Authors: Schätzing Frank
Después de eso, no hubo manera de que Joe Song parase de hablar.
Jericho, fascinado, escuchó lo que Ho tenía que contar. Inmediatamente después, telefoneó a Jennifer Shaw. En Londres eran las nueve de la mañana, y el detective casi se alegró de volver a ver a la jefa de seguridad.
—¡Owen! ¿Está usted bien?
—Ahora ya sí. ¿Y usted?
—Bueno, un hormiguero es un templo zen en comparación con el Big O. Se nos amontonan las investigaciones, todo el mundo despliega el hilo de su propia teoría, hasta el punto de que no es posible dar un paso sin caer en un atasco.
—Por lo que dice, no parece que hayan esclarecido el caso.
—Bueno, entretanto, hemos averiguado que la directora del Gaia era una antigua agente del Mossad. Pero, sea como sea, me alegro de que nos haya llamado usted. Julian parece haberse triplicado. Está trabajando las veinticuatro horas, pero yo sé que le telefoneará a la menor oportunidad que tenga.
—¿Está ahí ahora?
—Anda dando vueltas por ahí. ¿Quiere que intente ponerlo en contacto con él?
—Tengo una propuesta aún mejor, Jennifer. Pídale que acuda a su despacho.
Shaw levantó una de sus cejas de Spock.
—Supongo que tendrá usted algo más que decirle que un simple «Hola».
Jericho sonrió.
—A usted le gustará, se lo aseguro.
Poco después, estaban todos reunidos en su
loft,
proyectados de manera plástica y a tamaño natural en la pantalla holográfica de Tu. Jericho desplegó sus cartas. Orley no lo interrumpió ni una sola vez, mientras fruncía el ceño hasta el punto de que sus cejas parecían pesar, como dos macizos rocosos, sobre sus ojos azules; sin embargo, cuando finalmente volvió la cabeza hacia Shaw, su voz sonó serena, relajada.
—Disponga un helicóptero que nos lleve al aeropuerto —dijo Julian—. Allí tomaremos el jet. Le haremos una visita.
—¿Ahora? —preguntó ella.
—¿Y cuándo, si no?
—Para serle sincera, no tengo ni idea de dónde puede estar. Pero eso puede averiguarse sin...
—No es necesario —le dijo Orley con una sonrisa malhumorada—. Yo sé dónde está. Me lo contó justo después de nuestro regreso, cuando me telefoneó para expresarme su desconcierto.
—Por supuesto —respondió Shaw, servicial—. ¿Cuándo pretende volar?
—Deme una hora para organizar el equipaje de mano. Informe a la Interpol, al MI6, pero que no nos vayan a robar el espectáculo. Owen... —dijo Orley, poniéndose en pie—. ¿Quiere usted acompañarnos?
Jericho vaciló.
—¿Adónde?
Orley le mencionó el nombre de la ciudad. En realidad no estaba tan lejos, por lo menos no para un inglés con buenas posibilidades de transporte.
De repente, tuvo que reír.
—Yo estoy en Shanghai, Julian.
—Bueno, ¿y qué? —Orley miró a su alrededor como para demostrar que no veía ningún problema al respecto—. ¡Este es su momento, Owen! ¿A quién le importan las distancias? A mí no. Coja el siguiente avión de alta velocidad, le reservaré un billete.
—Es muy amable de su parte, pero...
—¿Amable? —preguntó Orley, ladeando la cabeza—. ¿Tiene usted claro cuánto le debo? ¡Si fuera necesario, lo llevaría a hombros! Pero no, vamos a hacer las cosas de otro modo: comprobaremos si tenemos alguno de nuestros jets Mach4 cerca de donde está usted. Averígüeme eso, Jennifer, creo que en Tokio hay uno, ¿no es así? Iremos a recogerlo, Owen. Y traiga consigo a Tu Tian y a esa maravillosa chica...
—Julian, espere un momento.
—No supone ningún problema, de verdad que no.
