Uno de sus cuadros de vacas levíticas fue seleccionado para la muestra de arte joven
RE (CIEN) NACIDOS,
organizada por el Instituto de la Juventud, y obtuvo una acogida sorprendente en Madrid. Uno de los críticos más influyentes de la capital de España escribió un elogio apasionado de la obra de Mariano Espiña, expresivamente titulado
MANDA CARALLO.
«Hay en Espiña —decía el crítico Bernabé Candela— naturaleza y metafísica, pasión y biología, reflexión y arrebato, y sabido es que no hay belleza sin rebeldía, aunque esa convulsión aparezca contorneada por una
figuración reaccional.
Espiña puede ser una simbiosis brillante, la del pensamiento salvaje al acecho del fin de siglo como un Apocalipsis ilustrado». Leyó aquel artículo en el viejo matadero, mientras abría una lata de mejillones. A la primera reacción de vanidad satisfecha sucedió un estado de inquietud y desasosiego. Hasta ahora, casi nadie se había ocupado de él. Era un completo desconocido en el mundo cultural. No asistía a las inauguraciones ni a las fiestas donde el alcalde y el consejero disertaban sobre el futuro de la cultura, tendiendo puentes, pues minutos antes, en la Cámara de Comercio, habían hablado del futuro condicional de la agricultura. En las pocas ocasiones en que acudió a estos eventos, sólo había conseguido dejar una estela deplorable ante sus semejantes, especialmente mujeres, porque el simple contacto con la química del cóctel despertaba sus más bajos instintos.
Ahora, un cuadro suyo triunfaba en la capital. A la destartalada nave del matadero acudieron periodistas de los diarios locales, y todo el mundo artístico, excepto los resentidos de siempre, celebraba el nacimiento de una nueva estrella. El propio Bernabé Candela se desplazó en tren a la provincia para conocer en vivo el territorio donde Espiña paría sus portentosas criaturas y publicó luego una larga entrevista titulada
DOCE HORAS EN EL ATLÁNTICO EXPRESSO HASTA LLEGAR A UN MATADERO
, que no sirvió para mejorar el servicio ferroviario, pero incrementó en la capital las expectativas ante el bárbaro galaico. Espiña aprovechó las demoradas horas de pasmo para reflexionar sobre una propuesta del prestigioso crítico: «Convéncete, Espiña, para triunfar hay que venir a Madrid».
Todo aquello le resultaba extremadamente fatigoso. Hasta entonces había sido feliz porque no codiciaba nada. Se limitaba a ser. A ser lo que pintaba. Los sueños de una sombra. Ahora estaba agobiado por las dudas. La llamada de un galerista madrileño de fama, interesado por su obra por mediación de Candela, acabó de convencerlo.
Un triunfador en potencia debe cuidar los detalles, pensó Espiña. Así que decidió no hacer equipaje alguno y presentarse como un genuino artista que tiene el ingenio como único patrimonio. Los viajeros del
Atlántico Expresso,
con destino a la madrileña estación del Norte, no entendían del todo esta circunstancia y procuraban aplastarse contra las ventanas dejando un holgado corredor en el vagón cuando pasaba aquel ser estrafalario, con boina campesina, barba roja de vikingo, mandilón de costras de óleo y vara de aliaga.
Al artista no lo esperaba nadie en la estación, ni el crítico que lo había apadrinado, ni el galerista, ni ningún viejo burócrata del Instituto de la Juventud, pese a que todos ellos habían confirmado su asistencia a tan histórico acontecimiento. Orientó, pues, sus pasos hacia la Plaza de España, y en el trayecto tuvo oportunidad de establecer un fugaz contacto con las expresiones más genuinas de la cultura urbana: un parado que tocaba el acordeón, un parado que vendía postales, un parado que vendía poemas y un parado que vendía los riñones. Ya en la Gran Vía, aún impresionado por los hospitalarios agüeros, encontró un rótulo tranquilizador:
Pensión alicia,
nombre por lo demás incompleto del establecimiento, puesto que del topónimo se había desprendido una fatídica
G
inicial.
