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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (12 page)

BOOK: Lo más extraño
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—Es un saxo.

—¿Un saxo? Ya decía yo que tenía que ser un saxo. ¿Sabes tocarlo?

Recordé la mirada paciente del maestro. Vas bien, vas bien. Pero había momentos en que don Luis no podía disimular y la desazón asomaba en sus ojos como si, en efecto, yo hubiese dejado caer al suelo una valiosa pieza de vidrio.

—Sí, claro que sabes —decía ahora aquel extraño que nunca me había escuchado tocar—. Seguro que sabes.

Así entré en la Orquesta Azul. Aquel hombre se llamaba Macías, era el batería y un poco el jefe. Necesitaba un saxo para el fin de semana y allí lo tenía. Para mis padres no había duda. Hay que subirse al caballo cuando pasa ante uno.

—¿Sabes tocar el
Francisco alegre
? ¿Sabes, verdad? Pues ya está.

Me había dado una dirección para acudir al ensayo. Cuando llegué allí, supe que ya no había marcha atrás. El lugar era el primer piso de la fábrica de Chocolate Exprés. De hecho, la Orquesta Azul tenía un suculento contrato publicitario.

Chocolate Exprés

¡Ay qué rico es!

Había que corear esa frase tres o cuatro veces en cada actuación. A cambio, la fábrica nos daba una tableta de chocolate a cada uno. Hablo del año 49, para que se me entienda. Había temporadas de insípidos olores, de caldo, de mugre, de pan negro. Cuando llegabas a casa con chocolate, los ojos de los hermanos pequeños se encendían como candelas ante un santo. Sí, qué rico era el Chocolate Exprés.

Desde allende los mares,

el crepúsculo en popa,

la Orquesta Azul.

¡La Orquesta Azul!

En realidad, la Orquesta Azul no había pasado la Marola
[6]
. Había actuado una vez en Ponferrada, eso sí. Pero era la forma garbosa de presentarse por aquel entonces. América era un sueño, también para las orquestas gallegas. Corría la leyenda de que si conseguías un contrato para ir a tocar a Montevideo, Buenos Aires o Caracas, podías volver con sombrero y con ese brillo sano que se le pone a la cara cuando llevas la cartera llena. Si yo fuera con el botijo, tardaría día y noche en recorrer una avenida de Buenos Aires y el agua criaría ranas. Eso me lo dijo uno de la obra. Muchas orquestas llevaban nombre americano. Había la orquesta Acapulco, que era de la parte de la montaña, y se presentaba así:

Tintintín, tirititín…

Nos dirigimos a nuestro distinguido público en castellano ya que el gallego lo hemos olvidado después de nuestra última gira por Hispanoamérica.

¡Manííiiii!

Si te quieres un momento divertir,

cómprate un cucuruchito de maní…

También había orquestas que llevaban el traje de mariachi. La cosa mejicana siempre gustó mucho en Galicia. En todas las canciones había un caballo, un revólver y una mujer con enigma. ¿Qué más necesita un hombre para ser el rey?

La Orquesta Azul también le daba a los corridos. Pero el repertorio era muy variado: boleros, cumbias, pasodobles, cuplés, polcas, valses, aires gallegos, de todo. Una cosa seria. Ocho hombres en el palco, con pantalón negro y camisas de color azul con chorreras de encaje blanco y vuelos en las mangas.

Macías trabajaba durante la semana en Correos. Lo imaginaba poniendo sellos y tampones como quien bate en platos y bombos. El vocalista se llamaba Juan María. Era barbero. Un hombre con mucha percha. Muchas chicas se consumían por él.

—¿Bailas conmigo, Juan María?

—¡Vete a paseo, perica!

