La madama me rozó el paquete con el revés de la mano. La rúbrica obscena, resabiada, de las largas uñas.
—¡Ya verás como canta cuando eche fuera el meigallo! Pero antes tengo que verle la cara a Franco.
Tovar abrió la cartera con esa seguridad que aporta el ir por la vida con dinero en efectivo.
—¿Nos hará una rebaja? Para éste es la primera comunión.
—Ésta es una casa seria. Dos y dos son cuatro, más la voluntad. ¡Dalía!
Estaba de espaldas, apoyada en la barra, y cuando se volvió hacia nosotros, enrojecida por la tinta de una de las lámparas, parecía que había estado llorando. La larga melena lisa y negra caía como un chal sobre los hombros y los brazos desnudos. El cuerpo robusto, las poderosas manos, con la muñeca metálica, de anchos brazaletes, y los muchos anillos engarzando los dedos, desmentían la fragilidad del rostro, que acabó por salir de las brumas con una sonrisa cortante. Deshabitada.
—¡Desteta a estas dos criaturas, Dalía!
—¡No tenga celos, señora! —apuntó Tovar.
—Éste es un tunante. ¡Que no te entretenga!
No sé dónde lo había aprendido, pero Ricardo Tovar tenía el arte de seducir a todo el mundo. Incluso algo pasó en aquel cuarto sórdido entre él y la joven del largo pelo de chal. Cuando me tocó el turno, ella aún se reía, pero no con el gesto mímico de antes, sino con una proporción que la hacía real. Eso me entristeció todavía más, porque sabía lo poco que yo podía dar en la inevitable comparación con Tovar.
—Si te casas, te van a poner los cuernos de una vaca rubia —me dijo primero, cuando notó que mi cuerpo se desarmaba nada más abrazarlo.
Le salió como un refrán. Porque después, sentados en la cama, recogió hacia atrás el velo negro de su pelo, posó la mano de los anillos en mi rodilla, y dijo con suavidad: «Eso te pasa porque tienes un amor escondido. El amor es muy malo para follar». Luego comenzó a saltar sobre la cama y el somier gemía y la luz tibia y hambrienta de la lámpara de la mesita proyectaba en el techo las alas de sus brazos en la marejada del pelo.
Bajó. Me miró fijamente y sonrió mientras nos vestíamos.
—Tu amigo va a creer que fuiste una fiera en la cama.
—Gracias.
Ya vestida, me dio un pellizco en la mejilla.
—Pero recuerda esto, gordito. ¡No pienses tanto! O te saldrán los cuernos de la vaca rubia.
Fuera ya, en la calle, Ricardo Tovar estiró los brazos al cielo y luego me dio unas palmadas de colega en la espalda.
—¡Tremendo, Tomé, tremendo! ¿A que valió la pena?
—Sí. Estuvo bien.
Se echó a correr riendo: «¡Venga! ¡Vamos a ver de una puta vez el faro de Hércules!».
Iba medio sonado, con la cabeza apoyada en la espalda de Tovar, y me despertó el recuerdo de aquel pellizco desflorador de Dalía. Habíamos llegado, por fin, al baile de San Pedro de Nós. ¡El Seijal! El salón más célebre en el mundo conocido. Ricardo Tovar aparcó y calzó la flamante lambretta. Había alguna que otra Gucci, y una manada escuálida de bicicletas.
Ricardo Tovar alisó y abrillantó con las manos el cabello engominado.
—¡Ésta es la nuestra, Tomé!
Sentí el cuerpo entumecido, pero él parecía animoso y fresco como si viniese de un baño en el mar. Me dio uno de sus toques en el brazo. Del tranvía, que tenía allí su rotonda, bajó un lindo ramo de chicas.
—¡Fíjate, compañero! ¡La flor y nata de las mucamas!
Yo no sabría distinguir si eran mucamas o no, pero lo que era cierto es que nunca había visto un baile tan concurrido como aquél. Tocaba, en impecable traje con solapas de terciopelo, la deslumbrante orquesta Los Satélites.
