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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (35 page)

BOOK: Lluvia negra
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Al acercarse el sudafricano Kaufman se volvió, sólo para recibir un golpe de pistola en la sien; se desplomó desmadejadamente, atontado y gimoteante, medio inconsciente.

A su lado, reconocer quién era el atacante estremeció a Devers como una corriente eléctrica. A pesar de la herida de bala, se abalanzó hacia la consola de defensa, sobre la que estaba su propia arma, pero Verhoven lo bloqueó, lo derribó de nuevo y apuntó con la 45 a la cabeza del lingüista.

—Quieto, chico —le dijo—. Ésta va a ser una mala noche para ti.

Los disparos en la distancia cesaron, tal vez salvándole la vida a Devers, y Verhoven oyó cómo llegaba Hawker corriendo. Señaló a Kaufman.

—Te dejaste a uno.

—Creo que los dos contamos mal —le contestó.

Verhoven se volvió lentamente para examinar el lugar: desde donde estaban se podía trazar una línea recta a cada uno de los pozos de tirador, que habían sido dispuestos como los radios de una rueda, todos unidos al centro. Sin contar aquel del que acababan de llegar, había cinco pozos de tirador, con dos mercenarios en cuatro de ellos y sólo uno en el quinto. La batalla estaba lejos de terminar, pero ahora Hawker y él contaban con las ventajas de la sorpresa, la posición y el control. Sólo tenían en contra el número, y eso estaba a punto de cambiar.

—Siguen vigilando los árboles —dijo Verhoven—. Esperan a que los
chollis
carguen aullando por entre la jungla, como si fueran malditos zulús. —Su mano flotó sobre la consola de defensa—: Peor para ellos…

Con el cañón de la 45 apretó tranquilamente un botón y el mundo a su alrededor volvió a la luz del día. Hawker apuntó y empezó a disparar.

De repente, los mercenarios de Kaufman quedaron totalmente expuestos: atrapados contra la pared de sus pozos de tirador y mirando a la lejanía, dándoles la espalda a Hawker y Verhoven. Oyeron disparos, pero no órdenes y se quedaron confundidos por el repentino empleo de los reflectores.

Se movieron frenéticamente, algunos de ellos asiendo sus radios, otros disparando en diversas direcciones: hacia los árboles y a través del claro, casi a todas partes, menos al centro. Y los que se dieron la vuelta sólo vieron el brillo cegador de los reflectores. Y, en medio de la tremenda confusión, fueron cayendo en rápida sucesión.

Hawker apuntaba, disparaba y buscaba otro blanco, pasando rápidamente de fortificación en fortificación. En diez acelerados segundos cuatro de los pozos habían sido silenciados. Pero, antes de que pudiera apuntar al quinto, una ráfaga de balas hizo impacto en los cajones de equipo que tenía al lado. Verhoven y él se zambulleron en busca de protección.

—El lado norte —dijo el sudafricano—. Es el único que queda.

Hawker se agachó, se dio la vuelta y disparó.

Los hombres del pozo salieron de nuevo y dispararon, con sus balas levantando tierra del suelo y astillas de una caja de madera. Una piedra rebotada le dio a Verhoven, haciéndole daño en el cuello. Se llevó la mano al lugar dolorido, para asegurarse de que no había sido alcanzado, luego disparó a su vez, irritado, mientras Hawker cambiaba de posición.

—Son al menos dos —grito Verhoven.

En medio de la carnicería, Kaufman empezó a moverse.

—No —gruñó semiconsciente y tratando de ponerse en pie—. No. No se dan cuenta de lo que están haciendo…

Verhoven lo volvió a tumbar en el suelo de una patada, mientras más balas pasaban zumbando, destrozando uno de los focos entre una cascada de chispas. Pero el fuego de respuesta de Hawker fue más preciso y el mercenario que había hecho aquellos disparos cayó muerto. El otro se dejó caer de nuevo dentro del pozo.

—Escúchenme —les suplicó Kaufman—. Podemos acabar con esto…

—¡Cállese! —le gritó Verhoven.

Era demasiado tarde: el último de sus hombres decidió correr un riesgo que lo dejó demasiado expuesto y Hawker apretó el gatillo. El mercenario se envaró por el impacto de la bala, con su rifle apuntando al cielo y disparando hacia la oscuridad. Un segundo proyectil de Hawker lo derribó hacia atrás y lo hizo caer fuera de su vista. La matanza había terminado.

CAPÍTULO 34

De forma parecida a la noche infernal en que los
chollokwan
habían hecho arder los árboles, esta batalla también terminó con un velo colgando del aire. Pero el velo esta vez estaba compuesto por el acre olor de la pólvora, el humo de las bengalas y un creciente enjambre de polillas y otros insectos que revoloteaban en derredor de las luces, en una enloquecedora danza sin sentido.

En el oscuro vacío entre los focos, Hawker y Verhoven fueron girando en círculo, buscando cualquier signo de vida, mientras les advertían a Kaufman y Devers que no se moviesen.

Al cabo, Hawker bajó el fusil, con su rostro transformado en una máscara de desesperación.

