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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (31 page)

BOOK: Lluvia negra
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No, decidió que no se trataba de una carrera por registrar los primeros la propiedad de un nuevo yacimiento: era un robo, un trabajito de los de entrar, tomar y escapar. Eran dos cacos peleándose por unas joyas en la casa de un tercero. Fuera lo que fuese tras lo que anduviesen los dos grupos en liza, era algo fácil de transportar y no una fuente de recursos, algo cuya misma posesión ya era valiosa.

Hawker se irguió y se secó el sudor de la frente, aceptando que la respuesta no estaba a su alcance. No podía imaginarse ni el quién ni el porqué del incidente, pero cuando sus ojos se posaron en el hombre que iba a enterrar, de repente tuvo claro el cómo…

Tanto para Polaski como para él, como para cualquier otro del campamento base del NRI, aquél había sido un vuelo no programado, una decisión tomada al momento, que había resultado necesaria tras enterarse de la tragedia sucedida en Washington. Pero para alguien, en alguna otra parte, aquél había sido un vuelo planificado con meticulosa precisión, que les había situado, a Polaski y a él, exactamente en el punto justo y en el peor de los momentos.

No había otra explicación lógica. El NOTAR había tenido que llegar de bastante lejos y, para realizar una intercepción, su piloto tenía que haber sabido exactamente cuándo iban a pasar ellos por aquella zona. Un error de diez minutos hubiera echado a perder lo planeado.

Pero, naturalmente, no había habido ninguna espera de diez minutos: con el fin de que Polaski llegase lo antes posible a Washington habían tenido que salir de inmediato de la jungla. Así que todo aquello era una trampa, y el accidente que había tenido la hija de Polaski solamente había sido el cebo. Un pequeña esperanza alegró su mente, pues incluso era probable que aquel accidente de la hija de su compañero fuera un puro engaño, ya que de ser así, los detalles de la situación les serían más fáciles de controlar. Claro que un engaño como ése conllevaba también algunos problemas de veracidad y confirmación, que podían hacer que se descubriera el asunto.

Si había algo que había aprendido en los diez últimos años, era lo realmente malvado que podía ser el hombre con el hombre. No sólo podía ser violento durante un conflicto, sino también decididamente perverso en el intento de alcanzar sus propios objetivos. Y una gente como ésa no tenía problemas para destruir a una familia entera, tan sólo para mover una pieza en su tablero de ajedrez.

Dejando de lado la pala, Hawker rechinó los dientes. Fuera verdad o no que su hija había sufrido un accidente, Polaski había muerto pensando que la pequeña estaba grave, había muerto desesperado por llegar al lado de una doliente esposa, que estaba igualmente desesperada por tenerlo en casa. Era un hombre destruido, o toda una familia, y en cualquiera de ambos casos, directa e indirectamente, él había tenido parte en lo sucedido.

Sintiéndose culpable, depositó con cuidado a Polaski en la poco profunda tumba, cruzándole los brazos sobre el pecho. Mientras empezaba a cubrirlo con tierra la muerte del hombre era como un peso encima de él. Recordó su trato con Danielle; de hecho recordó que era él quien lo había sugerido, intercambiando su silencio y lealtad por la ayuda de ella. Ese silencio formaba parte de la cadena de acontecimientos que habían llevado a la muerte de Polaski: con su silencio había ayudado a que él y los otros se creyesen a salvo.

Los otros…

Hawker empezó a preguntarse qué habría sido de ellos. Si el enemigo conocía la ruta que seguiría su helicóptero a través de la jungla, es que sabía dónde se había iniciado: la muy secreta localización del templo. Seguro que no tardaría nada en atacar el claro: probablemente lo habría hecho inmediatamente después…

—Dios me ayude… —musitó, cubriendo a Polaski con más tierra amazónica—. Dios nos ayude a todos…

Terminó de enterrar a Polaski en absoluto silencio, con la mente como atontada y girando en círculos. Aplastó la tierra para compactarla y pronunció una breve plegaria, incluyendo un versículo que recordaba muy a menudo, y que le parecía muy adecuado tanto para Polaski como para él mismo:

—«Y el Señor dijo: venid a mí todos los que laboráis y lleváis pesadas cargas, pues yo os daré descanso.» Descansa en paz, Polaski.

Alisó la oscura tierra de encima de la tumba con la mano, luego se alzó lentamente y le dio la espalda.

Con su compañero muerto ya enterrado, Hawker se veía forzado a enfrentarse a una grave decisión: tenía que ponerse en movimiento, intentar conseguir ayuda para sus amigos.

Lo más sensato sería dirigirse hacia el río e ir hacia el este. Más pronto o más tarde le recogería un barco y, cuando eso sucediese, podría hacer una llamada por radio. Podría hablar con alguien del NRI, alguien que supiese de la operación y que pudiera organizar un rescate con el suficiente personal y equipo como para ocuparse de quien hubiera organizado aquello. Pero, aun con la mejor de las suertes, pasaría una semana antes de que le recogiesen y otra semana más antes de que todo estuviera listo para el rescate.