El salón era como un gigantesca y cálida burbuja en medio del invierno. Nos metimos de cabeza entre la alegre multitud danzante, él siempre abriendo camino, de proa de arado. Pisé a alguien sin querer. Bajé la mirada y vi los zapatos blancos con hebilla rosa. Pedí el perdón de rutina, procurando avanzar para no encontrarme con el rostro de la víctima, seguramente incomodada. Pero lo que vi de medio lado fue un resplandor. La pícara representación de la alegría. Esa talla que uno echa de menos en las iglesias. El pelo muy corto, como una capucha de azabache, realzaba la cara más bien redonda, donde reinaban unos ojos con vida propia, redomas que bien podían ser el principio y el fin de todas las cosas.
Y cuando deshojaba el sí o el no de hablarle y pedirle un baile, porque estaba extrañamente sola, sin pareja, se interpuso la arrebatadora presencia de Ricardo Tovar.
—¿Bailas, princesa?
Bailó, claro. Cómo no. Los zapatos blancos con hebilla rosa y los negros de punta fina abrieron el círculo de un reloj sin horas que ya no se borraría hasta la marcha del último tranvía de la noche, en el que ella se iría para cerrar en su pequeño cuarto de criada las dos redomas llenas de estrellas. Pero todavía no he contado lo que hice yo.
Lo que yo hice fue beber y beber y observarlos desde la barra de la cantina. Sin rencor ninguno. Porque era así como tenían que ser las cosas. Porque ella era linda y reluciente, y Tovar… Pues, Tovar era Tovar. Si algo comprendía yo muy bien era la cara chispeante de la chica, sus risas, el deseo de que no se rompiese nunca aquel círculo que dibujaban los zapatos blancos de hebilla rosa y los negros de punta fina.
Pedí otra copa de coñac 103 y me di cuenta de que ya leía en la etiqueta coñac 113. Los Satélites tocaban de nuevo
El reloj.
Mi pareja preferida bailaba el bolero muy arrimada. Como si estuviesen solos en el atestado salón. O pudiera ser que yo sólo los veía a ellos. Decidí salir a despejarme. A la intemperie.
Había dos tipos alrededor de la lambretta. La miraban y remiraban. Uno de ellos se subió e imitó el ruido del motor con la voz. Quizás sólo estaban jugando. Les grité y el tipo se bajó. Al verme solo, le dio un empujón y la hizo caer. Luego, los dos vinieron hacia mí. Despacio. No parecía que buscaran camorra.
—¡Tranquilo, hombre! ¿Es tuya esa chulada de moto?
Les dije la verdad. La moto era de un amigo.
—¿Y tú de dónde eres? —me preguntó el otro.
—De Cousadelo —le dije, por no aclararle más.
¿De Cousadelo? Parecía estar consultando un mapa en la cabeza. Fui poco avispado. No medí las distancias.
—¿Y hay motos en la montaña, paleto? Yo creía que arrastrabais el culo por los tojos.
Fue en la sorpresa, mientras yo pensaba en los tojos que justo florecen en invierno, cuando me vino el cabezazo que me partió la nariz. Me levanté del suelo. El cielo estrellado se balanceaba al son de un dolorido reloj.
Reloj no marques las horas
porque voy a enloquecer;
ella se irá para siempre
cuando amanezca otra vez.
Las manos, el traje nuevo. Todo. Todo teñido de sangre. Sangre también en los labios, su sabor a sopa de caballo, a vino caliente con azúcar y pan. El almuerzo del abuelo: «Da fuerzas para hozar en el monte». Me eché hacia ellos como un garañón acosado, peleando con las cuatro manos. Iba ciego, borracho, con mi sangre. No era suficiente con hacerles huir. Quería machacarlos en mazo de batán. Oírlos aullar de dolor. Llorar. De rodillas. Llorar de pánico. Uno de ellos consiguió escabullirse, trastabillando. El otro quedó allí. Como yo quería verlo. De rodillas. Lo tenía sujeto por la cresta.
