Llana de Gathol (3 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Llana de Gathol
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–Lo siento -se lamentó Pan Dan Chee, que se había abierto paso a empujones entre los opresivos guerreros para llegar junto a mí-; te llamé cuando montaste el thoat y saliste en persecución del guerrero verde y te dije que no volvieras, pero evidentemente no me oíste. Por ello tal vez muera, pero moriré orgulloso. Intenté persuadir a Lon Sohn Wen, quien capitanea este utan, de que te dejara escapar, pero fue en vano. Intercederé por ti ante Ho Ran Kim, el jeddak, pero me temo que no hay esperanza.

–¡Ven! – dijo Lon Sohn Weng-. Ya hemos perdido bastante tiempo aquí. Llevaremos al prisionero a presencia del jeddak. A propósito ¿cuál es tu nombre?

–Soy John Carter, príncipe de Helium y guerrero de Barsoom -respondí.

–Un orgulloso título, ese último -dijo-, pero nunca he oído hablar de Helium.

–Si aquí se me infringe daño alguno -contesté-, oirás hablar de Helium, si Helium lo averigua.

Fui escoltado a través de magníficas avenidas flanqueadas por bellos edificios a pesar de su deterioro. Creo que nunca he visto una arquitectura tan hermosa, ni construcciones tan perdurables. No sabía la antigüedad de aquellos edificios, pero había oído a los sabios marcianos decir que la raza dominante, los hombres de piel blanca y pelo amarillo, floreció plenamente hará cosa de un millón de años. Parecía increíble que sus obras existieran todavía, pero en Marte hay muchas cosas increíbles para el escéptico hombre de nuestra querida bola de polvo.

Por fin nos detuvimos frente a una pequeña puerta abierta en un colosal edificio con apariencia de fortaleza. No había más entrada que esa, por debajo de los setenta metros de altura a partir del suelo, donde había un balcón desde el que nos observaba un centinela.

–¿Quién viene? – preguntó de modo autoritario, aunque sin duda podía ver quiénes éramos y debía haber reconocido a Lon Shon Weng.

–Soy Lon Shon Weng, dwar al mando del primer utan de la guardia del jeddak, traigo un prisionero -respondió Lon Shon Weng.

El centinela pareció enfurecerse.

–Tengo órdenes de no admitir extranjeros -dijo-, y de matarlos inmediatamente.

–Llama al comandante de la guardia -ordenó Lon Shon Weng.

Al instante un oficial apareció en el balcón del centinela.

–¿Qué es esto? – dijo-. ¡Nunca se ha traído ningún prisionero!

–Esto es una emergencia -contestó Lon Son Weng-. Debo llevar a este hombre a presencia del propio Ho Ran Kim. ¡Abrid la puerta!

–Solamente si Ho Ran Kim lo ordena -repuso el comandante de la guardia.

–Entonces ve y obten la orden -dijo Lon Sohn Weng-. Di al jeddak que tenga la bondad de recibirnos cuanto antes a mí y a mi prisionero. Éste no es como los otros prisioneros que han caído en nuestras manos anteriormente.

El oficial penetró en la fortaleza, estuvo ausente durante unos quince minutos y, finalmente, la pequeña puerta se abrió y el propio comandante de la guardia les hizo pasar.

–El jeddak os recibirá -le dijo al uwar Lon Shon Weng.

La fortaleza era un enorme recinto amurallado en el interior de la ciudad de Horz. Evidentemente era prácticamente inexpugnable a cualquier ataque, a excepción de uno aéreo. En su interior había agradables avenidas, casas, jardines y tiendas. Gente alegre y ociosa se detenía para observarme con asombro mientras era conducido a través de un ancho bulevar que desembocaba ante un bello edificio. Era el palacio del jeddak Ho Ran Kim. A cada lado del portalón había sendos centinelas, sin un cuerpo de guardia aparente, y estos dos parecían más bien producto de una formalidad o mensajeros que una medida de protección, porque una vez en el interior de las murallas de la fortaleza ningún hombre necesitaba la protección de otro; como yo ya empezaba a averiguar.

