—Le pareció fatal. Dijo que habías sido un borde, que siempre le tomabas el pelo delante de sus amigos.
—¿Y qué quieres que haga? ¿A ver? ¡Unas hostias! Eso es lo que yo tenía que hacer. Darle unas buenas hostias.
—¡Por favor, Pa!
—A mí me las dio mi padre un día que le dije mierda. ¡Vete a la mierda! Yo ya era un mozo, no creas. Y me metió una bofetada que casi me tumba. Le estaré agradecido toda la vida. Me aclaró las ideas.
—Él nunca te mandó a la mierda.
—No. Eso es cierto. Me dijo «¡Muérete!». Pero nunca me mandó a la mierda…
Eran las cuatro de la mañana y a esa hora ya no podían llamar por teléfono a los padres de Ricky o de Mini. Sería como entrar sin permiso en casa ajena con los zapatos llenos de barro. Intentó convencerla de que lo mejor era ir a dormir un poco.
—No pasa nada, ya verás. Estará a punto de llegar. O se quedaría a dormir en casa de sus amigos. Hay que descansar, anda.
—Acuéstate tú. Mañana tienes que conducir. ¿Quieres una tila?
Ahora eran las siete y ella estaba allí, con las ojeras de la mujer que atiende el guardarropa en un club nocturno.
Le pedía sin hablar que hiciese algo, antes de que se quedase sola y el pasillo se convirtiese en un largo embudo.
—Todavía es un poco temprano. Tranquila. Esperamos media hora y llamamos.
Se vistió y se afeitó. Mojó la cabeza más de lo normal y se peinó para atrás, alisando con las manos. Tomó un café solo y sintió en la cabeza el combate con la tila, el encontronazo de un viajante acelerado con un vagabundo que iba a pie por el borde de la calzada. Fue el viajante quien se puso en pie y se dirigió hacia el teléfono, seguido por una mujer al acecho.
—Disculpa que llame a estas horas. Soy Armando, el padre de Miro. ¿Quería… quería saber si se quedó a dormir por ahí?
—…
—¿No? Vale, perdonad, ¿eh?
—…
—No, no pasa nada. Era por si…
—…
—Claro, claro, estará por ahí. Gracias y perdona, ¿eh?
Nada, dijo. Y marcó otro número, el de los padres de Mini. No contestaban y volvió a marcar.
—Nada. Para éstos debe de ser muy temprano.
Cogió a la mujer por los hombros y le dio un beso. Toda ella parecía tan leve como su camisón.
—Llama tú dentro de media hora. Yo ahora tengo que irme. Ya voy muy retrasado. Venga, venga, tranquila. A ver, alegra esa cara. Venga, una sonrisa. Venga, mujer, venga. Así me gusta. Estamos en contacto, ¿eh?
Antes de marcharse, se asomó a la habitación de su hijo. Sobre la almohada había un arlequín de trapo con la cabeza de porcelana. Otros días le daba risa aquel detalle infantil, pero hoy hizo un gesto de desagrado. La expresión del muñeco le parecía inquietante. Una sonrisa doliente y triste. En la pared, en el póster más grande y visible, estaba aquel tipo, Steven Tyler, líder de Aerosmith. Murmuró: «¿Qué, qué pasa, tío?». La boca todavía más grande que la de Mick Jagger. Greñas muy largas y alborotadas. El pecho desnudo, con dos grandes colmillos colgando de un collar. De pantalón, una malla ceñida, como piel de felino, que le marcaba el paquete con descaro. De hecho, pensó, todo el personaje es un descaro. Por vez primera le asaltó la duda de que aquel póster estaba allí por él. Tenía su misma edad. ¿O no? Steven Tyler era más viejo. Cuando Miro se lo dijo, se había quedado mudo.