Verhoven lo estudió, y después agitó la cabeza:

—Esto es lo que eres, Hawk. Al margen de lo que tú quieras creer, naciste para esto.

Tras ellos, Richard Kaufman habló:

—No saben lo que han hecho. No lo saben…

Hawker se adelantó hacia él, poniéndole la punta del rifle bajo la barbilla e inclinando su cabeza hacia arriba.

—Pero sí sé lo que usted ha hecho, hijo de puta —le dijo—. Y estoy a punto de deshacerlo. Voy a ir a liberar a mi gente, y luego voy a volver aquí y voy a matarle.

Kaufman le respondió con frialdad, extrañamente confiado, teniendo en cuenta su situación.

—Sí, vaya a por sus amigos. Tiene que hacerlo, pueden ayudar. Pero si piensa en matarme, medítelo bien antes… porque sin mí, ni usted ni ninguno de ellos van a salir de aquí con vida.

—Eso ya lo veremos —le replicó el piloto—. ¿Dónde están las llaves?

Kaufman hizo un gesto desabrido hacia el mercenario muerto:

—Las guardaba él.

Hawker registró al hombre y tomó un grupo de llaves de su bolsillo del pecho, comprobando la más pequeña en las esposas que aún colgaban de una de las manos de Verhoven. Las abrió y cayeron al suelo.

Se dio la vuelta para irse.

—Apaga las luces —dijo.

Verhoven apretó de nuevo el botón, los focos halógenos tomaron una tonalidad naranja y luego se apagaron. Se desvaneció el día artificial y la oscuridad se los tragó de nuevo.

Hawker se movió con rapidez a través del claro, caminando con la clara impresión de que estaba siendo observado: una sensación que había tenido en varias ocasiones durante las pasadas horas. Era lo mismo que había sentido en el Muro de los Cráneos. Se preguntó si Kaufman tendría más hombres por alguna parte, si era por eso por lo que se había mostrado tan arrogante. Se detuvo, poniéndose a cubierto en uno de los pozos de tirador y observando la zona con las gafas de visión nocturna. No vio nada.

Dejado atrás en el centro de mando, Verhoven se puso en un lugar desde el que vigilar mejor a los dos prisioneros. Señaló con el arma a Devers, indicándole que se acercara más a Kaufman.

Devers se deslizó, haciendo presión con la mano útil en su herida, que era un agujero de bala, con entrada y salida en la parte carnosa del hombro.

—Al menos podría darme algo para detener la sangre —dijo.

Verhoven lo miró con desprecio y se limitó a soltar una carcajada.

Kaufman se volvió hacia él, y comenzó a plantear su caso:

—Su amigo no ha querido escucharme, pero tal vez usted lo haga —dijo—. Yo puedo ayudarles. Pero si le deja que me mate, nunca saldrán de…

Verhoven lo traspasó con una mirada.

—Ha matado a gente buena —le dijo con una voz que raspaba como la lija—. Compañeros míos desde hacía veinte años. Así que más le vale esperar que él le pegue un tiro, porque si no lo hace, yo le clavaré al suelo con estacas, le cortaré las manos y dejaré que los animales…

—No lo entiende —le replicó con lentitud el magnate—. Todos estamos en peligro. No sólo yo: usted, sus amigos, todos…

Verhoven se adelantó amenazador hacia Kaufman, pero se detuvo cuando le llego un pitido electrónico del sistema de aviso del perímetro. Algo había hecho dispararse a uno de los sensores.

Allá en el claro, la radio de Hawker sonó: «¿Me escuchas, Hawk? Ha aparecido un blanco en el lado oeste. Ya ha desaparecido, pero fue confirmado. Corta hacia el este antes de bajar, eso te pondrá a una cierta distancia de lo que sea».

Hawker volvió a mirar por las gafas de visión nocturna, preguntándose aún por los hombres de Kaufman y recordando que habían estado disparando hacia la jungla mucho después de que terminase su maniobra de distracción con las bengalas. ¿Sería verdad que los
chollokwan
se estaban acercando? Habló por la radio:

—¿Qué clase de blanco? ¿A qué distancia?

—Era un solo blanco. Y estaba al límite de los sensores, a unos cincuenta metros, entre los árboles.

Hawker dio su confirmación y, tras mirar una vez más hacia el oeste, hizo lo que Verhoven le había sugerido; se movió hacia el este en carreras cortas, pero de pronto se quedó quieto, helado, ante un extraño sonido: parecía el gemido de un perro llorando, apenas audible.

Mientras, junto a la consola de defensa, Kaufman seguía tratando de persuadir a Verhoven:

—Su amigo está en peligro —dijo el empresario—. Debería llamarlo de vuelta.

—Ahora la pantalla está vacía.

—No creo que eso importe —le dijo Kaufman con urgencia—. Ahí fuera hay animales, animales que los nativos usan para cazar a la gente como nosotros: los extranjeros, los infieles. El mismo tipo de animal que atacó a mi gente en la caverna. Seguro que el doctor les habló de él, ¿no?