La Pensión Galicia estaba regentada por una anciana leonesa que compensaba su amor por los gatos con un odio indisimulado hacia los gallegos, que, por otra parte, representaban el noventa por ciento de su clientela. La señora Díaz de Bembibre observó de arriba abajo y de este a oeste al recién llegado, y rezongó con desdén cuando éste confesó tímidamente su lugar de origen. Después del triunfal aterrizaje, Espiña trató de mantener el ánimo frío. Necesitaba una larga sesión de pasmo.
La habitación que le tocó en suerte era un cajón cerrado, sin más respiro que la puerta. Había una ventana, explicó secamente la patrona, pero la mandé tapiar. La anterior inquilina, una empleada de Seguros, intentó suicidarse tirándose por el patio de luces. Pasó diez horas quejándose la condenada, allá en el fondo del patio, hasta que los bomberos consiguieron rescatarla. Ni siquiera se rompió una pierna, decía indignada la patrona, así que decidí suprimir la ventana. Mientras ella se explicaba, Espiña calculaba mentalmente el tamaño de los lienzos que podría pintar en semejante cueva. ¿Tres por dos? Ni hablar. ¿Dónde metería la cama? Quizá dos por uno. Evidentemente, éste iba a ser un estudio provisional. No tenía posibles para alquilar otro local.
—¿Usted es artista o algo así?
—Sí, señora. Algo así.
—Pues no me haga porquerías en la habitación.
Después de cerrar el trato, se echó a la calle. Se sentía huérfano en la gran ciudad. Había venido en otras ocasiones a Madrid, pero su recuerdo más definido era el del zoo. Un chimpancé que había despertado en él instintos solidarios.
Ahora, su único vínculo era el crítico Candela, así que decidió ir a verlo cuanto antes y pensó que lo mejor era llamarlo al periódico.
—¿Bernabé Candela?
—Diga.
—Soy Espiña.
—¿Espiña? Espiña, Espiña… ¡Ah, coño, el gallego! ¿Y qué haces por aquí?
—Ya ves. A triunfar.
El silencio que siguió tenía algo de siniestro.
—Pues claro, como debe ser, a triunfar. ¿Quieres un consejo, muchacho? Trabajar, trabajar, trabajar. No hay otra clave para el éxito. Que la inspiración te sorprenda trabajando. ¡Ah, otro consejo! Déjate de vacas.
Dicho esto, apuró una despedida de compromiso y colgó.
Mariano Espiña siguió el consejo al pie de la letra. Pintaba día y noche en aquel agujero sofocante. Sólo salía para cenar un
macpollo
en la hamburguesería situada en los bajos de la pensión. Vivía como un topo, metido en su cubil y abriéndose paso por el mundo misterioso de las formas. Ya no pintaba vacas felices bajo un cielo de plomo sino faunas fantásticas en un universo estrellado.
La acumulación de cuadros se convirtió en un problema. Espiña se estrujó el magín hasta que dio con una brillante idea. Negoció con otro huésped, de origen monfortino, y éste aceptó, mediante promesa de una compensación mensual, almacenar parte de la obra en su habitación. Poco a poco las criaturas se multiplicaron y tuvo que ampliar el acuerdo con otros inquilinos, sin que la señora de Bembibre pareciera estar al tanto del proceso especulativo de su suelo. Tras tres meses de intensa creación, el artista creyó llegada la hora de convocar a Bernabé Candela. El crítico aceptó, no de muy buena gana, pues eran muchos, dijo, sus compromisos en seminarios, conferencias y mesas redondas, tribunas todas en las que tenía que disertar sobre temas tan variados como
TRAICIÓN Y MODERNIDAD, EL FUTURISMO PRIMITIVO, VIEJAS RAÍCES Y NUEVAS FRONTERAS,
o, aún más arriesgado, post, trans y metavanguardias en las vísperas del fin de milenio. El veredicto ante la obra del artista provinciano no pudo ser más desalentador.