Pasó por el almacén y repasó la mercancía. Cargó los cinco maletones. Se puso en camino. Cuando ya llevaba un trecho, notó un aviso. Siempre le hacía caso a su instinto. Tenía que llevar otra maleta de
Superbreasts
. Pensó en llamar desde allí a casa, pero cambió de idea. Si no había noticias de Miro, iba a aumentar la alarma. Acabaría estropeando el día y la cosa no estaba para bromas. Pensó en la competencia. Si el mocoso supiera lo que es la vida…
Conducía a contracorriente. En dirección a la ciudad, en lenta formación, los coches del carril contrario cabeceaban como ganado impaciente. Paró en la gasolinera de Bens, antes de meterse en la autopista de Carballo. Mientras le llenaban el depósito, miró el muestrario de casetes para consumo rápido de automovilistas. Una mezcla de cosas de siempre, con tapas descoloridas por el sol. Los corridos mejicanos de Javier Solís. Antonio Molina. Carlos Gardel. Chistes verdes. Los Chunguitos. Fuxan os ventos. Ana Belén & Víctor Manuel. Julio Iglesias. Orquesta Compostela. Y allí, en el medio, como una maldita casualidad tramada por un guionista de películas, la portada de una vaca con un tatuaje en el pernil, Aerosmith, y un aro de metal clavado en una mama.
Get a trip
.
—Me llevo esto también —dijo, señalando la casete.
Hoy haría todo el recorrido por la costa, por lo menos hasta Ribeira. Tenía que cronometrar bien y detenerse el tiempo justo en cada tienda. En Carballo paró en la corsetería Lucy. La dueña del comercio rebuscaba entre unas prendas y tardó en responder a sus buenos días. Paciencia, pensó él, la vieja acaba de abrir los ojos y, además, tiene malas pulgas.
—La veo muy bien, señora.
—No me venga con pamplinas a estas horas.
—A quien madruga, Dios le ayuda.
—¿Dios? Esto es un desastre. Una calamidad.
—Pasó febrero. ¡Ya verá ahora!
—No necesito nada. Nada de nada —dijo con un gesto rotundo de las manos, como si quisiera echarlo.
—Usted sabe que no la engaño. ¿La he engañado alguna vez? Le digo que una cosa se va a vender y se vende, ¿o no?
—También se iban a vender los
panties
en el invierno. ¿Quiere saber una cosa? Hay
panties
ahí para calentarle la boca de abajo a media España.
—Me encanta verla enfadada. Se parece, se parece a… ¿Cómo se llama esta actriz? ¡Liz Taylor!
—Sí, ya. No necesito nada.
—Quiero que vea una cosa, sólo una cosa. ¿Se imagina algo mejor que el
Wonderbra,
pero a mitad de precio? ¿A que no me cree?
—No. A ver.
—No la engaño. Mire esto. El mejor sujetador del mercado. Realza el pecho, pero no es una armadura. Toque, toque. ¡Viene la primavera, Lucy, viene la primavera!
Siguió la ruta por Malpica. Y luego Ponteceso, Laxe, Baio, Vimianzo, Camariñas, Muxía, Cee, Corcubión, Fisterra. La cosa iba yendo. ¡Menos mal que había traído un extra de
Superbreasts
! Gracias, corazón, sexto sentido, que no me fallas. Habría que comer algo. Miró el reloj. De repente, sintió una bofetada, una bofetada más fuerte que aquella de su padre. ¡Cielo santo! Pero qué bestia, qué cabrón soy. Corrió, corrió como loco hacia la cabina de teléfono.
—¿Ma? ¿Eres tú, Ma?
—…
—Perdona, perdona, por Dios. Tuve problemas, de verdad, Ma, créeme, una complicación.
—…
—No, nada. Una avería. ¿Y el chico? ¿Apareció Miro?
—…
—¿No apareció?
—…
—Bueno, mujer. Si llamó, ya está. ¿Qué le pasó? ¿Le pasó algo?
—…
—Sí, voy a hablar con él. Voy a hablar con él muy en serio. Tú tranquila. Yo me encargo de que esto no vuelva a pasar. Anda, ahora duerme un poco. Descansa. Ya te llamaré. Todavía tengo mucho curro por delante. Descansa, ¿eh?