Verhoven le lanzó una mala mirada. Sí, Singh les había hablado de la sangre, las huellas y los cadáveres desaparecidos. Había dicho que lo visto allí le había recordado los ataques que un tigre había llevado a cabo en cierta ocasión en la India, sólo que esto era mucho peor. Era extraño, pero la verdad es que en aquel momento lo único que le importaba a él era el escapar y, en su interior, se sentía muy satisfecho por que Kaufman hubiese perdido a cinco de los suyos a cambio únicamente de la chica.

Ahora, las palabras del hombre le hicieron preguntarse cómo era posible que un animal acabase con cinco hombres armados.

—¡Cállese! —le dijo a Kaufman—. Ya estoy cansado de escucharle.

La voz de Hawker volvió a sonar por la radio. Verhoven podía escuchar, de fondo, a los perros gimiendo lastimeramente. Eran unos sonidos temerosos, patéticos, parecidos al modo en que los canes habían retado a los
chollokwan
cuando éstos habían ido a por ellos.

—Necesito las luces —le dijo Hawker.

Verhoven miró su reloj.

—Todavía no puedo.

—Dígale que vuelva —le pidió Kaufman—. Nuestra única oportunidad es atrincherarnos aquí con el resto de las armas…

—¡Cállese!

—¡Enciende esas jodidas luces! —le mandó Hawker.

—Son cinco minutos —dijo Verhoven, recordándole a Hawker el período de enfriamiento. Las luces ardían de tal modo que necesitaban enfriarse cinco minutos antes de encenderlas de nuevo, o de lo contrario sus filamentos estallaban al llegarles la energía.

—¡Olvídense de los otros! —le dijo Kaufman—. Pueden darlos por muertos. ¡Dígale que vuelva, antes de que sea demasiado tarde!

—¡Cierre su jodida boca! —le gritó Verhoven.

Podía escuchar los gimoteos de los perros, que flotaban en el quieto aire nocturno. De repente, un seco alarido resonó en el claro, similar al lamento de los
chollokwan
, pero mucho más potente, más resonante…

Inhumano.

—Ya vienen —dijo Kaufman, con aire grave—. Primero le matarán a él y luego a nosotros. ¡Llámele de vuelta!

Verhoven volvió la pistola hacia el hombre:

—¡Una palabra más y le vuelo su jodida cabeza!

Mirando a la negra pistola, el magnate le obedeció, pero en ese mismo momento la alarma del perímetro empezó a sonar de nuevo. Había aparecido otro blanco. Y éste lo había hecho directamente frente a donde se hallaba Hawker.

El piloto había llegado a la parte del campamento en la que guardaban a los perros. La llamaban la perrera, pero no era más que un grueso poste clavado en el suelo al que estaban atados los perros. Los animales se habían ido poniendo nerviosos durante la batalla, aullando irritados cuando sonaban disparos, pero se habían ido tranquilizando en los minutos siguientes. Ahora, algo diferente les estaba molestando. Algo que podían oler y oír, pero no entender.

Gemían mientras abrían las fosas nasales y sus ojos y morros apuntaban de un lugar a otro, claramente confusos y asustados. Cuando Hawker se acercó, se sobresaltaron, pero reconocieron su olor y de nuevo se volvieron hacia los árboles, gruñendo y enseñando los dientes, pero con las orejas gachas, las cabezas bajas y las colas entre las patas.

Pronto empezaron a retirarse, intentando alejarse de los árboles y de lo que fuera que olieran. Cuando llegaron al extremo de sus correas tiraron de éstas, tensándolas. Uno de ellos pareció enloquecer de pánico; aullaba, gemía y agitaba la cabeza de un lado a otro, como intentando deshacerse de su collar.

«¿Qué demonios debe de haber ahí fuera?», se preguntó Hawker. Jamás había visto a una jauría de perros actuar así.

La voz de Verhoven le llegó por la radio:

—El blanco está justo delante de ti, compañero. Ahora son dos.

Un alarido resonó dentro de la selva; Hawker se puso las gafas de visión nocturna y observó la espesura ante él. No vio nada.

Uno de los perros aulló, y luego ladró nervioso a un punto frente a él. Hawker empleó de nuevo las gafas y de nuevo no vio nada.

—Está justo delante de ti —insistió el sudafricano.

—Dispárele —dijo la voz de Kaufman, débil y hueca desde algún punto por detrás de Verhoven—. Dispárele a esa maldita co…

Verhoven cortó la conexión y, a la derecha de Hawker, una ramita chasqueó al partirse.

Los perros se abalanzaron hacia delante, cargando contra algo que todavía estaba oculto entre los árboles. Hawker se dio la vuelta y disparó a ciegas, tirando contra la línea de los árboles, por encima de los perros. Los blancos corrieron hacia el sur, apartándose de Hawker y los perros y yendo directamente hacia los prisioneros, aún encadenados al árbol.

Hawker echó a correr, atajando a través del campamento, acelerando con todas sus fuerzas. Sólo había cubierto la mitad de la distancia cuando la sombra salida del bosque llegó al árbol-prisión.

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