Y también estaba Couto, que era contrabajo y durante la semana trabajaba en una fundición. A este Couto, que padecía algo del vientre, el médico le había mandado comer sólo papillas. Pasó siete años seguidos a harina de maíz y leche. Un día, en carnaval, llegó a casa y le dijo a su mujer: «Hazme un cocido, con lacón, chorizo y todo. Si no me muero así, me muero de hambre». Y le fue de maravilla.

El acordeonista, Ramiro, era reparador de radios. Un hombre de oído finísimo. Llegaba al ensayo, presentaba una pieza nueva y luego decía: «Ésta la pillé por el aire». Siempre decía eso, la pillé por el aire, acompañándose de un gesto con la mano, como si atrapara un puñado de mariposas. Aparte de su instrumento, tocaba la flauta de caña con la nariz. Un vals nasal. Era un número extra que impresionaba al público, tanto como el burro sabio de los titiriteros. Pero a mí lo que me gustaba era una de sus canciones misteriosas cogidas por el aire y de la que recuerdo muy bien el comienzo.

Aurora de rosa en amanecer

nota melosa que gimió el violín

novelesco insomnio do vivió el amor.

Y estaba también el trompeta Comesaña, el trombón Paco y mi compañero, el saxo tenor, don Juan. Un hombre mayor, muy elegante, que cuando me lo presentaron me pasó la mano por la cabeza como si me diese la bendición.

Se lo agradecí. Dentro de nada, iba a ser mi debut. En Santa Marta de Lombás, según informó Macías.

—Sí, chaval —asintió Juan María—. ¡Santa Marta de Lombás, irás y no volverás!

II

El domingo, muy temprano, tomamos el tren de Lugo. Yo iba, más que nervioso, en las nubes, como si todavía no hubiese despertado y el tren fuese una cama voladora. Todos me trataban como un hombre, como un colega, pero tenía la sensación de que por la noche había encogido, de que había encogido de la cabeza a los pies, y que todo en mí disminuía, incluso el hilo de voz, al tiempo que se agrandaba lo de fuera. Por ejemplo, las manos de Macías, enormes y pesadas como azadas. Miraba las mías y lo que veía eran las de mi hermana pequeña envolviendo una espiga de maíz como un bebé. ¡Dios! ¿Quién iba a poder con el saxo? Quizás la culpa de todo la tenía aquel traje prestado que me quedaba largo. Me escurría en él como un caracol.

Nos bajamos en la estación de Aranga. Era un día de verano, muy soleado. El delegado de la comisión de fiestas de Santa Marta de Lombás ya nos estaba esperando. Se presentó como Boal. Era un hombre recio, de mirada oscura y mostacho grande. Sujetaba dos mulas en las que cargó los instrumentos y el baúl en el que iban los trajes de verbena. Uno de los animales se revolvió, asustado por el estruendo de la batería. Boal, amenazador, se le encaró con el puño a la altura de los ojos.

—¡Te abro la crisma,
Carolina
! ¡Sabes que lo hago!

Todos miramos el puño de Boal. Una enorme maza peluda que se blandía en el aire. Por fin, el animal agachó manso la cabeza.

Nos pusimos en marcha por un camino fresco que olía a cerezas y con mucha fiesta de pájaros. Pero luego nos metimos por una pista polvorienta, abierta en un monte de brezos y tojos. Ya no había nada entre nuestras cabezas y el fogón del sol. Nada, excepto las aves de rapiña. El palique animado de mis compañeros fue transformándose en un rosario de bufidos y éstos fueron seguidos de blasfemias sordas, sobre todo cuando los zapatos acharolados, enharinados de polvo, tropezaban en los pedruscos. En cabeza, recio y con sombrero, Boal parecía tirar a un tiempo de hombres y mulas.

El primero en lanzar una piedra fue Juan María.

—¿Visteis? ¡Era un lagarto, un lagarto gigante!

Al poco rato, todos arrojaban piedras a los vallados, rocas o postes de la luz, como si nos rodeasen cientos de lagartos. Delante, Boal mantenía implacable el paso. De vez en cuando se volvía a los rostros sudorosos y decía con una sonrisa irónica: «¡Ya falta poco!».