Al salir de la cabina, en el muelle de Fisterra, se fijó en el mar por primera vez en todo el día. El sol de marzo le daba un brillo duro, de metal de acero. Regresó a la cabina y volvió a marcar.
—¿Ma? Soy yo. Perdona, ¿eh? Perdona que no llamara antes. No sé qué me pasó.
—…
—Todo irá bien. Ya verás. Todo irá bien. Un beso muy grande. Y descansa, ¿eh?
Por la tarde, en la playa de Corrubedo, un grupo de chicos y chicas haciendo surf. Los miró con envidia. No por él, sino por su hijo. Le gustaría que él estuviese así, con aquellos trajes ceñidos y de colores vivos. Alegres, sanos, seguramente ricos, luchando con el mar bravo, deslizándose con suavidad sobre la cresta de las olas. Bueno, pensó, él no tiene mal corazón. Y parece que toca bien, a su manera. Saldrá adelante. También yo salí.
Dio por finalizada la jornada en Ribeira. Estaba contento. En la lencería Flor de Piel le compraron la última partida de
Superbreasts
y también de bragas
Basic Instinct
. El tipo de la competencia, aquel vendedor achulapado, con más anillos que dedos, de corbata excesiva como ramo de gladiolos, iba a quedar con un palmo de narices cuando llegase mañana. Se la jugó por sorpresa y el que da primero da dos veces. Estaba contento y cansado. Cuando cerró el maletero del coche, sintió que sus párpados también se dejarían abatir con gusto. Decidió tomar un café y llamar desde el bar.
—Hola, Ma. ¿Cómo va eso?
—…
—Bien. Dile que se ponga.
—…
—¿Cómo que no le diga nada?
—…
—¿Que no le grite? Tú eres peor que él. Unas hostias, eso es lo que necesita ese mocoso.
—…
—¿Que no lo va a hacer más? ¡Pues menos mal!
—…
—Claro, claro. ¡Qué delicadeza por su parte! ¿Y dónde pasó la noche?
—…
—¿Solo por ahí?
Hubo un silencio entre ellos, como si por el túnel del teléfono se escuchara el eco de los pasos de un caminante insomne y solitario, y el repique de una gotera. Miró de reojo. Toda la clientela del bar estaba pendiente del resumen deportivo en la televisión.
—¿Cómo que solo por ahí? ¿Durmió en un portal o qué? En algún sitio dormiría.
—…
—¿Que no durmió?
—…
—No, no me amargo. ¿Qué hace ahora?
—…
—¿Traía hambre, eh?
—…
—Eso está bien.
—…
—Ma, dile, dile que… ¡Bah! No le digas nada.
—…
—En Ribeira.
—…
—No, no llueve.
—…
—Cuelgo. No te preocupes por la cena. Ya picaré algo de la nevera.
—…
—Buenas noches, Ma.
—…
—Sí, iré despacio.
Antes de encender el coche, respiró hondo. Los primeros neones se encendían desganados y las farolas tenían aún una luz tullida. «Solo y por ahí», murmuró. De todo lo sucedido, aquello fue lo que más lo había perturbado. Escuchaba los pasos de Miro por un túnel. Llevaba la cara maquillada de blanco como un arlequín. Aquella imagen le dolía. Preferiría mil veces que hubiese estado de parranda con los amigos y amaneciese fumando una china de hachís en la playa.
Por enésima vez en el día puso la cinta de Aerosmith. Aquel regalo para Miro. Después, volviéndose hacia Steven Tyler, que iba de copiloto, hizo un gesto de complicidad.
—Será mejor que conduzcas tú.
Le pesaban los ojos como las puertas de un maletero infinito.
El doctor Freire se arrodilló en reverente silencio sobre la almohada de musgo, como si aquel peñascal fuese un altar, y una pila sagrada la fuente donde empozaba el agua. De camino hacia aquel lugar, y de la mano de Fina, sentía un antiguo placer de oboe y arpa que amansaba el apremiante reloj de su vida de especialista en trasplante de corazón. Pero hoy el ritual tenía un valor añadido.