—Ahora quiero que grites: ¡Soy una mierda!
—¡Soy una mierda!
—¡Y un montón de estiércol!
—¡Un montón de estiércol!
—Muy bien, ahora…
Echó un gorgojo de sangre por la boca. Lo dejé caer.
Los Satélites tocaban ahora
Piel canela
. Coloqué la lambretta en su sitio y limpié con la manga de la chaqueta las manchas de tierra en la chapa. Me puse a andar hacia el puente de O Burgo. Me lavé en agua de mar y me tumbé un rato boca arriba, con el pañuelo frenando la hemorragia. Luego seguí el camino de retorno a casa. A paso ligero. Me sentía con mucha fuerza, con una lucidez fría y brillante, de espejo en el que veía mi propio rostro, como un efecto extraño en la mezcla de licor y sangre.
Subiendo la cuesta de A Rocha, oí el rugido familiar de la moto. En aquel tiempo, distinguías muy bien. Había muy pocos motores que escuchar. Se detuvo y me subí. Sólo se veía nuestro aliento humeante en la helada y el agujero de luz que abría el faro de la moto en la noche.
—¿Por qué no me esperaste? —preguntó, antes de arrancar.
—Me aburría —le dije.
—Al salir del baile, había un tipo medio muerto en el suelo, justo al lado de la lambretta. ¡Joder, qué susto me llevé!
Y añadió, como quien piensa en voz alta: «No sé si no estaría más que medio muerto».
Aceleró. La moto lanzó un relincho y pegó un pequeño brinco en el aire.
Teníamos un largo camino por delante. Se me había pasado la euforia. Sentí que el cuerpo se aflojaba. Metí las manos en los bolsillos de la zamarra de Ricardo Tovar y apoyé la cabeza en su ancha espalda.
La primera vez que vio hacer el amor fue en esta playa.
La primera vez no fue a propósito. Era sólo una niña que cogía moras en las zarzas acodadas en el sotavento de los muros de piedra que protegían los pastos del ganado y la primera trinchera de los cultivos. La adusta vanguardia de las coles con su verde cetrino. Espetaba las moras en la dureza de una paja seca como cuentas de un rosario tensado o bolas de una de las varillas de alambre del ábaco de aprender a contar.
La primera vez fue sin querer. Ella iba de retirada, hacia la aldea, y atajó por las dunas. Fue entonces cuando vio a la pareja, una pareja solitaria y medio desnuda en el inmenso lecho del arenal. Y se agachó. El mar le había devuelto la visión con una brisa colorada, de vergüenza y de miedo. Pero se quedó quieta. Comió con ansia una ristra de moras salvajes y volvió a mirar, mientras se lamía con la lengua el bozo tinto que pintaron los frutos.
El mar fue siempre una inmensa pantalla hacia la que se orientaba el mundo del valle, posado con esmero, como un cojín de funda bordada y con pompones, en la silla de alto respaldo de los montes rocosos. Todo, pues, en el valle miraba hacia el mar, desde los santos de piedra de la fachada de la iglesia, con su pana de musgo, hasta los espantapájaros de las tierras de cultivo, vestidos siempre a la moda. Ella los recordaba con sombrero de paja y chaquetas de remiendos, pero, en la última imagen, los espantapájaros gastaban visera puesta del revés y cubrían la cruz del esqueleto con sacos de plástico refulgente de los abonos químicos. Lo que no había en el valle eran pescadores. Nadie traspasaba esa pantalla de mar y cielo, tan abierta, con vertiginosas y espectaculares secuencias, y amenazadora como una ficción verdadera.
La primera vez que vio una película en el salón, que era también el de bailar, pensó que Moby Dick estaba allí de verdad, en el cuadro en movimiento de su mar. Y no andaba descaminada, porque pocos días después el mar vomitó una enorme ballena que quedó varada y agonizante en la playa. Y vino en peregrinaje gente de todos los alrededores con carros tirados por vacas donde cargaban las chuletas gigantes de Moby Dick. Un hormiguero humano, azuzado por las quejas y blasfemias de las aves, celosas de los despojos, fue despedazando el cetáceo hasta dejar en el arenal un oscuro, pringoso y maloliente vacío. El corazón ocupaba el remolque de un carro. Llevó detrás una comitiva fúnebre de rapiñas y perros cojos. El eje, al gemir, pingaba tinta roja.