Nos detuvimos en una antesala durante unos minutos mientras éramos anunciados. Después fuimos guiados a través de un largo pasillo hasta una sala de tamaño medio donde un hombre, solo, se hallaba sentado tras una mesa. Era Ho Ran Kim, jeddak de Horz. Su piel no estaba tan bronceada como la de sus guerreros, pero sus cabellos eran tan amarillos y sus ojos tan azules como los de estos.

–Esto es muy poco usual -dijo con voz pausada y bien modulada-. Sabes que otros horzanos han muerto por menos que esto, ¿verdad?

–Lo sé, mi jeddak -respondió el dwar-, pero ésta es una emergencia poco corriente.

–Explícate -dijo el Jeddak.

–Déjame explicarme a mí -interrumpió Pan Dan Chee-, pues después de todo la responsabilidad es mía. Yo le supliqué a Lon Shon Weng que se hiciera esto.

El Jeddak movió la cabeza.

–Habla -dijo.

IV

No acertaba a comprender el motivo por el que armaban todo ese tinglado por traer a un simple prisionero, ni porqué había hombres que habían muerto por menos, como Ho Ran Kim había recordado a Lon Shon Weng. En Helium un guerrero habría recibido al menos elogios por traer un prisionero. Por traer a John Carter, Señor de la Guerra de Marte, un simple soldado se vería fácilmente ennoblecido por un príncipe enemigo.

–Mi Jeddak -comenzó Pan Dan Chee-, cuando me veía amenazado por seis guerreros verdes, este hombre, quien dice ser conocido como John Carter, Señor de la Guerra de Barsoom, llegó voluntariamente a combatir a mi lado. Ignoro de dónde vino, lo único que sé es que en un determinado momento luchaba solo, una lucha desesperada, y que un momento después luchaba junto a mí el más grande guerrero que Horz jamás ha visto. Si no lo hubiera deseado, no habría participado en la lucha y habría partido hacia cualquier lugar; pero no lo hizo así, y, mientras yo estoy vivo, seis guerreros verdes yacen muertos frente a la antigua fuente. Uno pudo haber escapado, pero John Carter saltó a la grupa de un zoat y le dio caza.

»Más tarde, pudo no haber regresado, y sin embargo lo hizo. Luchó por un guerrero de Horz. Confió en los hombres de Horz… ¿Y éste es nuestro pago?

Pan Dan Chee, dejó de hablar, y Ho Ran Kim posó sus azules ojos sobre mí.

–John Carter -dijo-. Lo que has hecho merece el respeto y las simpatías de cualquier hombre de Horz y el agradecimiento de su Jeddak, pero… -añadió, dudando-, tal vez si te cuento algo de nuestra historia, comprenderás porqué debo condenarte a muerte -hizo pausa durante un momento, como si meditara.

En esos instantes, yo me sentía un tanto anonadado. La indiferencia con la que Ho Ran Kim me había sentenciado a muerte casi me había cortado el aliento. Parecía un hombre tan amistoso, que parecía imposible que sintiera alguna hostilidad hacia mí, pero una mirada en sus fríos ojos azules me demostró que no bromeaba en absoluto.

–Estoy seguro -dije- que la historia de Horz, debe ser sumamente interesante, pero en este momento estoy más interesado en saber por qué debo morir por ayudar a un guerrero de Horz.

–Te explicaré eso -dijo.

–Vas a necesitar una explicación muy convincente, majestad -aseguré.