—¡La puta que los parió!

Cuando aparecieron las picaduras de los tábanos, las blasfemias se hicieron oír como estallidos de petardos. La Orquesta Azul, asada por las llamaradas del sol, llevaba las corbatas en la mano y las abanicaba como las bestias el rabo para espantar los bichos. Para entonces, el baúl que cargaba una de las mulas parecía el féretro de un difunto. En el cielo ardiente planeaba un milano.

¡Santa Marta de Lombás, irás y no volverás!

Nada más verse el campanario de la parroquia, la Orquesta Azul recompuso enseguida su aspecto. Los hombres se anudaron las corbatas, se alisaron los trajes, se peinaron, y limpiaron y abrillantaron los zapatos con un roce magistral en la barriga de la pierna. Los imité en todo.

Sonaron para nosotros las bombas de palenque.

¡Han llegado los de la orquesta!

Si hay algo que uno disfruta la primera vez es la vanidad de la fama, por pequeña e infundada que sea. Los niños, revoloteando como mariposas a nuestro alrededor. Las mujeres, con una sonrisa de geranios en la ventana. Los viejos asomando a la puerta como cucos de un reloj.

¡La orquesta! ¡Han llegado los de la orquesta!

Saludamos como héroes que resucitan a los muertos. Me crecía. El pecho se me llenaba de aire. Pero, de repente, comprendí. Nosotros éramos algo realmente importante, el centro del mundo. Y volví a encogerme como un caracol. Me temblaban las piernas. El maletín del saxo me pesaba como robado a un mendigo. Me sentía un farsante.

Hicimos un alto en el crucero y Macías posó su brazo de hierro en mi hombro.

—Ahora, chaval, nos van a llevar a las casas en las que nos alojan. Tú no tengas reparo. Si tienes hambre, pides de comer. Y que la cama sea buena. Ése es el trato.

Y luego se dirigió sentencioso a Boal: «El chaval que esté bien atendido».

—Eso está hecho —respondió el hombre, sonriendo por primera vez—. Va a dormir en casa de Boal. En mi casa.

En la planta baja estaban también los establos, separados de la cocina por pesebres de piedra, así que lo primero que vi fueron las cabezas de las vacas. Engullían la hierba lamiéndola como si fuera una nube de azúcar. Por el suelo de la cocina habían extendido broza. Había un humo de hogar que picaba un poco en los ojos y envolvía todo en una hora incierta. En el extremo de la larguísima mesa cosía una muchacha que no dejó su trabajo ni siquiera cuando el hombre puso cerca de ella la caja del saxo.

—¡Café, nena!

Se levantó sin mirarnos y fue a coger un cazo del fregadero. Luego lo colocó en la trébede e, inclinándose y soplando lentamente, con la sabiduría de una vieja, avivó el fuego. Fue entonces cuando noté con asombro rebullir el suelo, cerca de mis pies. Había conejos royendo la broza, con las orejas tiesas como hojas de eucalipto. El hombre se debió de dar cuenta de mi trastorno.

—Hacen muy buen estiércol. Y buenos asados.

Boal me enseñó, con orgullo, el ganado de casa. Había seis vacas, una pareja de bueyes, un caballo, las dos mulas que habían traído nuestro equipaje, cerdos y equis gallinas. Así lo dijo:
equis
gallinas. El caballo, me explicó, sabía sumar y restar. Le preguntó cuánto eran dos y dos y él golpeó cuatro veces en el suelo con el casco.

—Aquí no vas a pasar hambre, chaval. A ver, nena, trae el bizcocho. Y el queso. Mmm. No me digas que no quieres. Nadie dice que no en casa de Boal.

