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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (10 page)

BOOK: Lo más extraño
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Dejamos el coche en el mercado de Agra de Orzán y cogimos las bolsas de deportes. Al mediodía, y tal como habíamos calculado, la calle Barcelona, peatonal y comercial, estaba atestada de gente. Todo iba a ser muy sencillo. La puerta de la sucursal bancaria se abrió para una vieja e inmediatamente detrás entramos nosotros. Lo tenía todo muy ensayado. «Por favor, señores, no se alarmen. Esto es un atraco normal.» Hice un gesto tranquilo con la pistola y toda la clientela se agrupó, en orden y silencio, en la esquina indicada. Un tipo voluntarioso insistía en darme su cartera, pero le dije que la guardase, que nosotros no éramos unos mangantes. «Usted, por favor, llene las bolsas», le pedí a un empleado con aspecto eficiente. Lo hizo en un santiamén y Dombo, contagiado por el clima civilizado en que todo transcurría, le dio las gracias. «Ahora, para que no haya problemas, hagan el favor de no moverse en diez minutos. Han sido todos muy amables.» Así que salimos como si aquello fuese una lavandería.

«¡Alto o disparo!»

Ante todo, mucha calma. Sigo andando como si no fuese conmigo. Uno, dos, tres pasos más y salir disparado. Demasiada gente. Dombodán no lo piensa. Se abre paso como un jugador de rugby. Y yo que estoy en otra película.

«¡Alto, cabrón, o disparo!»

Saco la pistola de la bolsa abierta y me vuelvo con parsimonia, apuntando con la derecha.

«¿Qué pasa? ¿Algún problema?»

El tipo que antes me había ofrecido la cartera. Plantado, con las piernas separadas y el revólver apuntándome firme, agarrado con las dos manos. He aquí un profesional. Guarda jurado de paisano, seguro.

«No hagas el tonto, chaval. Suelta ese juguete.»

Yo que sonrío, que digo nanay. Y le tiro la bolsa a los morros, toda la pasta por el aire, cayendo a cámara lenta. «¡Come mierda, cabrón!» Y echo a correr, la gente que se aparta espantada, qué desgracia, la gente que se aparta y deja un corredor maldito en la calle, un agujero que se abre, un túnel por delante, un agujero en la espalda. Quema. Como una picadura de avispa.

La sirena de la ambulancia. Sonrío. El enfermero que me mira perplejo porque estoy sonriendo. Lola patina entre rosanovas y azaleas, en un salón acristalado. Viene hacia mí. Me abraza. Es nuestra casa. Y me quiere dar esa sorpresa, sobre patines, meciendo la falda roja plisada al mismo tiempo que la melena, el beso de la cereza.

Por la noche, a través del cristal de la puerta, puedo leer el rótulo luminoso de Pompas Fúnebres: «Se ruega hablen en tono moderado para beneficio de todos»
[2]
. Dombo, el gigantón leal de Dombo, estuvo aquí. «Lo siento en el acompañamiento», le dijo compungido a mi madre. No me digan que no es gracioso. Parece de Cantinflas. Para llorar de risa. Y me miró con lágrimas en los ojos. «Dombo, tonto, vete, vete de aquí, compra con la pasta una casa con salón acristalado y un televisor Trinitrón de la hostia de pulgadas.» Y Dombo venga a llorar, con las manos en los bolsillos. Va a empaparlo todo. Lágrimas como uvas.

Y está Fa, la señora Josefa, la del piso de enfrente. Ella sí que supo siempre de qué iba la cosa. Su mirada era una eterna reprimenda. Pero le estoy agradecido. Nunca dijo nada. Ni para bien, ni para mal. Yo saludaba, «Buenos días, Fa», y ella refunfuñaba en bajo. Sabe todo lo que se cuece en el mundo. Pero no decía nada. Le ayudaba a mamá, eso era todo. Fumaba con ella un chéster por la noche, y bebían un
lágrima
de Porto, mientras yo manejaba el mando a distancia. Y ahora está así, sosteniendo a mamá. De vez en cuando, se vuelve hacia mí pero ya no me riñe con la mirada. Se persigna y reza. Una profesional.

Ya falta poco. En el rótulo luminoso puedo ver el horario de entierros. A las 12.30 en Feáns.

Lola se despide de mamá y va hacia la puerta de la sala del velatorio. Esa forma de andar. Parece que vuela incluso con zapatos. Garza o algo así. Pero ¿qué hace? De repente se vuelve, patina hacia aquí con la falda plisada y queda posada en el cristal. Me mira con asombro, como si reparase en mí por vez primera.

«¿Impresionada, eh?»

«Pero, Tino, ¿cómo fuiste capaz?»

Tiene ojos cálidos, de pecado, y la boca entreabierta.

Sueño con la primera cereza del verano.

La lengua de las mariposas

«¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas.»

El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.

«La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.»

Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre.

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.

Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal
[3]
».

Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase
Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo
[4]
. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba enfermo.

El miedo, como un ratón, me roía las entrañas.

Y me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela.

Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la Alameda.

«A ver, usted, ¡póngase de pie!»

El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim.

«¿Cuál es su nombre?»

«Pardal.»

Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las orejas.

«¿Pardal?»

No me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda.

Y fue entonces cuando me meé.

Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y resonaban como latigazos.

Huí. Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y de que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.

Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos. «Tranquilo, Pardal, ya pasó todo.»

Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como había sucedido cuando se murió la abuela.

Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche. Así me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.

El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. «Me gusta ese nombre, Pardal.» Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo:

«Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso.» Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. «Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta.»

A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de costras de heridas.

Una tarde parda y fría…

«Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?»

«Una poesía, señor.»

«¿Y cómo se titula?»

«
Recuerdo infantil
. Su autor es don Antonio Machado.»

«Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta. Fíjate en la puntuación.»

El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

>de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

>se representa a Caín

fugitivo y muerto Abel,

junto a una mancha carmín…

«Muy bien. ¿Qué significa
monotonía de lluvia,
Romualdo?», preguntó el maestro.

«Que llueve sobre mojado, don Gregorio.»

«¿Rezaste?», me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.

«Pues sí», dije yo no muy seguro. «Una cosa que hablaba de Caín y Abel.»

«Eso está bien», dijo mamá, «no sé por qué dicen que el nuevo maestro es un ateo».

«¿Qué es un ateo?»

«Alguien que dice que Dios no existe.» Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.

«¿Papá es un ateo?»

Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente.

«¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa bobada?»

Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían realmente en Dios.

«¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?»

«¡Por supuesto!»

El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que colgaba del cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. La cara se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.

«El demonio era un ángel, pero se hizo malo.»

La mariposa chocó con la bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.

«Hoy el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?»

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