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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (34 page)

BOOK: Lluvia negra
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Las cosas tenían mal aspecto y cuando, un minuto más tarde, llegó hacia ellos uno de los alemanes a la carrera, McCarter se preguntó si no iban a ponerse peor.

El mercenario que se les aproximaba había sido mandado por Kaufman. Ante un probable ataque de los nativos o las bestias, los prisioneros se habían convertido de pronto en un problema para él. No deseaba dejarlos encadenados al árbol, pero no tenía otro lugar en el que mantenerlos seguros, y no deseaba que le causasen problemas en medio de una batalla. Así que se había optado por una solución de compromiso: dejarlos allá donde estaban, pero mandarles protección. Y aquel mercenario había sacado la pajita más corta para la poco envidiable tarea de que no perdieran la vida en lo que fuera a ocurrir.

Se les acercó y le dio una patada en las piernas a McCarter.

—Estoy despierto —gruñó el profesor, apartando las piernas.


Ja
, bien —dijo—, y ahora quédese quieto.

Hizo un gesto con el cañón de su arma que abarcó al grupo:

—Todos callados y quietos.

Los ojos de Verhoven seguían los movimientos del mercenario. Si pudiera hacerle la zancadilla podría derribarlo, y luego una buena patada en el cuello y otra en la sien podría noquearlo. Pero por el momento esa posibilidad estaba demasiado lejos.

En la distancia, los hombres de Kaufman volvieron a disparar otra vez, con ráfagas intermitentes hacia aquí y allá, tanteando, buscando. El mercenario que los custodiaba miró hacia el centro del campamento. Y, mientras lo hacía, McCarter se abalanzó contra él, yendo tan lejos como la cadena le permitía, y golpeando al alemán con su hombro.

El movimiento sorprendió al guardián, pero no había sido lo bastante meditado: con la cadena y el peso de los otros tras él, McCarter sólo le pudo dar un golpe de refilón, y con las manos esposadas a su espalda, no podía hacer mucho más que ir a por el hombre y derribarlo.

El mercenario cayó, pero se levantó en seguida, irritado. Se volvió, maldijo a McCarter y levantó el rifle.

El profesor bajó la cabeza y sonó un disparo.

McCarter tuvo un sobresalto, pero fue el mercenario el que cayó de espaldas, desplomándose como un títere al que le cortan los hilos.

Los fusiles atronaban en la distancia mientras McCarter contemplaba al hombre caído. Danielle y Verhoven miraban alrededor y, un instante más tarde, una sombra salió corriendo de las profundidades de la selva. Verhoven exclamó:

—¿De dónde infiernos…?

—De allí vengo —le contestó Hawker, agarrando al mercenario y llevándolo tras del árbol.

—No paras de volver de entre los muertos, compañero…

Danielle sonrió:

—¡Gracias a Dios! —sintió una leve esperanza, cuando antes no había tenido ninguna—. ¿Puedes sacarnos de aquí?

—Lo intentaré —le contestó Hawker.

McCarter estaba en silencio, prácticamente catatónico. Miraba al mercenario muerto: otra muerte… otra vida tomada, a cambio de la suya.

Mientras el tiroteo en la distancia se apagaba, Hawker se puso en cuclillas junto al árbol y comenzó a registrar al muerto en busca de llaves.

—¿Dónde están los otros?

—Muertos —le contestó Danielle—. Y Devers colabora con ellos.

—Eso explica muchas cosas —dijo Hawker, dando la vuelta al hombre y buscando en sus bolsillos de atrás.

—¿Está Polaski contigo? —le preguntó Danielle.

Hawker negó con la cabeza.

La radio que había junto al cadáver empezó a emitir chasquidos.

—Puede que hayan escuchado el disparo —dijo Verhoven—. Vendrán. Libérame.

Hawker había terminado su búsqueda, sin resultado.

—No hay llaves.

Verhoven miró al muerto.

—Éste no es el de las llaves —dijo—. No importa, sácame esto.

Hawker sopesó las consecuencias de la petición del sudafricano, mientras por la radio aumentaban las demandas.

—¡Vamos! —gritó Verhoven—. ¡Sácame esta maldita cadena!

Los otros no acababan de entender de qué estaban hablando, pero Hawker y Verhoven sí parecían entenderse. Hawker se irguió.

—¿Qué mano?

—La izquierda —dijo el sudafricano, cambiando su posición, y descansando su mano de lado contra la base del árbol, con el pulgar hacia arriba y el meñique contra las raíces. Apartó la otra mano tanto como le permitían las esposas.

Los otros les miraron confundidos, antes de apartar la vista cuando Hawker alzó su pie, calzado con una pesada bota y luego lo dejó caer, estampándolo contra la abierta mano de Verhoven, aplastando los huesos y desgarrando los tendones y los ligamentos.

A pesar de su agonía, el sudafricano logró contener su grito. Se mordió la lengua y rodó de costado.

Hawker se dejó caer sobre él, aplastándolo contra el suelo y asiendo la mano herida, apretando los dedos juntos de un modo que habría resultado imposible unos segundos antes. Forzó la palma a través de la anilla de la esposa y sacó la mano fuera.

