Fueron las criadas las que, de forma involuntaria, le cambiaron la plática al loro. En la era, bajo la balconada, llamaban a las gallinas para echarles maíz: ¡Churras, churras, churriñas! Y las gallinas acudían tambaleantes como falsos tullidos ante una nube de monedas.
Un día, por la mañana temprano, el loro comenzó a gritar: ¡Churras, churras, churriñas!
Las gallinas se arremolinaron bajo la balconada, esperando inútilmente la lluvia de oro vegetal.
Y desde entonces el loro olvidó el latín y repetía constantemente aquella gracia. Cuando tenía el corral reunido, al acecho del grano, lanzaba una carcajada que resultaba algo siniestra por venir de un ave.
¡Churras, churras, churraaaaas! ¡Ja, ja, ja!
Por allí, ante la casa rectoral, pasaban los recolectores de piñas de Altamira, que eran, como se suele decir, una raza aparte. Pasaban ligeros, tirando de los burros y con el punto de mira puesto en la cima de los montes. Pero un día se fijaron en el loro. Asistieron al espectáculo de llamar a las gallinas, escucharon las risotadas del ave y les hizo tanta gracia que perdieron media mañana en aquel circo. Doña Leonor salió al portal y los reprendió. Les dijo que si las piñas caían del cielo y otras reconvenciones que ellos escucharon como un silencioso campamento. Luego se marcharon como se marchan los indios en las películas del oeste, resentidos y sigilosos. A la mañana siguiente, los recolectores de piñas acamparon de nuevo ante la balconada. El loro Pío Nono comenzó el día con el número de las churras, churras, churriñas. Los recogedores de piñas se rieron mucho y después aplaudieron. De repente, de entre aquella gente de rostro de madera del país barnizada por la resina, salió un grito que resonó como el estallido de un trueno.
¡Viva Anarquía!
Pío Nono contempló en panorámica al público, alzó el pico con solemnidad y repitió: ¡Viva Anarquía!
Y hubo gorras al aire y muchos bravos y aplausos.
En camisón, con su pálida faz de luna menguante, doña Leonor salió a la balconada. Y nunca jamás se volvió a saber de aquel loro de larga cola púrpura.
Era mi primera marea en el Gran Sol. Yo quería comprar una guitarra. No una guitarra cualquiera, sino una de verdad, una auténtica Fender, una Strato. En mis sueños, ya le tenía nombre, cuando galopaba sobre el efecto niebla de un escenario, perseguido por un reflector de presidio. Le llamaría
Serea.
Dicen que el de Irlanda, a partir de los 48º Latitud Norte, es el mar más duro, pero yo no tenía miedo. Y eso que sé que el mar va a por mí. Nací avisado. El día que vine a este mundo, el temporal estuvo a punto de reventar la puerta de casa. No es una exageración. Entró de golpe por la bocana y deshizo la flota de cerco de Malpica. Y deshizo también la verbena de los casados, el baile del veinte de enero. Tocaban Los Satélites. Aún tuvo arrestos para subir por el callejón, bufó como un animal por el faldón de la puerta y luego filtró una bilis de tinta como el aviso de un telegrama.
Recibido.
Los de tierra tienen una ideas muy peregrinas sobre el mar. Le hacen poemas, y cosas así. Pero yo, con el mar, ni palabra. Él ahí y yo aquí. Cuando trabajas hay que vigilarlo de reojo, haciendo que lo ignoras, con todos los sentidos al acecho. Porque al mar no se le vence nunca. Sólo puedes entretenerlo o huir. En cuanto compre mi Sirena, le daré la espalda para siempre. Adiós, tiburón.
En esos versos de señoritos tratan al mar de amante y cosas así. Tonterías. Y afirman esos entendidos del carajo que los pescadores lo tenemos por hembra, y que siempre decimos «la mar». ¡Y una mierda! El mar es un cacho cabrón. El mar es una cárcel. Peor que una cárcel. Ni siquiera hay
vis-à-vis.
Cada uno tiene en la memoria sus frases históricas. Sus diálogos de película. Éste es el mío.
¡Se estaba mejor en la cárcel!, dice mi padre. Empapado, tiembla de frío y rabia. Acababan de perder los aparejos y salvar el pellejo de milagro.
¡Y a mí quién me diese unos días de hospital!, dice mi madre.
El futuro me sonreía.
Estoy en el
Blue Angel.
La herrumbre del salitre tizna con sólo mirar para el barco. Vamos camino del Gran Sol. Mi primera partida en alta mar. Conozco el código. Debo obedecerles a todos. Quizá a unos más que a otros.
Un hombre bajito pero con cara de mapa grande y brazos largos como remos, todo peludo excepto la calva, susurra a gritos en el muelle: ¡Eh, chaval, cógeme el jarabe! Y desliza una caja de botellas de agua mineral.
Parece que intenta una maniobra discreta, pero toda la tripulación está alerta y lo recibe con mucha chanza.
¿Qué? ¿Otra vez vas a dejar el alcohol, calamidad?, le dice con burla el contramaestre.