Jericho negó con la cabeza. «Tengo cosas más importantes que hacer —estuvo a punto de decir—. Tengo que acabar de lograr cierta armonía confucianista entre una lámpara de pie y una alfombra; ésa es, por cierto, mi vida.» Pero el detective no tenía intenciones de ofender a Orley, sobre todo teniendo en cuenta que, tal y como Shaw le había pronosticado, el hombre le caía bien. El británico irradiaba algo que hacía que uno se mostrara dispuesto, sin reservas, a lanzarse con él en la siguiente aventura.
—No puedo marcharme de aquí —dijo—. Tengo clientes, y usted bien sabe que... no se debe dejar tirado a nadie.
—No, tiene usted razón —asintió Orley, mesándose la barba, visiblemente insatisfecho con la situación. Pero entonces dirigió hacia Jericho, nuevamente, sus ojos azules como el mar—. Aunque tal vez haya alguna posibilidad de que usted permanezca en Shanghai y, así y todo, pueda estar presente. Le ruego que sea sincero, ¿puede usted dormir bien sin haber cerrado del todo este caso?
—No —respondió Jericho, cansado—. Pero ésta ya no es mi...
El detective se detuvo, buscando el término adecuado.
—¿Lucha? —sugirió Orley—. Muy bien, amigo mío. Lo sé. Usted tiene que cerrar su historia, pero no la mía. No obstante, escuche mi propuesta. Se trata de una breve salida a escena, pero usted debería concedérsela, Owen. ¡Debería usted concedérsela!
Dentro de la categoría de los espejos más grandes del mundo creados por el hombre, rivalizaban el observatorio telescópico binocular de Arizona, situado en la cima del monte Graham —dos espejos individuales, para ser más exactos, cada uno con ocho metros y medio de diámetro y dieciséis toneladas de peso—, y el telescopio Hobby Eberle, en Texas, con una superficie de base de unos diez por once metros, compuesto por paneles reflectantes. Sin embargo, no había ninguna duda sobre cuál era el espejo más hermoso del mundo. En épocas de inundaciones globales, la plaza de San Marcos, en Venecia, destronaba a todo lo que hubiera existido antes o después.
Gerald Palstein estaba sentado frente al café Florian, invadido por un interminable flujo de turistas, por los que sentía una aversión similar a la mágica atracción que sentía por la belleza de la inundada plaza. Desde hacía algunos años, la plaza permanecía constantemente bajo el agua, y por ella aceptaba con resignación aquel espectáculo invasivo, sobre todo teniendo en cuenta que, poco a poco, algo iba cambiando en el comportamiento de los visitantes. Hasta los grupos de turistas japoneses mostraban cierta renuencia a cruzar la plaza en días soleados como ése y a perturbar la paz de aquellas aguas interiores que llegaban hasta la altura del tobillo y que reflejaban en una reproducción perfecta la basílica de San Marcos, el Campanile situado delante de ella y las procuradurías que la circundaban, un mundo surgido del agua y que preservaba su memoria en ella, en una mirada simbólica al futuro. Del mismo modo inevitable que subía el nivel de la laguna, la ciudad se hundía en el mar, respondiendo a una antigua lógica según la cual los amantes se buscan mutuamente, aun al precio de fundirse el uno con el otro y sucumbir.
Por otra parte, nada había cambiado en la ciudad. La torre del reloj, situada en posición transversal en uno de los extremos de acceso a la Mercería, seguía mostrando sobre el suelo de lapislázuli las fases del Sol y de la Luna, los signos del zodíaco, enviando sus guardianes de bronce, los encargados de dividir en horas, con sus tronantes campanadas, la Tierra y el universo, mientras una brisa apenas perceptible acariciaba el espejo de más de un kilómetro cuadrado, creando arabescos en la arquitectura pero sin disolverla, como si los espíritus de Dalí y Hundertwasser se dieran por satisfechos con ello.
Palstein estaba raspando con la cucharilla el último y pegajoso resto de delicioso azúcar de su taza de
espresso.