Verhoven se dio la vuelta, estremeciéndose de dolor, caminando de rodillas y sosteniendo su mano destrozada. Ahora era inútil, pero ya no le mantenía cautivo. Gruñendo y apretando los dientes, se volvió hacia Hawker, con unos ojos entrecerrados que eran los de un perro rabioso.

—Necesitarás esto —le dijo Hawker, tendiéndole la automática del calibre cuarenta y cinco.

Verhoven no podía sostener un fusil, pero la automática podía manejarse con una sola mano. La arrancó de la de Hawker y vio cómo este tomaba el rifle del alemán muerto.

—Dos hombres armados —dijo—. Es una situación mucho mejor de lo que me había atrevido a esperar…

—Os he estado observando un rato —le dijo Hawker—, pero será mejor que me expliques la situación.

—Han cavado pozos de tirador en círculo —le dijo Verhoven, deteniéndose para luchar contra una oleada de dolor—. Seis o siete, dos hombres en cada uno, quizá separados unos cincuenta metros, con sesenta grados de arco entre cada uno. Apuesto a que este tipo vino del más cercano.

Señaló.

—Entonces puede que allí haya dejado solamente a un hombre.

La radio chasqueó de nuevo y Hawker la cogió. Sólo pudo escuchar una parte de la llamada, pero eran órdenes, no preguntas. El hombre que hablaba no esperaba una respuesta.

El claro ya solamente estaba iluminado por la bengala roja que flotaba en lo alto, pero el viento se la había estado llevando hacia el sur, flotando más allá de la línea de los árboles, por encima de la selva. El ángulo de la luz dejaba a los prisioneros entre las sombras, pero a treinta metros de allí las sombras acababan. Había demasiada luz para un ataque por sorpresa y muy poco tiempo para esperar a que se apagase la bengala.

—Sólo vamos a tener una oportunidad —dijo—. Espera aquí.

Hawker se puso la guerrera del muerto y el distintivo gorro de la Legión Extranjera que llevaba el hombre. Se colgó el fusil del hombro, estiró los faldones de la guerrera y empezó a caminar por el claro, hacia el pozo de tirador.

—Estás loco —le dijo Verhoven.

Mientras Hawker cruzaba el claro, le llegó una llamada por la radio preguntándole adónde iba. ¿Por qué volvía? Se llevó la radio a la boca, le dio al botón y contestó en su mejor alemán: era un farol, pero no tenía elección.

Las llamadas de los otros mercenarios cesaron de momento, y Hawker prosiguió hacia el pozo de tirador. Desde allí una figura le hizo gestos de que se apresurase e inició un trotecillo.

Con la bengala hundiéndose tras él, sabía que los alemanes sólo podían ver su silueta. Verían el rifle colgado del hombro y la radio en la mano, y la guerrera y la gorra. Esperaba que creyeran ver a su compañero.

A diez metros de la fortificación, Hawker caminó más despacio: había dos mercenarios en el pozo, no uno como había supuesto Verhoven. Y ambos empuñaban sus fusiles.

CAPÍTULO 33

Sorprendido, Hawker continuó adelante: dar la vuelta habría sido un suicidio. Sus ojos fueron de un mercenario al otro y luego a las herramientas que habían utilizado para cavar el pozo.

Mientras se aproximaba al borde del mismo, alzó la radio, agitándola, esperando reforzar así la idea de que estaba rota, y para apartar su atención de su cara. Se la tiró al más cercano de los dos y luego saltó dentro del pozo, cayendo junto a una gran pala, que agarró con las dos manos, y giró con todas sus fuerzas. El borde dio contra el puente de la nariz del hombre, matándolo al instante.

El otro mercenario saltó hacia atrás, hallándose en la estúpida situación de estar ofreciendo una nueva radio a un hombre que intentaba matarle. Dejó caer la radio e intentó alzar su fusil, pero Hawker le dio un golpe con la pala, derribándolo. Otro golpe en la sien acabó con él.

Hawker se dejó caer contra la burda pared de tierra, acurrucándose dentro del pozo. Segundos más tarde la bengala se apagó y el claro volvió a quedar a oscuras.

Mientras, en el árbol, Verhoven miraba atentamente. Había visto parte de la lucha a la luz de la bengala y luego nada: ni señal, ni disparos, ni rastro de Hawker.

A su lado, McCarter había empezado a salir del trance en que había caído. Danielle se agitaba nerviosa, tratando de ver algo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—No sé —le contestó el sudafricano.

—¿Qué ve?

—Nada, no está a la vista.

Verhoven siguió vigilando y, cuanto más permanecía oculto Hawker más se temía que estuviera muerto o malherido. Si ése fuera el caso, trataría de llegar hasta él y traerlo de vuelta, lo que sería una misión suicida si los mercenarios lo descubrían. Pero Hawker había vuelto a por ellos y él no podía dejarlo morir allá sólo.