¡Vete a tomar por el culo!, responde el recién llegado. Viene con ropa limpia. Huele a una loción salvaje.
¡El señor Hache-Dos-O!, exclama con malicia el contramaestre. Y todos ríen, más o menos.
El chato cachola pelada se llama Andión. Va a ser muy amable conmigo, tal vez porque todavía no tengo licencia para reír. Al contramaestre todo el mundo le llama Bou. Es arisco, pero también me trata bien. De joven conoció a mi padre. La gente del mar suele ser medida por el crédito que merece su familia. Yo tengo esa ventaja. Un lote de difuntos. Y en las tripas la memoria de no marearse.
Bou me da un pasador de hierro, una aguja de un kilo, para que empalme cable de acero. Supero la prueba con sangre en las manos, pero sin mirarlas, con desdén, como si fuese un sudor bermejo.
Es la primera noche. En el camarote que me toca somos cuatro. Además de los catres hay un armario y el espacio justo para no pisarse.
Aprovecha ahora, chaval, que todavía no tienes que amarrarte para dormir, me dice el compañero más hablador. El otro lee una novela del oeste,
Pueblo de cobardes.
Andión bebe una botella de agua. En la puerta del armario ha colocado la foto de una mujer. Lo que me llama la atención es que la foto está enmarcada. Pongo los cascos. Cierro los ojos. Estoy en un ancho escenario brincando con Sirena en mis brazos.
Bou se asoma a la puerta. Trae una botella de whisky. Bebe a morro y nos ofrece un trago. La botella va pasando de mano en mano. Andión, sentado en el camastro, la rechaza. Bou se ríe y la hace oscilar lentamente, como el péndulo de un reloj, a la altura de los ojos de Andión, que alza la mirada hacia el donante sin decir nada y luego bebe de su agua.
Tira más el pelo de un coño que una estacha, ¿eh, Andión? ¡Hasta le has puesto un marco!
Con la comida y la cena bebemos vino Don Simón en envase de tetrabrik. Todos bromean con Andión, que bebe agua y grandes tazas de café. A medida que pasan los días, lo van dejando en paz, excepto Bou, que cada vez le pone delante un vaso de cinc lleno de vino a desbordar. La fuerza del mar va a más y cuando el vino se derrama, Andión pasa una bayeta y lo seca. Después va a lavarse las manos con jabón. Al principio no fumaba, pero ahora le veo quemar un cigarro tras otro. Ésa es también la manera que tiene de abrir a cuchillo el pescado para destriparlo. Con una urgencia mecánica. Observo que apenas duerme. Se queda sentado en su camastro y fuma. Cada vez bebe menos agua y más café. Bou se asoma todas las noches y le ofrece la botella de whisky. Pero él ya no lo mira. Tiene los ojos clavados en la mujer del marco.
¡Ya caerás, Andión, ya caerás!
Era una foto curiosa, la de la mujer en el marco. Sin serlo, tenía un aire antiguo. Un retrato de busto, con dedicatoria y todo en la esquina derecha:
«Te espero siempre, mi amor»
. La estola de piel alrededor del cuello y los labios tan cromados no suavizaban aquel rostro picudo, que a mí me recordaba el de un soldado cosaco que había visto en una revista. Lo del cosaco nunca se me olvida porque mi padre siempre se equivoca con una frase chusca: «En aquel tiempo bebíamos como
socasos
».
Cuanto más la mirabas, y yo lo hacía con disimulo cuando Andión estaba presente, aquella mujer marimacho se iba haciendo más fuerte y atractiva a un tiempo. Si me coincidía estar solo, me fijaba en ella hasta que se salía del marco, me agarraba por los pulsos contra la pared y me besaba bocadentro con su lengua de congrio.
Los primeros días la pesca nos había ido muy mal. El mar estaba remolón como un espejo vuelto del revés y se movía en ondas plomizas, pero trabajaba su odio en el fondo. Perdimos un aparejo, y el patrón le plantó cara con un surtido de blasfemias. Y el mar le respondió con un golpe que hizo crujir los huesos del
Blue Angel.
Aquí va otra de mis frases históricas: «El silencio que viene antes del golpe sólo se parece al silencio que viene después».
A partir de los 46º Norte nos seguía un alcatraz. Cuando el mar se embraveció, recogimos el copo lleno, como si escupiese pescado. Entre la pesca, los primeros fletanes, ángeles del mar con sus alas negras. El pez de la suerte. Fue entonces cuando el alcatraz voló hacia Irlanda y regresó heraldo de una gran tribu. Iba a ser una maldita buena marea, la bodega a rebosar en medio de un infierno.
Tras un lance que abarrotó la cubierta, y de destripar y limpiar el pescado sosteniéndonos como peleles entre cascadas de agua, nos dejamos caer desfondados en los bancos del comedor. Yo sentía el mar dentro, con su sangre fría recorriendo mis venas. Bebimos interminables tragos. Andión estaba pálido, encogido, y se frotaba las manos moteadas de escamas. Bou le puso delante el vaso de cinc y lo llenó de clarete barato. Andión dudó durante largos segundos. Luego se lo bebió de una sentada. Él mismo se sirvió de nuevo. Y así hasta vaciar el bote.