Demasiado tiempo.

Para ese entonces, el enemigo ya se habría ido, y sus amigos estarían muertos o desaparecidos. Incluso era muy probable que ya lo estuvieran. Pensó en McCarter, en Susan y en Singh. Pensó en Danielle, y cerró los ojos.

Con el corazón pesado por la ira y el sentimiento de culpa, Hawker tomó la bolsa con su equipo de supervivencia y se la echó al hombro, habiéndose asegurado antes de que la pistola estuviese dentro. Inspiró profundamente, apretó los dientes y se puso en camino hacia el oeste. Regresaría al claro.

No iba a abandonar a los otros a un enemigo asesino y despiadado, no cuando su propio papel en el engaño era una carga tan pesada sobre sus hombros. Volvería a pie al claro, y esa acción ocasionaría un nuevo enfrentamiento y un gran derramamiento de sangre; algo que llevaba años tratando desesperadamente de evitar.

Pero ahora se había convertido en inevitable. La oscuridad había vuelto a anidar en su alma y de nuevo regía sus movimientos. Volvería al claro y salvaría a sus amigos, o mataría a sus asesinos uno a uno.

CAPÍTULO 30

Los hombres de Kaufman pasaron la mayor parte del día convirtiendo el claro en un campamento armado: cavaron pozos de tirador y defensas, llevaron cajas de armas y municiones y descargaron aún más equipo de su helicóptero, que hizo dos viajes más, antes de desparecer en el horizonte.

Mientras progresaba el trabajo, dos hombres examinaron el terreno con detectores de metales, deteniéndose excitados varias veces para desenterrar objetos ocultos bajo tierra. Pero lo que hallaron sólo pareció decepcionarlo, y Norman Lang prosiguió con su trabajo de efectuar prospecciones con ultrasonidos, que confirmaron que había una caverna bajo el templo y que había un túnel que unía a ambos. No el pozo vertical que había detrás del altar, sino un espacio vacío de fuerte pendiente, que zigzagueaba de un lado a otro de la estructura como uno de esos sinuosos caminos rurales de montaña, y que conectaba la oculta caverna inferior con un punto en la sala del altar, un punto que parecía hallarse al otro lado de la boca del pozo. Una investigación más minuciosa reveló una fisura entre dos de las piedras y, con sumo cuidado, los hombres de Kaufman pudieron alzar la piedra usando palancas. Fueron alzándola centímetro a centímetro, mientras, antes de que la subieran un poco más, otro de los mercenarios colocaba maderos en el hueco así abierto para impedir que se volviese a cerrar.

La piedra se deslizaba a lo largo de una guía, pero se quedó encajada contra algo sólido cuando la abertura tenía unos setenta y cinco centímetros. A pesar de sus esfuerzos ya no se movió más.

Lang supervisó la construcción de una improvisada pasarela, hecha de tablas y tablones, que colocaron sobre la boca del pozo. Luego, se arrastró por sobre ella y atisbó dentro del túnel. Mirando alrededor con su linterna, vio los restos de un sistema de poleas y contrapesos, pero fuese cual fuera el tipo de cuerda que habían usado, hacía tiempo que se había desintegrado.

Dirigió su luz túnel abajo. Caía en fuerte pendiente, siguiendo recto unos diez metros antes de girar a la derecha. Era un espacio angosto, de quizá metro y medio de altura y no mucho más ancho que los hombros de una persona. Lang ya sentía la claustrofobia, así que retrocedió sobre las tablas. Aquello era lo más lejos que estaba dispuesto a explorar solo. Kaufman llegó un poco más tarde, con Susan Briggs y cuatro de los mercenarios. Susan llevaba puesta su careta antigás, pero los demás habían decidido no utilizarla: esas caretas eran muy calurosas y hacían sudar mucho la parte del rostro que tapaban. Y el aire no era tan malo como para no poder prescindir de ellas: era irritante, pero no peligroso. De todas maneras las llevaban con ellos, por si el aire era peor más abajo.

Kaufman le entregó a Lang una radio con carcasa de plástico naranja.

—¿Qué es esto?

—Una radio FEB —le explicó Kaufman—: Frecuencias extremadamente bajas. La Armada usa un sistema similar para comunicarse con los submarinos que están a trescientos metros de profundidad. Debería funcionar en el interior del túnel, si es que no bajáis demasiado.

Con la radio FEB colgada de su cinto, Lang volvió a reptar por encima del pozo. Uno tras otro le siguieron Susan y los cuatro hombres, todos ellos con linternas y uno de ellos llevando colgado un foco fluorescente.

Entraron a gatas en el pasadizo, y luego se pusieron en pie cautamente. El techo era tan bajo que sólo Susan podía caminar erguida, los otros debían hacerlo incómodamente inclinados. Caminaron en fila india, con Lang y Susan al frente; se detuvieron un momento en la esquina de noventa grados que ya había visto el científico, que daba paso a otro túnel igualmente en pendiente por el que descendieron hasta llegar a otro ángulo recto.