Finalmente un punto de luz le dio en los ojos, encendiéndose y apagándose, transmitiéndole un mensaje en Morse: «¡Mueve el culo!» Era Hawker…

Sin la bengala, la oscuridad era completa, pero sus enemigos tenían visores de luz nocturna y sería un blanco fácil si lo descubrían.

Miró al centro del campamento: podía ver el destello de la consola de defensa, pero nada más. Supuso que cada pozo de tirador tenía una zona que cubrir, un pedazo de la jungla que vigilar. En tales condiciones era poco probable que los ojos de los centinelas mirasen a otra parte. Corrió, esperando que aquella zona fuera responsabilidad del pozo que Hawker había tomado.

Mientras saltaba dentro del pozo, el sudafricano dio una rápida mirada alrededor.

—¿Tenían las llaves?

—No tenían las llaves —le contestó Hawker—, pero sí muchas de nuestras cosas.

Hawker le pasó a Verhoven unas gafas de visión nocturna que le eran familiares: equipo del NRI tomado de la mochila de uno de los alemanes. Verhoven se las tiró de vuelta.

—Será mejor que las uses tú. Yo ya sé dónde están.

Hawker se puso las gafas y estudió el campamento. Desde luego, los pozos estaban dispuestos en círculo, tal como se lo había descrito Verhoven. Podía ver a la mayoría de los mercenarios de los otros pozos, observando el perímetro con sus armas a punto. Cada uno de ellos miraba a un sector distinto.

—No saben que estamos aquí —dijo.

Junto a ellos, la radio se puso en marcha y, en el mismo instante, sonaron disparos de varios rifles. Los dos hombres se agacharon buscando cubrirse.

—¿Estás seguro? —preguntó Verhoven desde el fondo del pozo.

El tiroteo proseguía, pero el sonido no era el que esperaban: los fusiles de los alemanes estaban disparando en otra dirección. Verhoven sacó cautamente la cabeza por el borde del pozo.

—Quizá estén tratando de hacerte salir al descubierto. Supongo que fuiste tú quien hizo dispararse a esas bengalas, ¿no?

—Pensé que sería ventajoso para mí que estuvieran buscando un blanco en la dirección equivocada.

—¿Cómo lograste pasar por los sensores? —preguntó Verhoven.

—Aún tengo mi transpondedor. Cuando me di cuenta de que estaban usando nuestro sistema, me imaginé que no se habrían molestado en cambiar los códigos. Así que los pasé caminando.

—Eres listo —dijo Verhoven—, y afortunado.

—Va bien ser un poco las dos cosas.

Otra orden de fuego llegó por la radio y los fusiles acribillaron un sector al norte. Hawker y Verhoven volvieron a cubrirse, pero no con tanta premura esta vez.

—¿A qué demonios están disparándole ahora? —preguntó Verhoven.

—No tengo ni idea —le contestó Hawker—, pero será mejor que hagamos algo. Antes de que nos maten por accidente.

—Hemos de ir hacia delante —dijo el sudafricano—. Tomar el centro de mando; desde allí podremos verlos a todos y estaremos a sus espaldas.

El piloto miró hacia el centro del campo.

—Es un largo camino…

Verhoven miró su mano y luego al espacio abierto. Había unos setenta metros hasta el centro de mando, y sabía que no iba a ser capaz de disparar un tiro acertado a aquella distancia. No con una pistola y menos en la oscuridad.

—Me parece que me toca correr a mí.

Hawker asintió con la cabeza.

—Cuando abran fuego —dijo el otro.

Hawker apoyó el fusil para disparar mejor.

—Quédate a la derecha de mi línea de tiro.

Verhoven se puso en posición para echar a correr, y ambos hombres aguardaron en silencio a que los mercenarios volvieran a disparar. Pasó un minuto y luego otro, pero la radio y las armas de los alemanes seguían en silencio.

—Venga ya —susurró Hawker.

—Quizá ya hayan acabado de disparar —comentó Verhoven.

Era una posibilidad que el piloto no quería considerar. Apretó la culata de su rifle y miró por la mira telescópica. Las figuras junto a la consola de defensa estaban inclinadas sobre la pantalla de la misma, examinándola atentamente. Podría haberlas alcanzado con facilidad, pero en el silencio de la noche, eso los descubriría de inmediato.

El silencio proseguía y Verhoven agitó la cabeza:

—Vamos a necesitar de otro plan…

—¿Como cuál?

—No lo sé, pero esto no va a…

Junto a ellos la radio sonó y Verhoven salió de un salto, justo mientras las armas de los mercenarios empezaban a hacer astillas otro sector de la selva pluvial.

Hawker aposentó el rifle, exhaló y apretó el gatillo.

La primera bala de dio a un blanco en el pecho, a unos veinte centímetros por debajo de su nuez. El hombre se desplomó hacia atrás sin un sonido, mientras él volvía a disparar.

Corriendo deprisa, Verhoven oyó la segunda bala pasar silbando. Vio al blanco caer y, un instante después, estaba entre ellos. Reconoció a Devers en el suelo, agarrándose un hombro herido y al hombre que se había identificado como Kaufman inclinado sobre el primer blanco, tratando desesperadamente de sacar el rifle de debajo del cadáver.

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