Su esposa no había querido acompañarlo, pues estaba preparando su viaje a un
ashram
en la India, al que hacía una visita en ciclos cada vez más breves, desde que, en un
vernissage,
había conocido a un gurú que sabía cómo arrancarles cosas fundamentales tanto al alma de las personas como a sus cuentas bancarias. De hecho, él lo prefería así. Estando solo, no se veía obligado a hablar todo el tiempo, a fingir interés, y mucho menos se veía forzado a tomar en cuenta lo que habría preferido borrar de su visión. Él podía vivir muy bien en medio del benéfico silencio de aquella Venecia reflectante, una ciudad que no conocía cambios, del mismo modo que Alicia había pasado al otro lado del espejo y atravesado ese otro mundo colocado patas arriba.
Ruido. Gritos. Risas.
Al instante siguiente se borró toda ilusión, cuando un grupo de adolescentes empezó a chapotear en medio de la superficie de agua, transformándolo todo en un caos de manchas.
¡Débiles mentales que osaban destruir una obra maestra!
La ilusión de una obra maestra.
Palstein los siguió con la mirada, pero estaba demasiado cansado para dar rienda suelta a su ira. ¿Acaso no siempre había sido así? Uno construía algo durante años y años, lo desarrollaba hasta conseguir la perfección, y luego un par de descerebrados llegaban y lo destruían todo. El ejecutivo petrolero pagó el exorbitante precio del
espresso
acompañado de música de cámara (precio ascendente a cualquier salario medio), y se puso a pasear bajo los soportales de la plazoleta hasta llegar al Bacino di San Marco, donde el Palacio del Dogo limitaba con aguas más profundas, y luego siguió las pasaderas que lo llevaban hasta los Jardines de la Bienal. Allí, en un pequeño canal del apacible barrio de Castello, tomó una frugal cena en la hostería Da Franz, conocida entre algunos expertos como el mejor restaurante de pescado de Venecia. Allí charló un poco con Gianfranco, el viejo patrón, cuya vida se asemejaba a una exploración del mundo por Humboldt, a través de sendas rectas y menos rectas, un hombre al que nada lo sacaba de su tranquilidad, excepto, quizá, las copas vacías, le dio un abrazo de despedida a él y a su hijo Maurizio y se subió a un taxi acuático que lo llevó al Gran Canal y al Palazzo Loredan. EMCO había adquirido el suntuoso edificio de principios del Renacimiento en una de sus buenas épocas, y, a causa de la locura de su ruina sistemática, había olvidado despojarse de él. El edificio seguía funcionando para el personal directivo de la empresa, pero hacía ya mucho tiempo que nadie lo usaba. No obstante, dado que Palstein adoraba Venecia y le parecía que no había nada más apropiado para su situación actual que el símbolo de toda transitoriedad, había ido a pasar una semana allí.
A esa hora, el Sol estaba muy bajo sobre el canal. El ruido y el traqueteo de los
vaporetti
y las barcazas, unido al rumor de los elegantes botes con motor, a los sonidos de acordeón y las voces de tenor de los gondoleros, conformaban un escenario sonoro que no tenía parangón en ningún otro lugar del mundo. Desde que los bajos del
palazzo
habían quedado sumergidos bajo el agua, se accedía a él a través de una elegante entrada situada en lo alto que conducía, subiendo la escalinata de madera, al
piano nobile
de la primera planta. Allí donde los últimos rayos de Sol penetraban a través de los vitrales se veía un grupo de sofás y sillones dispuestos en torno a una mesa de cristal.
En uno de esos sillones estaba sentado Julian Orley.
Palstein se quedó perplejo. Luego apretó el paso, atravesó a toda prisa la sala de dimensiones catedralicias y abrió los brazos.
—Julian —dijo—. ¡Qué sorpresa!
—Gerald —repuso Orley, poniéndose en pie—. Conmigo no habías contado, ¿verdad?
—Pues no, la verdad es que no. —Palstein atrajo al británico contra su pecho, que le devolvió el abrazo con una dureza inusual, según le pareció.