Fue entonces, con la fuente de comida en la mano, cuando pude verla bien por vez primera. Miraba hacia abajo, como si tuviese miedo de la gente. Era menuda pero con un cuerpo de mujer. Los brazos remangados y fuertes, de lavandera. El pelo recogido en una trenza. Ojos rasgados. Alargué la mano para coger algo. ¿Qué me pasaba? ¡Cielo santo! ¿Qué haces tú aquí, chinita? Era como si siempre hubiese estado en mi cabeza. Aquella niña china de la
Enciclopedia escolar
. La miraba, hechizado, mientras el maestro hablaba de los ríos que tenían nombres de colores. El Azul, el Amarillo, el Rojo. Quizá China estaba allí, poco después de Santa Marta de Lombás.

—No habla —dijo en voz alta Boal—. Pero oye. Oír sí que oye. A ver, nena, muéstrale al músico la habitación de dormir.

La seguí por las escaleras que llevaban al piso alto. Ella mantenía la cabeza gacha, incluso cuando abrió la puerta de la habitación. La verdad es que no había mucho que ver. Una silla, una mesilla con crucifijo y una cama con una colcha amarilla. También un calendario de una ferretería con una imagen del Sagrado Corazón.

—Bien, está muy bien —dije. Y palpé la cama por mostrar un poco de interés. El colchón era duro, de hojas de mazorca.

Me volví. Ella estaba a contraluz y parpadeé. Creo que sonreía. Bien, muy bien, repetí, buscando su mirada. Pero ahora ella volvía a tener los ojos clavados en alguna parte de ningún lugar.

Con el traje de corbata, la Orquesta Azul se reunió en el atrio. Teníamos que tocar el himno español en la misa mayor, en el momento en que el párroco alzaba el Altísimo. Con los nervios, yo cambiaba a cada momento de tamaño. Ya en el coro, sudoroso con el apretón, me sentí como un gorrión desfallecido e inseguro en una rama. El saxo era enorme. No, no iba a poder con él. Y ya me caía, cuando noté en la oreja un aliento salvador. Era Macías, hablando bajito.

—Tú no soples, chaval. Haz que tocas y ya está.

Y eso mismo fue lo que hice en la sesión vermú, ya en el palco de la feria. Era un pequeño baile de presentación, antes de que la gente fuese a comer. Cuando perdía la nota, dejaba de soplar. Mantenía, eso sí, el vaivén, de lado a lado, ese toque de onda al que Macías daba tanta importancia.

—Hay que hacerlo bonito —decía.

¡Qué tipos los de la Orquesta Azul! Tenía la íntima sospecha de que nos lloverían piedras en el primer palco al que había subido con ellos. ¡Eran tan generosos en sus defectos! Pero pronto me llevé una sorpresa con aquellos hombres que cobraban catorce duros por ir a tocar al fin del mundo. «¡Arriba, arriba!», animaba Macías. Y el vaivén revivía, y se enredaban todos en un ritmo que no parecía surgir de los instrumentos sino de la fuerza animosa de unos braceros.

Yo te he de ver y te he de ver y te he de ver

aunque te escondas y te apartes de mi vista.

Intentaba ir al mismo ritmo que ellos, por lo menos en el vaivén. Por momentos, parecía que un alma aleteaba virtuosa sobre mí, y me sorprendía a mí mismo con un buen sonido, pero enseguida el alma de la orquesta huía como un petirrojo asustado por un estruendo. Y volví a mi tocar silencioso de momia. Así llamaban a un trabajo como el mío. Hacer de momia.

Fui a comer a casa de Boal y de la muchacha menuda con ojos de china.

Desde luego, no iba a pasar hambre.

Boal afiló el cuchillo en la manga de su brazo, como hacen los barberos con la navaja en el cuero, y luego, de una tajada, cortó en dos el lechón de la fuente. Me estremeció aquella brutal simetría, sobre todo cuando descubrí que una de las mitades, con su oreja y su ojo, era para mí.

—Gracias, pero es mucho.

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