier canalla, encuentra usted siempre un motivo para encubrir sus crímenes y adaptarlos a las circunstancias. Usted, simplemente, es un tipo común y corriente.
Palstein guardó silencio. Lentamente, se dejó caer hacia atrás en el asiento y se miró los pies.
—¿Y por qué en este vuelo a la Luna? —preguntó Julian en voz baja.
—Porque en 2024 algo se interpuso —dijo Palstein encogiéndose de hombros—. Un astronauta llamado Thorn debía...
—No me refiero a eso. ¿Por qué precisamente en éste y no en el próximo? ¿Por qué este viaje, en el que estábamos mis hijos y yo, o gente como Warren Locatelli, los Donoghue, Miranda Winter...?
—Tus huéspedes me importaban un comino, Julian —suspiró Palstein—. Era la primera ocasión que se nos ofrecía desde el fracaso de Thorn. ¿Cuándo habría tenido lugar el próximo vuelo? Sólo para la inauguración oficial. ¿Y cuándo sería eso? ¿Este año? ¿El próximo? ¿Cuánto tiempo más habríamos tenido que esperar?
—Tal vez usted había calculado que Julian podría morir en esta ocasión —terció Jericho.
—Tonterías.
—Su muerte habría robustecido a las fuerzas conservadoras de Orley Enterprises. A algunos que se oponen a la venta de las tecnologías. Cuantas menos naciones estén en condiciones de construir un ascensor, tanto menor es la probabilidad de que haya un segundo de forma rápida...
—Fantasea usted, Jericho. Si usted no lo hubiera echado todo a perder, Julian habría estado en la Tierra para el momento en que se produjeran las explosiones. Y también sus hijos.
El suave traqueteo y el rumor de las embarcaciones llegaban hasta ellos. Directamente bajo sus ventanas, alguien cantaba a pleno pulmón
O sole mio,
con denuedo profesional.
—Pero no estábamos en la Tierra —dijo Julian.
—El plan era otro.
—Una mierda de plan. Traspasaste los límites, Gerald. En todos los aspectos.
Palstein levantó la vista.
—¿Y tú? ¿Qué hacéis tú y tus amigos estadounidenses sino lo mismo que nosotros hicimos durante décadas? También vosotros sacáis algo a la Tierra hasta que lo agotáis, después de haber destruido, por cierto, un cuerpo celeste. ¿Cuáles son los límites que traspasáis vosotros? ¿Qué límites traspasas tú cuando diriges tu grupo de empresas como si fuese un Estado que dicta sus reglas de juego a los auténticos gobiernos? ¿Te crees un adalid del pensamiento social? Por lo menos los consorcios petroleros prestaban un servicio a sus naciones. ¿Al servicio de quién estás tú, sino al de tu vanidad? Los Estados sociales no son concebibles sin los órganos de gobierno, pero tú te presentas como un moderno capitán Nemo y escupes al mundo por cómo funciona. Nosotros, sencillamente, jugamos con las reglas que exigían las circunstancias. Mantuvimos las reglas de juego que éstas requerían. Mira a la gente, Julian, sus guerras limpias y justas, el desplome cíclico de sus sistemas financieros, el cinismo de sus beneficiarios, la falta de escrúpulos y la estupidez de los políticos, la perversidad de sus líderes religiosos... Así que no vengas ahora a hablarme de límites.
Julian se acarició la barba.
—Probablemente tengas razón, Gerald —asintió el inglés, y se puso en pie—. Pero eso no cambia nada. Owen, gracias por habernos dedicado su tiempo. Ahora nos vamos.
—Que le vaya bien, Gerald —dijo Jericho—. O mejor no.
La imagen en el monitor desapareció. Julian plegó de nuevo el ordenador portátil y lo metió en la bolsa.
—Antes —dijo—, al entrar en tu hermosa residencia, me llamó la atención una pequeña placa: en la galería de un ala transversal de este palacio murió Richard Wagner. ¿Sabes qué? Eso me gustó. Me gusta la idea de que los grandes hombres mueran en grandes casas. —Julian metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó una pistola y se la puso a Palstein delante de la mesa. Sus ojos azules, esta vez, eran penetrantes, casi amistosos y alentadores—. Está cargada. Por lo general, basta con un solo disparo. Pero tú eres un gran hombre, Gerald, un hombre muy grande. Es posible que necesites dos.
Entonces Julian Orley dio media vuelta y atravesó la sala sin prisas. Palstein lo siguió con la mirada, hasta que vio desaparecer por la escalera la cabellera grisácea del inglés. Casi de manera automática, sus dedos se movieron en dirección al móvil y marcaron un número.
—Hydra —dijo de forma mecánica.
—¿Qué puedo hacer?
—Sacarme de aquí. Me han descubierto.
—¿Descu...? —Xin guardó silencio por un momento—. ¿Sabe una cosa, Gerald? Creo que mi contrato acaba de expirar.
—¿Me va a dejar colgado?
—Respuesta incorrecta. Usted me conoce, soy leal y asumo cualquier riesgo, pero en casos para los que no hay solución... Y su caso, por desgracia, no tiene ninguna solución.