No puso atención a mis palabras, sino que continuó hablando:

–Los habitantes de Horz son, que nosotros sepamos, el último reducto existente de la, en otro tiempo, raza dominante de Barsoom, los orovars. Hace un millón de años nuestras naves recorrían los cinco grandes océanos, los cuales dominábamos. La ciudad de Horz no fue sólo la capital de un gran imperio sino también la base de la sabiduría y cultura de la raza más gloriosa que los seres humanos de cualquier mundo han conocido. Nuestro imperio se extendió de polo a polo. Había otras razas en Barsoom, pero eran pocas en número y carentes de importancia. Las considerábamos como criaturas inferiores. Los orovars éramos los dueños de Barsoom, que estaba dividido entre un conjunto de poderosos jeddaks. Eran gente próspera, feliz y prudente. Las diferentes naciones rara vez peleaban entre sí. Horz disfrutó de miles de años de paz.

»Habíamos alcanzado el último pináculo de civilización y perfección cuando la primera sombra del amenazador destino oscureció su horizonte. Los mares empezaron a retroceder, la atmósfera se hizo más tenue. Lo que la ciencia había predicho hacía tiempo iba a suceder, un mundo comenzaba a morir.

»Durante años nuestras ciudades siguieron a las recesivas aguas. Cañones, bahías, canales y lagos se secaron. Prósperos puertos se convirtieron en desiertos. Llegó el hambre. Las hambrientas hordas hicieron la guerra a las más prósperas. Las crecientes tribus de los salvajes hombres verdes arrasaron lo que una vez habían sido fértiles campos y cayeron sobre nosotros.

»La atmósfera llegó a ser tan tenue que resultaba difícil respirar. Los científicos trabajaban en una planta atmosférica, pero antes de que estuviera acabada y operando con éxito, casi todos los habitantes de Barsoom habían muerto. Sólo los más fuertes sobrevivieron. Los hombres verdes, los hombres rojos y unos cuantos orovars; después, la vida se convirtió en una batalla por la supervivencia de los más aptos.

»Los hombres verdes nos daban caza como nosotros habíamos cazado a las bestias de presa. No nos daban respiro, ni mostraban piedad; nosotros éramos pocos, ellos muchos. Horz se convirtió en nuestro último refugio, y nuestra única esperanza de sobrevivir era evitar que el mundo exterior supiera que existíamos; así que, durante siglos, hemos matado a todo extraño que venía a Horz y veía un orovar, a fin de que ningún hombre pudiera huir para delatar nuestra presencia ante nuestros enemigos.

»Ahora comprenderás que no importa lo profundamente apenados que nos sentimos al cumplir nuestra obligación, es obvio que no podemos dejar que sigas viviendo.

–Puedo comprender -dije-, que consideréis necesario destruir a un enemigo; pero no veo motivo para destruir a un amigo. Sin embargo, eso lo tenéis que decidir vosotros.

–Ya está decidido, amigo mío -repuso el jeddak-, debes morir.

–¡Un momento, oh jeddak! – exclamó Pan Dan Chee-. Antes de que pronuncies tu último juicio, considera esta posibilidad. Si se queda aquí, en Horz, no podría decir nada a nuestros enemigos. Le debemos un gesto de gratitud. Permítele entonces vivir, pero siempre en el interior de las murallas de la fortaleza.

Hubo sonidos de aprobación por parte de los otros presentes, y observé en sus rápidos y agudos ojos que Ho Ran Kim lo había notado. Aclaró su garganta.

–Quizá debería meditar sobre ello -dijo-. Reservaré mi juicio hasta mañana. Hago esto porque te aprecio, Pan Dan Chee, en tanto que, se debió a tu imprudencia el que este hombre esté aquí, debes sufrir el mismo destino que le sea impuesto.

Pan Dan Chee estaba realmente sorprendido, y no podía ocultar este hecho, pero afrontó esas palabras como un hombre.

–Consideraré un honor, dijo, compartir cualquier destino que se decida para John Carter, Señor de la Guerra de Barsoom.

–¡Bien dicho Pan Dan Chee! – exclamó el jeddak-. Mi admiración hacia ti aumenta como lo hace la amargura de mi pesar cuando contemplo la casi ineludible convicción de que mañana morirás.

Pan Dan Chee se inclinó.

–Agradezco a su majestad la profunda pena que siente por mí -dijo-, su recuerdo glorificará mis últimas horas.