—¿Desde cuándo estás en Venecia?
—Llegué hace una hora. Tu administrador ha sido tan amable de dejarme pasar, después de convencerse de que no pretendía robar las lámparas de cristal de Murano.
—¿Por qué no me has llamado? Podríamos haber ido a cenar. Por no hacerlo, he tenido que enfrentarme solo al mejor rodaballo de mi vida. —Palstein caminó hasta un pequeño mueble bar, sacó dos copitas y una botella y regresó—. ¿Un poco de grapa? Prime Uve, es suave, y se puede tolerar en grandes cantidades.
—Venga —dijo Orley, sentándose nuevamente—. Tenemos que brindar, viejo amigo. Hay un motivo para celebrar.
—Sí, claro, tu regreso. —Palstein miró pensativamente la etiqueta, sirvió las copas hasta la mitad y se sentó frente a Julian—. Bebamos por el hecho de que hayas sobrevivido —sonrió—. Por tu supervivencia.
—Buena idea. —El inglés le devolvió el brindis, bebió un trago y dejó la copa sobre la mesa. Luego cogió una bolsa, sacó de ella un ordenador portátil, lo abrió y lo encendió—. Porque brindar por tu supervivencia sería equivalente a celebrar el futuro de un ahorcado, no sé si entiendes lo que quiero decir.
Palstein parpadeó sin dejar de sonreír.
—Pues, francamente, no.
La pantalla se iluminó. Una cámara transfirió la imagen de un hombre que a Palstein le resultó conocido. Un instante después se acordó. ¡Era Jericho! ¡Por supuesto! Ese maldito detective.
—Buenas noches, Gerald —lo saludó Jericho en tono amable.
Palstein vaciló
—Hola, Owen. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Lo mismo que hizo ya en una ocasión en el Big O: ayudarnos. En aquel momento nos ayudó usted muchísimo. ¿Lo recuerda?
—Por supuesto. Me habría gustado, incluso, haber podido hacer más.
—Bien. Pues ahora tiene una oportunidad. A Julian le gustaría saber algunas cosas, pero antes quiero contarle algo. Seguramente se alegrará usted de que hayamos esclarecido el atentado de Calgary.
Palstein guardó silencio.
—Y eso es así, a pesar de que yo temía romperme los dientes en esta empresa... —dijo Jericho, soltando una carcajada, como recordando algún obstáculo vencido— porque, verá, Gerald, si alguien hubiera querido quitarle a usted de en medio, alguien que ya había conseguido infiltrar su escolta con un hombre como Lars Gudmundsson, ¿para qué necesitaba montar un espectáculo como el de Calgary? ¿Por qué Gudmundsson no le disparó tranquilamente y acabó con su vida? Ya en el Big O tuve la impresión de que todo el ataque había sido una puesta en escena, pero aún me preguntaba: ¿en beneficio de quién? En algún momento pensé que Hydra (una organización que no creo que haga falta que le presente) había otorgado valor a la idea de mostrar al mundo a un asesino chino, por si Xin era captado por alguna cámara en Calgary. Esa fue una de las razones, y para ello Hydra no cesó de dejar postas que condujeran hacia China, en primer lugar, porque los chinos eran perfectos como chivos expiatorios, pero tal vez también porque un conflicto en toda regla, tras el desenlace exitoso de la operación Montañas de la Luz Eterna, les habría impedido a las naciones con programas espaciales continuar llevando adelante sus planes en la Luna. Pero, incluso desde este punto de vista, el atentado no arrojaba ningún sentido. Quienes, como nosotros, han conocido tan de cerca a Kenny Xin, saben, por ejemplo, que éste mantiene una relación casi amorosa con esos dardos explosivos que usa. En Quyu, en Berlín, en la azotea del Big O, en cada situación, el chino echó mano del mismo calibre. Sin embargo, en Calgary se contentó con unos proyectiles muchísimo más pequeños. Su herida debió de ser dolorosa, pero era totalmente inofensiva, una conversación con su médico nos lo confirmaría después.