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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (11 page)

BOOK: Lo más extraño
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«Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha gustado la escuela?»

«Mucho. Y no pega. El maestro no pega.»

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba, «parecéis carneros», y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y que me cambiase del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.

«Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo.»

Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio
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contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la patata.

«Las patatas vinieron de América», le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me puso el plato delante.

«¡Qué iban a venir de América! Siempre ha habido patatas», sentenció ella.

«No, antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz.» Era la primera vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían.

Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.

Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: «Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal».

Para mis padres, estas atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos: «No hace falta, señora, yo ya voy comido», insistía don Gregorio. Pero a la vuelta decía: «Gracias, señora, exquisita la merienda».

«Estoy segura de que pasa necesidades», decía mi madre por la noche.

«Los maestros no ganan lo que tendrían que ganar», sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. «Ellos son las luces de la República.»

«¡La República, la República! ¡Ya veremos adónde va a parar la República!»

Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía.

«¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la cabeza.»

«Yo voy a misa a rezar», decía mi madre.

«Tú sí, pero el cura no.»

Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría tomarle las medidas para un traje.

«¿Un traje?»

«Don Gregorio, no lo tome a mal. Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que sé hacer son trajes.»

El maestro miró alrededor con desconcierto.

«Es mi oficio», dijo mi padre con una sonrisa.

«Respeto mucho los oficios», dijo por fin el maestro.

Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del ayuntamiento.

«¿Qué hay, Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las mariposas.»

Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la derecha, giraban hacia la izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca había visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se avecinaba una tormenta.

Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: «¡Arriba España!». Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de explosiones.

Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.

Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en casa de Suárez, el indiano.

«¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los militares han declarado el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil.»

«¡Santo Cielo!», se persignó mi madre.

«Y aquí», continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen, «dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba enfermo».

Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas secas.

Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora.

«Están pasando cosas terribles, Ramón», oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.

«Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo.»

Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: «Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda». Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo con voz muy grave: «Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro».

«Sí que se lo regaló.»

«No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien? ¡No se lo regaló!»

«No, mamá, no se lo regaló.»

Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.

Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban Hércules, padre de Dombodán… Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el maestro.

Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos.

«¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!»

«Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!» Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no desfalleciera. «¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!»

Y entonces oí cómo mi padre decía: «¡Traidores!» con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, «¡Criminales! ¡Rojos!». Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida hacia el maestro. «¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!»

Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. «¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!» Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. «Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso.» Pero ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. «¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!»

Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: «¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!».

Un saxo en la niebla

I

Un hombre necesitaba dinero con urgencia para pagarse un pasaje a América. Este hombre era amigo de mi padre y tenía un saxofón. Mi padre era carpintero y hacía carros del país con ruedas de roble y eje de aliso. Cuando los hacía, silbaba. Inflaba las mejillas como pechos de petirrojo y sonaba muy bien, a flauta y violín, acompañado por la percusión noble de las herramientas en la madera. Mi padre le hizo un carro a un labrador rico, sobrino de cura, y luego le prestó el dinero al amigo que quería ir a América. Este amigo había tocado tiempo atrás, cuando había un sindicato obrero y este sindicato tenía una banda de música. Y se lo regaló a mi padre el día en que se embarcó para América. Y mi padre lo depositó en mis manos con mucho cuidado, como si fuera de cristal.

—A ver si algún día llegas a tocar el
Francisco alegre, corazón mío
.

Le gustaba mucho aquel pasodoble.

Yo tenía quince años y trabajaba de peón de albañil en la obra de Aduanas, en el puerto de Coruña. Mi herramienta era un botijo. El agua de la fuente de Santa Margarida era la más apreciada por los hombres. Iba por ella muy despacio, mirando los escaparates de los comercios y de la fábrica de Chocolate Exprés en la Plaza de Lugo. Había también una galería con tres jaulas de pájaros de colores y un ciego que vendía el cupón y le decía piropos a las lecheras. A veces, tenía que hacer cola en la fuente porque había otros chicos con otros botijos y que venían de otras obras. Nunca hablábamos entre nosotros. De regreso a la obra, caminaba deprisa. Los obreros bebían el agua y yo volvía a caminar hacia la fuente, y miraba el escaparate de la fábrica de Chocolate Exprés, y la galería con las tres jaulas de pájaros, y paraba delante del ciego que ahora le decía piropos a las pescaderas.

Cuando hacía el último viaje del día y dejaba el botijo, cogía el maletín del saxo.

Durante dos horas, al anochecer, iba a clases de música con don Luis Braxe, en la calle de Santo Andrés. El maestro era pianista, tocaba en un local nocturno de
varietés
y se ganaba la vida también así, con aprendices. Dábamos una hora de solfeo y otra con el instrumento. La primera vez me dijo: «Agárralo así, firme y con cariño, como si fuera una chica». No sé si lo hizo adrede, pero aquélla fue la lección más importante de mi vida. La música tenía que tener el rostro de una mujer a la que enamorar. Cerraba los ojos para imaginarla, para ponerle color a su pelo y a sus ojos, pero supe que mientras sólo saliesen de mi saxo rebuznos de asno, jamás existiría esa chica. Durante el día, en el ir y venir a la fuente de Santa Margarida, caminaba embrujado con mi botijo, solfeando por lo bajo, atento sólo a las mujeres que pasaban. Como el ciego del cupón. Y soñaba con tocar algún día en el local de varietés.

Llevaba poco más de un año de música con don Luis cuando me pasó una cosa extraordinaria. Después de salir de clase, me paré ante el escaparate de Calzados Faustino, en el Cantón. Estaba allí, con mi maletín, mirando aquellos zapatos como quien mira una película de Fred Astaire, y se acercó un hombre muy grandote, calvo, la frente enorme como el dintel de una puerta.

—¿Qué llevas ahí, chaval? —me preguntó sin más.

—¿Quién, yo?

—Sí, tú. ¿Es un instrumento, no?

Tan ancho y alto, embestía con la cabeza y llevaba los largos brazos caídos, como si estuviera cansado de tirar de la bola del mundo.

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