Nadie dijo nada. Ni una broma. Las risas incipientes fueron silenciadas por un severo juez colectivo. Ni siquiera Bou celebró en voz alta su triunfo. Hizo gesto de brindar, se bebió un trago, chasqueó la lengua y se fue.
Aquella noche, Andión se sentó en su camastro ante la foto. Tenía una botella de whisky entre las piernas y la fue vaciando a lentos sorbos, ajeno al creciente balanceo del
Blue Angel.
El mar burbujeaba por el ojo de buey. Una tos violenta e interminable. Creo que entonces comprendí el hechizo de la mujer del marco. Era como un noray con una estacha al cuello.
La botella de Andión rodó por el suelo. Él se puso en pie, descolgó la foto y la guardó entre la ropa de repuesto. Después cogió una de las cuerdas que había debajo del armario. También llevaba el cuchillo del pescado al cinto.
Deberías amarrarte, chico. Esta noche viene temporal.
Pero él salió del camarote con la cuerda y el rictus fiero de los que cruzan una línea de alambre. Y la botella rodando. Y Bou gimiendo como un cerdo agonizante. Y yo me puse los cascos. No hubo ni hay nada como Jim Morrison y sus jinetes en la tormenta. Jinetes en la tormenta. Jinetes en la tormenta.
Toca, Sirena mía, toca.
Conocí a John Abreu cuando estaba preparando un ensayo sobre la emigración, el retorno y el doble sentido de la saudade. Manejaba un título provisional:
El deslugar.
O tal vez
El hogar nómada.
Él podía ofrecerme un valioso testimonio. Sus antepasados pertenecían al modesto campesinado que malvivía para pagar las rentas de los señores de la tierra. Su abuelo había emigrado a Cuba y, desde allí, a Estados Unidos. Trabajó de albañil en los rascacielos. John conservaba una fotografía en la que se veía a su abuelo en compañía de otros, sentados sonrientes allá en lo alto, en una viga de hierro, como estorninos sobre una rama.
Fue ese abuelo, cuando se jubiló, el que empezó con la manía de las rosas. Había comprado un pequeño terreno en Nueva Jersey. Ése era su sueño. Tener un pedazo de tierra, una huerta, donde esperar su final con una azada en la mano. Plantó legumbres y también construyó un corralillo en el que criaba gallinas y engordaba un pavo para el día de Acción de Gracias. Pero una señora irlandesa, con la que se había amigado tras enviudar, le regaló un día un injerto de rosa Cherokee. Y al verla florecer, el viejo Abreu se quedó asombrado, como si de repente descubriese la noción de belleza. Decidió prescindir de las legumbres y del corral y convirtió la finca en una rosaleda. Recorría viveros e invernaderos, asistía a exposiciones y concursos, compraba e intercambiaba rosales, y luchaba contra el oídio y la roya como si fuesen pestes que asolasen a su propia familia. Por las noches, pedía que le tradujesen y leyesen en voz alta un libro titulado
Los misterios de la rosa.
Yo era su lector preferido, recordó sonriente John Abreu. Me daba un centavo por noche. En un capítulo se contaba cómo Cleopatra había recibido a Marco Antonio en un gran lecho de pétalos de rosa. Mucho le gustaba aquella historia. Y también la de otro amor con rosas por el medio, el de la emperatriz Josefina y Napoleón. ¿Usted ha oído hablar de la rosaleda de la Malmaison?
Le dije que sí, por supuesto. En realidad, yo no tenía ni idea de rosas, y menos de su historia. Pero la víspera, mientras le daba vueltas al caso John Abreu, le había echado un vistazo a una enciclopedia.
Uno de los mejores jardineros ingleses, un tal Kenedy, tenía un salvoconducto para atravesar las líneas francesas, y la misión de podar las rosas de la emperatriz.
Así es, asintió John Abreu, sorprendido y satisfecho con mi información. Josefina sobrellevó el repudio y la soledad entre las doscientas cincuenta especies de rosas de los jardines de la Malmaison.
A mí me tiene hechizado la leyenda de Creta, dije con el tono de un iniciado. Una isla de la antigüedad cubierta de rosas y que los navegantes descubrían por el aroma antes que por los ojos.
Yo esperaba una entusiasta aprobación. Era mi último recurso entre el anecdotario que había memorizado. Pero, con un rictus enigmático, John Abreu desvió la mirada hacia el fondo del jardín. En el atardecer de agosto, una perezosa bruma marina atravesaba el seto de tullas y envolvía en gasas los toldos transparentes de los invernaderos. La Malmaison adquirió el inquietante aspecto de un poblado futurista a la deriva.
Esta niebla me pone enfermo, dijo por fin John Abreu. Hiere de tristeza a los rosales. Hizo un gesto señalando la puerta de la vivienda. ¿Qué le parece si tomamos algo?
El salón estaba adornado por todas partes de floreros con rosas. Y también había una mujer. Era más joven que John Abreu, de unos cuarenta años, tez mestiza y con esa melancolía de las mujeres altas, delgadas y de brazos demasiado largos.