Otros dos tramos rectos y dos giros más les llevaron hasta una especie de descansillo, algo más alto y ancho. Allí Lang también pudo erguirse, pero los mercenarios debieron seguir con las cabezas inclinadas.

Susan señaló a las paredes: eran de piedra natural sin pintar, pero el azufre las había atacado más que a las del templo y había mucha condensación. Se limpió la humedad de la careta.

Lang examinó las paredes y luego continuó, siguiendo el túnel hasta otra esquina que daba paso a otro tramo recto que bajaba con una pendiente más acusada durante cien metros o más.

En ese trecho el grupo tuvo que luchar contra la fuerte pendiente, ya que resbalaban sobre la piedra húmeda y debían usar las manos para sostenerse en las paredes del estrecho túnel. Lang hizo una pausa a la mitad del camino, preguntándose qué cojones hacía él allí, con las piernas doloridas por el continuo frenar y su mente luchando contra la claustrofobia. Nunca había sido lo que se dice un atleta y jamás le habían gustado los espacios totalmente cerrados.

Encerrado, atrapado: así es como se sentía desde que Kaufman le había liado para llevarlo hasta aquel atolladero, tentándole a que diera paso tras paso por aquel camino mientras le ocultaba la verdad sobre adónde llevaba. Y llevaba a tiros, muertos y rehenes. Mucho más de lo que él jamás hubiera imaginado… muchísimo más.

De algún modo tenía que salir de todo ese lío, pero, ¿cómo? «Si tomamos ese camino ya no habrá vuelta atrás», le había dicho Kaufman. Sin duda, cualquier intento de echarse atrás tendría desagradables consecuencias. No, Lang no iba a hacer enfadar a su jefe, sobre todo allí en la jungla y rodeado de matones y asesinos. Era un realista, al menos en el sentido de saber lo que tenía que hacer para poder sobrevivir, y por el momento eso significaba obedecer, tratando a los prisioneros como lo que eran: gente ya muerta que aún caminaba. Si las cosas cambiaban, entonces su conducta también cambiaría, pero dudaba mucho que fueran a darse tales circunstancias.

Se volvió hacia Susan;

—¿Cuánto queda?

Ella le miró sin entender, a través del plástico de la máscara antigás.

—¿Y cómo voy a saberlo?

Naturalmente que no podía saberlo, era una pregunta idiota. ¿Y por qué demonios estaba siquiera hablando con ella? Comenzó a moverse de nuevo, resbalando y medio encorvado, y notando cómo le volvía el dolor a las piernas. No quería ni pensar en el esfuerzo que precisaría el subir por aquellas pendientes.

Hacia el final de aquel tramo, las paredes se fueron haciendo menos lisas. Seguían siendo de piedra tallada y ensamblada, pero algunas de ellas habían sido desalojadas de su lugar, dejando ver la oscura tierra rocosa, que había formado montones en los lugares en que había caído dentro del túnel. Se abrieron paso bordeando los obstáculos y salieron a una amplia caverna natural. Después de la angostura del túnel, la caverna, llena de estalactitas, parecía espaciosa.

Lang usó la radio FEB para llamar a Kaufman. La señal llegó, y Kaufman le aseguró que el aparato estaba funcionando perfectamente; pero el volumen de la estática le hizo tener al científico serias dudas acerca de la definición que le daba su jefe a aquella palabra. Volvió a colgarse la radio del cinto y miró alrededor, dudando sobre qué dirección tomar. A lo largo de su vida había estado en varias grandes cavernas, pero siempre acondicionadas para los turistas: bien iluminadas, llenas de carteles, con un sendero liso preparado para los visitantes y un bar-restaurante al fondo. Las únicas fuentes de iluminación en esta cueva eran las linternas que llevaba el grupo, y mientras miraban lo que había en diferentes direcciones, las sombras bailaban en derredor de ellos con una agilidad mareante. El efecto le resultaba desorientador.

—No muevan tanto las luces —espetó.

Las luces se detuvieron y él se recompuso. Intentó calcular las dimensiones de la caverna con la antorcha de la cámara. Ciertos lugares parecían vacíos, o portales a otras cámaras, aunque también podían ser simples huecos sin salida, no lo sabía. Se preguntó si iban a tener que explorar en todas las direcciones, pero tras un momento de observación, se dio cuenta de que había un sendero dentro de la caverna. No era liso cemento, ni siquiera losas talladas, sino más bien un camino en el que las estalactitas habían sido rotas y el suelo desgastado por los pasos de los caminantes y el traslado de pesados objetos.

—¿Sabe algo de esta caverna? —le preguntó a Susan.

Ella le respondió, tras pensárselo:

—Los mayas consideraban las cavernas como lugares sagrados, portales al mundo subterráneo. Incluso hoy en día los descendientes aún vivos de los mayas consideran las cavernas como lugares de poder, lugares en los que pueden comunicarse con sus ancestros y calmar a los Señores de la Noche.

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