—Un hombre es un hombre y no una gallina —sentenció Boal sin dejar salida, en su resumen de la historia de la Humanidad.
—¿Y ella? —pregunté buscando alguna complicidad.
—¿Quién? —dijo él con verdadera sorpresa y mirando alrededor con el rabo del lechón en la mano. Hasta que se fijó en la muchacha, sentada a la luz de la ventana del fregadero—. ¡Bah! Ella ya comió. Es como un pajarito.
Durante unos minutos masticó de forma voraz, por si en el aire hubiese quedado alguna duda de lo que había que hacer con aquel cerdo.
—Vas a ver algo curioso —dijo de repente, después de limpiar la boca con aquella manga tan útil—. ¡Ven aquí, nena!
La chiquita vino dócil a su lado. Él la cogió por el antebrazo con el cepo de su mano. Temí que se quebrase como un ala de ave en las manos de un carnicero.
—¡Date la vuelta! —dijo al tiempo que la hacía girar y la ponía de espaldas hacia mí.
Ella llevaba una blusa blanca y una falda estampada de dalias rojas. La larga trenza le caía hasta las nalgas, rematada por un lazo de mariposa. Boal empezó a desabotonar la blusa. Asistí atónito a la escena, sin entender nada, mientras el hombre forcejeaba torpemente con los botones, que se le escurrían entre las manos rugosas como bolitas de mercurio en el corcho de un alcornoque.
Por fin, abrió la blusa a lo largo de la espalda.
—¡Mira, chico! —exclamó con intriga Boal.
Yo estaba hechizado por aquel lazo de mariposa y el péndulo de la trenza.
—¡Mira aquí! —repitió él, señalando con el índice una flor rosa en la piel.
Cicatrices. Había por lo menos seis manchas de ésas.
—¿Sabes lo que es esto? —preguntó Boal.
Yo sentía pudor por ella y una cobardía que me atenazaba la garganta. Me gustaría ser uno de aquellos conejos con orejas puntiagudas como hojas de eucalipto.
Negué con la cabeza.
—¡El lobo! —exclamó Boal—. ¿Nunca habías oído hablar de la niña del lobo? ¿No? Pues aquí la tienes. ¡La niña del lobo!
Aquella situación extraña y desagradable entró repentinamente en el orden natural de los cuentos. Me levanté y me acerqué sin pudor para mirar bien las cicatrices en la espalda desnuda.
—Aún se ven las marcas de los dientes —dijo Boal, como si recordase por ella.
—¿Cómo fue? —pregunté por fin.
—¡Anda, vístete! —le dijo a la muchacha. Y con un gesto me invitó a volver a mi asiento—. Ella tenía cuatro años. Fui a cuidar el ganado y la llevé conmigo. Había sido un invierno rabioso. ¡Sí, señor! ¡Un invierno realmente duro! Y los lobos, hambrientos, me la jugaron. ¡Carajo si me la jugaron!
Aparte de lo que había pasado con la niña, Boal, por lo visto, estaba personalmente muy dolido con los lobos.
—Fue una conjura. Estábamos en un prado que lindaba con el bosque. Uno de los cabrones se dejó ver en el claro y huyó hacia el monte bajo. Los perros corrieron rabiosos detrás de él. Y yo fui detrás de los perros. La dejé allí, sentadita encima de un saco. Fue cosa de minutos. Cuando volví, ya no estaba. ¡Cómo me la jugaron los cabrones!
Aquel hombre era dueño de una historia. Lo único que yo podía hacer era esperar a que la desembuchara cuanto antes.
—Nadie entiende lo que pasó… Se salvó porque no la quiso matar. Ésa es la única explicación. El que la atrapó no la quiso matar. Sólo le mordió en la espalda. Podía hacerlo en el cuello y adiós, pero no. Los viejos decían que ésas eran mordeduras para que no llorara, para que no avisara a la gente. Y vaya si le hizo caso. Quedó muda. Nunca más volvió a hablar. La encontramos en una madriguera. Fue un milagro.
—¿Y cómo se llama?
—¿Quién?
—Ella, su hija.
—No es mi hija —dijo Boal, muy serio—. Es mi mujer.
III
—Se engancha de las cosas. Queda embobada. Como algo le llame la atención, ya no lo suelta.
Noté el calor en mis mejillas. Me sentía rojo como el fuego. Ella, mi esquiva chinita, no dejaba de mirarme. Había bajado de la habitación preparado para la verbena, con la camisa de chorreras.
—Es por el traje —dijo algo despectivo Boal. Y después se dirigió a ella para gritar—: ¡Qué bobita eres!
Aquellos ojos de luz verdosa me iban a seguir toda la noche, para mi suerte, como dos luciérnagas. Porque yo también me enganché de ellos.
La verbena era en el campo de la feria, adornada de rama en rama, entre los robles, con algunas guirnaldas de papel y nada más. Cuando oscureció, las únicas luces que iluminaban el baile eran unos candiles colgados a ambos lados del palco y en el quiosco de las bebidas. Por lo demás, la noche había caído con un tul de niebla montañesa que envolvía los árboles con enaguas y velos. Según pasaba el tiempo, se hacía más espesa y fue arropando todo en una cosa fantasmal, de la que sólo salían, abrazados y girando con la música, las parejas más alegres, enseguida engullidas una vez más por aquel cielo tendido a ras del suelo.