—Pero, hombre, Espiña, esto está muy visto. Este neobarroco le dio muy buenos resultados a tu paisano Laxeiro, pero la onda va hoy por otro lado. Transvanguardia, Espiña, transvanguardia. No lo olvides, Bonito Oliva. No, Benito, no. Bonito. Y haz una hoguera con todo esto. El arte nuevo nace también de la purificación. Y del trabajo. Que las musas te encuentren en plena faena.
Espiña volvió a la cueva con renovado aliento. El mundo que surgió ahora era de color explosivo, trazos intensos, pletóricos de luz. Estaba relativamente satisfecho con esta nueva vía, entre otras cosas porque ya le fallaba la vista, debido quizá a la escasa luz de la pensión y a la dieta única a base de
macpollo
. Pasado un prudente período sin aflojar un solo instante, consideró que había llegado ya el momento de que Bernabé Candela se sorprendiera con el fulgor de su obra. Pero el crítico volvió a restallar la lengua.
—Por Dios, Espiña, éste es el pasado más rancio. No te enteras de nada, y no me extraña, aquí metido todo el santo día. ¿Has visto alguna exposición desde que llegaste? Hay que sumergirse en el ambiente, sentir las vibraciones. Alternar, emborracharse, fornicar. El artista no es un monje. Todo el estruendo de la vida cotidiana tiene que asomar en tu obra. ¿Sabes qué es la nueva figuración? ¿La ironía de una mitología neo-pop?
No, Espiña no lo sabía, pero decidió enterarse. A partir de ese día la señora de Bembibre observó escandalizada las costumbres nocherniegas del joven artista. Varias veces vomitó en su alfombra preferida. Le daba puntapiés al gato y, lo peor del asunto, se dejó ver varias noches con exóticas compañías femeninas de crestas coloradas. Pero también debía pintar, y lo hacía, de tal modo que no tenía horas para el sueño y su apariencia resultaba lamentable, con ojos hundidos, barba de forajido y andares de vagabundo desnortado. Sus lienzos representaban ahora muchedumbres entrando o saliendo del metro, puertas de retretes y destellos luminosos de sirenas policiales. Bernabé fue convocado una vez más. Cuando le pidió su parecer, la mirada de Espiña ya no reflejaba la ingenua sumisión de otros tiempos. Tenía un brillo amenazador que surgía de la negrura profunda de sus ojeras.
—No está mal, Espiña, no está mal —dijo Candela conciliador—. Pero mucho me temo que el arte de hoy, en estos finales de milenio, busca más bien la serenidad minimalista. Un paisaje del silencio con hambre de misterio.
Espiña no respondió. Acompañó al crítico hasta la puerta de la pensión y, al despedirse, sólo dijo: tendrán minimalismo.
Aquella noche pintó un blanquísimo lienzo. Blanco sobre blanco. Luego se hizo un corte de navaja en la palma de la mano y con la sangre pintó una vaca. Un trazo animal, lisiado, avanzando hacia un navío hundido en la nieve.
Amor, a ti venh’ora queixar
de mia senhor, que te faz enviar
cada u dormio sempre m’espertar
e faz-me de gram coita sofredor.
Pois m’ela nom quere veer nem falar,
que me queres, Amor?
[1]FERNANDO ESQUIO
Sueño con la primera cereza del verano. Se la doy y ella se la lleva a la boca, me mira con ojos cálidos, de pecado, mientras hace suya la carne. De repente, me besa y me la devuelve con la boca. Y yo que voy tocado para siempre, el hueso de la cereza todo el día rodando en el teclado de los dientes como una nota musical silvestre.
Por la noche: «Tengo algo para ti, amor».
Dejo en su boca el hueso de la primera cereza.