El jeddak volvió sus ojos hacia Lon Shon Weng, y los fijó en él durante lo que pareció un minuto completo. Habría apostado diez contra uno a que Ho Ran Kim, estaba a punto de causarse a sí mismo mayor dolor al condenar a muerte a Lon Shon Weng. Creo que Lon Shon Weng pensó lo mismo. Parecía preocupado.

–Lon Shon Weng -dijo Ho Ran Kim-, conducirás a ambos a los fosos y les dejarás allí durante la noche. Cuida de que tengan buena comida y la máxima comodidad posible, porque son mis invitados de honor.

–¡Pero los fosos, majestad! – exclamó Lon Shon Weng-. No se han utilizado durante siglos. Ni siquiera sé si podré encontrar su entrada.

–Eso es cierto -dijo Ho Ran Kim pensativamente-, y aunque la encontraras, estarán muy sucios e incómodos, tal vez sería mejor matar a John Carter y a Pan Dan Chee ahora mismo.

–¡Espera, majestad! – pidió Pan Dan Chee-. Yo sé dónde se encuentra la entrada a los fosos. He estado en ellos y pueden acomodarse fácilmente. No quiero alterar sus planes o causarle inmediatamente el profundo pesar de lamentar las muertes de John Carter y la mía. ¡Ven, Lon Shon Weng, te mostraré el camino que lleva a los fosos de Horz!

V

Fue una suerte para mí el que Pan Dan Chee fuera rápido con las palabras. Antes de que Ho Ran Kim pudiera formular cualquier objeción ya habíamos abandonado la sala de audiencias y emprendíamos el camino hacia los fosos de Horz y debo confesar que me alegraba el dejar de ver la cara de aquel amable y considerado tirano. Nadie podría decir cuándo algún estímulo nuevo y humanitario le haría ordenar que nos cortaran la cabeza al instante.

La entrada a los fosos de Horz se halla en un pequeño edificio sin ventanas cercano a la muralla posterior de la fortaleza. Estaba cerrada por grandes portalones que rechinaban sobre corroídos goznes mientras las abrían dos de los guerreros que nos acompañaban.

–Está oscuro ahí dentro -dijo Pan Dan Chee-. Nos romperemos la cabeza si entramos sin luces.

Lon Shon Weng, mostrándose amistoso, envió a uno de sus hombres a por algunas antorchas y cuando volvió, Pan Dan Chee y yo entramos en la lóbrega caverna.

Habíamos dado unos cuantos pasos por la superficie de una rampa rocosa que descendía hacia las estigias tinieblas, cuando Lon Shon Weng gritó:

–¡Esperad! ¿Dónde está la llave de estas puertas?

–El carcelero de algún gran jeddak que vivió hace miles de años puede que lo sepa -replicó Pan Dan Chee-, pero yo no.

–¿Entonces cómo voy a encerraros? – preguntó Lon Shon Weng.

–El jeddak no te dijo que nos encerraras -objetó Pan Dan Chee-. Dijo que nos llevaras a los fosos y nos dejaras ahí, durante la noche. Recuerdo perfectamente sus palabras.

Lon Shon Weng estaba hecho un lío, pero al fin encontró un modo de salir del paso.

–¡Venid! – dijo-. Volveremos ante el jeddak y le explicaremos que no hay llaves, entonces él decidirá.

–¡Ya sabes que es lo que hará! – dijo Pan Dan Chee.

–¿Qué? – preguntó Lon Shon Weng.

–Ordenará nuestra destrucción en el acto. Vamos Lon Shon Weng, no nos condenes a una muerte inmediata. Sitúa una guardia aquí, en las puertas con órdenes de matarnos si intentamos escapar.

Lon Shon Weng, consideró esto durante un momento, y finalmente movió la cabeza en consentimiento.

–Es un plan excelente -dijo, después señaló a dos guerreros y les advirtió que permanecieran de guardia y tras situarlos nos deseó buenas noches y se marchó con sus soldados.

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