El mar vomitaba a veces el atrezo de las películas. Cuando era muy pequeña, su padre trajo un gran cesto rebosante de mandarinas. Contó que todo el arenal había amanecido en alfombra anaranjada. Cuando ya era chica, el mar echó en un eructo paquetes de tabaco rubio y botes de leche condensada. Y otro invierno, al poco de casarse, botellas de champán francés y un ajuar de vajilla con cucharas de plata. Casi todos los años el mar daba una de esas sorpresas. La última vez, y fue el año pasado, el mar ofreció un cargamento de televisores y vídeos. Algunos parecían en buen estado. Hicieron una prueba en el único bar de la aldea. Ella esperaba ver islas de coral y peces de colores, pero en la película salió Bruce Lee, dio unos golpes con el filo de la mano, y se cortó la imagen.
El hombre del proyector de cine, que tenía una camioneta de chapa roja y morro muy alargado, era el hombre más feo del mundo.
Un día, en el salón, esta vez preparado para el baile, la niña, sentada en la escalera y con la cabeza engarzada en los barrotes de la balaustrada, vio bailar al hombre más feo del mundo con la mujer más hermosa del mundo. La nariz del hombre feo hacía juego con el morro de la camioneta. Era tan larga y afilada que tenía una sombra propia, independiente, que picoteaba entre las hojas de los acantos del papel pintado de las paredes. Entre pieza y pieza, cuando la pareja se paraba y se acariciaba con los ojos, la sombra de la nariz picoteaba las moscas del salón, de vuelo lento y trastornado.
Eran los dos, el hombre más feo y la mujer más linda del mundo, los que estaban haciendo el amor en la playa, protegidos por el lomo de una duna. Aquella primera vez, la niña, ya adolescente, vio todo lo que había que ver. De cerca. Sin ellos saberlo, hicieron el amor para ella en la pantalla del mar. Arrodillada tras la duna, compartía la más hermosa suite. El inmenso lecho en media luna, la franela de la finísima arena, la gran claraboya de la buhardilla del cielo, de la que apartan casi siempre las caravanas del oeste con sus pacas de borra y nube, lo que hace que el valle sea un paraíso en la dura y sombría comarca.
Se abrazaron, se dejaron caer, rodaron, se hacían y deshacían nudos con brazos y piernas, con la boca, con los dientes, con los cabellos. El altavoz del mar devolvía a los oídos de la mirona la violencia feliz de sus jadeos. Así, más, más, más. Llegó un momento en que temió que los latidos de su corazón se escuchasen por encima del compás de las olas. Fue la mujer la que venció. De rodillas, como ella estaba, ciñéndose al hombre con la horquilla de los muslos, alzó la cara hacia el sol hasta que le cerró los ojos, ladeó las crines en la cascada de luz, y los blancos senos aboyaron por fuera del sostén de lencería negra.
A ella le pareció que se había acortado la nariz del hombre más feo del mundo. Su sombra debía de andar entre los zarapitos, picoteando en el bordón que tejía la resaca de las olas.
Era una playa muy grande, de aguas bravas y olas de alta cresta que a veces combatían entre sí, como los clanes de un antiguo reino. Siempre fría, con la espuma tersa como carámbanos fugaces, y con la arena tan fina que cuando se retiraba el rollo de la marea dejaba un brillo de lago helado. Cuando envejeció, a ella le gustaba caminar hendiendo con los pies ese espejo húmedo y pasajero porque se decía que era muy bueno para las varices. Alguna vez, en el verano, siempre vestida y con una pañoleta sobre la cara, dormía la siesta sobre la manta cálida de la arena seca.