—Aquí es donde nace —dijo en inglés, girando hacia sus invitados.
Su rostro resplandecía de orgullo, como el destinatario de una confidencia bíblica. Aquel fragmento del Génesis era de su propiedad. El agua burbujeaba en el lecho arenoso, entre hilas de hierba y centelleos de mica, y fluía por sus venas de hombre antes de descender entre alisos. En aquel instante era su corazón el que bombeaba el riachuelo hacia el valle de Amoril.
El doctor Freire admiraba al doctor Kimball. En cierta manera, aquella invitación era una ofrenda de gratitud. Acababa de conocerlo en persona, en un congreso médico que los había reunido en Santiago de Compostela. Pero durante años había leído todos sus libros, todos sus informes, y estaba al corriente de sus experiencias pioneras en la sustitución en los trasplantes de órganos vivos por equivalentes sintéticos. Gran parte de su saber médico lo había tomado prestado de aquel hombre que trabajaba al otro lado del océano. Muchas de sus dudas habían encontrado solución en la terminal informática, gracias a ideas aportadas desde la lejanía por alguien con quien hoy compartía el
chac chac tsuit chac
de la tarabilla, esa inquieta pregunta que queda suspensa en el anochecer. El doctor Kimball era una eminencia en su campo, un hombre de prestigio internacional, y al doctor Freire le parecía un milagro verlo allí, ahora reclinado él también sobre la pila, con los ojos muy abiertos, como un monje budista que interpreta el pestañear silencioso de las burbujas.
Cuando el médico norteamericano y su esposa Ellen acogieron con simpatía la propuesta de pasar el fin de semana en su pazo de Amoril, antes de regresar a Houston, el doctor Freire sintió una mezcla de sorpresa y halago. Al darle la noticia a Fina ya sentía el efecto excitante del licor de la vanidad, una reacción que saborearon juntos al tratar de los preparativos, y lo hacían sin disimular el uno con el otro, porque les parecía que la ocasión merecía un disfrute abierto y goloso, como si fuese una fortuna traída por el azar. Así, él pensaba ya en el impacto entre colegas de un preámbulo del tipo: «Tal como me dijo el doctor Kimball en mi casa de Amoril…». Y ella, Fina, aunque más con los pies en la tierra, sumergida ya en las preocupaciones de anfitriona, se precipitó a realizar unas selectas llamadas telefónicas que calculaba tendrían un efecto semejante a una nota de sociedad en el periódico
El Correo Gallego
.
Así que allí estaba el famoso doctor Kimball, sentado ahora ante la
lareira
[8]
,
con un vaso con dos dedos de whisky, mientras Freire colocaba en hábil pirámide la leña y encendía fuego con la solemnidad de quien presenta un número de magia. Al otro lado de la sala Fina buscaba palabras en su balbuceante inglés para explicarle a Ellen que el cuadro que miraban representaba el mundo como una mascarada de carnaval,
like a carnaval,
y que su autor, Laxeiro, era el más cotizado del país.
Fue ella, Fina, quien encendió las luces, como inducida por la observación de Ellen ante el cuadro.
—Es muy hermoso… y también muy extraño.
Sí, pensó Fina, es un carnaval misterioso y oscuro. En realidad, nunca le había gustado aquel cuadro. Tenía algo de inquietante y deforme que le resultaba molesto. Preferiría una cosa con más color y placentera. Un paisaje como los que se pintaban antes. Algo bonito de verdad, con las cosas en su sitio, donde los campos fueran verdes, los tejados rojos y el cielo azul. Pero aquél era un cuadro de valor. Todo el mundo que entendía de pintura se lo decía. Un valor que, aseguraban los entendidos, se multiplicaría en el futuro, cuando el autor fuese uno de esos difuntos que parrandeaban en el lienzo.