Pero en realidad ella no me quiere ver ni hablar.
Besa y consuela a mi madre, y luego se va hacia fuera. Miradla, ¡me gusta tanto cómo se mueve! Parece que siempre lleva los patines en los pies.
El sueño de ayer, el que hacía sonreír cuando la sirena de la ambulancia se abría camino hacia ninguna parte, era que ella patinaba entre plantas y porcelanas, en un salón acristalado, y venía a parar a mis brazos.
Por la mañana, a primera hora, había ido a verla al Híper. Su trabajo era surtir de cambio a las cajeras y llevar recados por las secciones. Para encontrarla, sólo tenía que esperar junto a la Caja Central. Y allí llegó ella, patinando con gracia por el pasillo encerado. Dio media vuelta para frenar, y la larga melena morena ondeó al compás de la falda plisada roja del uniforme.
«¿Qué haces por aquí tan temprano, Tino?»
«Nada.» Me hice el despistado. «Vengo por comida para la
Perla.
»
Ella siempre le hacía carantoñas a la perra. Excuso decir que yo lo tenía todo muy estudiado. El paseo nocturno de
Perla
estaba rigurosamente sometido al horario de llegada de Lola. Eran los minutos más preciosos del día, allí, en el portal del bloque Tulipanes, barrio de las Flores, los dos haciéndole carantoñas a
Perla
. A veces, fallaba, no aparecía a las 9.30 y yo prolongaba y prolongaba el paseo de la perra hasta que Lola surgiese en la noche, taconeando, corazón taconeando. En esas ocasiones me ponía muy nervioso y ella me parecía una señora, ¿de dónde vendría?, y yo un mocoso. Me cabreaba mucho conmigo mismo. En el espejo del ascensor veía el retrato de un tipo sin futuro, sin trabajo, sin coche, apalancado en el sofá tragando toda la mierda embutida de la tele, rebañando monedas por los cajones para comprar tabaco. En ese momento tenía la sensación de que era la
Perla
la que sostenía la correa para sacarme a pasear. Y si mamá preguntaba que por qué había tardado tanto con la perra, le decía cuatro burradas bien dichas. Para que aprendiese.
Así que había ido al Híper para verla y coger fuerzas. «La comida para perros está al lado de los pañales para bebés.»
Se marchó sobre los patines, meciendo rítmicamente la melena y la falda. Pensé en el vuelo de esas aves emigrantes, garza o grulla, que se ven en los documentales de después de comer. Algún día, seguro, volvería para posarse en mí.
Todo estaba controlado. Dombo me esperaba en el aparcamiento del Híper con el buga afanado esa noche. Me enseñó el arma. La pesé en la mano. Era una pistola de aire comprimido, pero la pinta era impresionante. Metía respeto. Iba a parecer Robocop o algo así. Al principio habíamos dudado entre la pipa de imitación o recortar la escopeta de caza que había sido de su padre. «La recortada acojona más», había dicho Dombo. Yo había reflexionado mucho sobre el asunto. «Mira, Dombo, tiene que ser todo muy tranquilo, muy limpio. Con la escopeta vamos a parecer unos colgados, yonquis o algo así. Y la gente se pone muy nerviosa, y cuando la gente está nerviosa hace cosas raras. Todo el mundo prefiere profesionales. El lema es que cada uno haga su trabajo. Sin montar cristo, sin chapuzas. Como profesionales. Así que nada de recortada. La pistola da mejor presencia.» A Dombo tampoco le convencía mucho lo de ir a cara descubierta. Se lo expliqué. «Tienen que tomarnos en serio, Dombo. Los profesionales no hacen el ridículo con medias en la cabeza.» Era enternecedora la confianza que el grandullón de Dombo tuvo siempre en mí. Cuando yo hablaba, le brillaban los ojos. Si yo hubiese tenido en mí la confianza que Dombo me tenía, el mundo se habría puesto a mis pies.