Ella sí que permanecía a la vista. Apoyada en un tronco, con los brazos cruzados, cubiertos los hombros con un chal de lana, no dejaba de mirarme. De vez en cuando, Boal surgía de la niebla como un inquieto pastor de ganado. Lanzaba a su alrededor una mirada de advertencia, de navaja y aguardiente. Pero a mí me daba igual.
Me daba igual porque huía con ella. Íbamos solos, a lomos del caballo que sabía sumar, por los montes de Santa Marta de Lombás, irás y no volverás. Y llegábamos a Coruña, a Aduanas, y mi padre nos estaba esperando con dos pasajes del barco para América, y todos los albañiles aplaudían desde el muelle, y uno de ellos nos ofrecía el botijo para tomar un trago, y le daba también de beber al caballo que sabía sumar.
Macías, pegado a mi oreja, me hizo abrir los ojos.
—¡Vas fenomenal, chaval! ¡Tocas como un negro, tocas como Dios!
Me di cuenta de que estaba tocando sin preocuparme de si sabía o no. Todo lo que había que hacer era dejarse ir. Los dedos se movían solos y el aire salía del pecho sin ahogo, empujado por un fuelle singular. El saxo no me pesaba, era ligero como flauta de caña. Yo sabía que había gente, mucha gente, bailando y enamorándose entre la niebla. Tocaba para ellos. No los veía. Sólo la veía a ella, cada vez más cerca.
Ella, la Chinita, que huía conmigo mientras Boal aullaba en la noche, cuando la niebla se despejaba, de rodillas en el campo de la feria y con el chal de lana entre las pezuñas.
Claro que nunca podré pagar lo que mi madre hizo por mí, ni nunca seré capaz de escribir algo comparable al
Correio
que Miguel Torga fechó en Coimbra el 3 de septiembre de 1941.
—«Filho»…
E o que a seguir se lê
É de uma tal pureza e um tal brilho,
Que até da minha escuridão se vê
[7]
.
Mi madre era lechera. Tiraba de un carrito con dos grandes jarras de zinc. La leche que repartía era la de las vacas de mi abuelo Manuel, de Corpo Santo, a una docena de kilómetros de la ciudad. Este abuelo mío, cuando era joven, tuvo un día en la mano la pluma de escribir del párroco y dijo: «¡Qué letra más bonita tendría si supiese escribir!». Y aprendió a hacerlo con una hermosa letra de formas vegetales. Por encargo de las familias, hizo cientos de cartas a emigrantes. En su escritorio vi por vez primera, en postal, la Estatua de la Libertad, las Cataratas del Iguazú y un jinete gaucho por la Pampa. Nosotros vivíamos en el barrio de Monte Alto de Coruña, en un bajo de la calle de Santo Tomás, tan bajo que había cucarachas que se refugiaban en las baldosas movidas. A veces jugaba contra ellas, situándolas en el ejército enemigo. Yo conocía el miedo, pero no el terror. Voy a contarles cómo entré en contacto con el terror. Mi madre la lechera se va con su carrito y sus jarras de zinc. Estoy jugando con mi hermana María. De repente, escuchamos estallidos y un gran alboroto en la calle. Nos asomamos a la ventana del bajo para ver qué pasa. Pegados al cristal, descubrimos el terror. El terror viene hacia nosotros. Mi madre nos encontró abrazados y llorando en el baño. El terror era el Rey Cabezudo.
En 1960 yo tengo tres años. Por la tarde, escucho los cánticos de los presos en el patio de la cárcel. Por la noche, los destellos de la Torre de Hércules giran como aspas cósmicas sobre la cabecera de la cama. La luz del faro es un detalle importante para mí: mi padre está al otro lado del mar, en un sitio que llaman La Guaira.
Tengo tres años. Lo recuerdo todo muy bien. Mejor que lo que ha ocurrido hoy, antes de comenzar esta historia. Incluso recuerdo lo que los otros aseguran que no sucedió. Por ejemplo. Mi padrino, no sé cómo lo ha conseguido, trae un pavo para la fiesta de Navidad. La víspera, el animal huye hacia el monte de la Torre de Hércules. Todos los vecinos lo persiguen. Cuando están a punto de pillarlo, el pavo echa a volar de una forma imposible y se pierde en el mar como un ganso salvaje. Ésa fue una de las cosas que yo vi y no sucedieron.
En 1992 fui a Ámsterdam por vez primera. Aquel viaje tan deseado era para mí una especie de peregrinación. Estaba ansioso por ver
Los comedores de patatas
. Ante aquel cuadro de misterioso fervor, el más hondamente religioso de cuantos he visto, la verdadera representación de la Sagrada Familia, reprimí el impulso de arrodillarme. Tuve miedo de llamar la atención como un turista excéntrico, de esos que pasean por una catedral con gafas de sol y pantalón bermudas. En castellano hay dos palabras:
hervor
y
fervor
. En gallego sólo hay una:
fervor
. La luz del hervor de la fuente de patatas asciende hacia la tenue lámpara e ilumina los rostros de la familia campesina que miran con fervor el sagrado alimento, el humilde fruto de la tierra. También fui al Rijksmuseum y allí encontré
La lechera
de Vermeer.
El embrujo de
La lechera,
pintado en 1660, radica en la luz. Expertos y críticos han escrito textos muy sugerentes sobre la naturaleza de esa luminosidad, pero la última conclusión es siempre un interrogante. Es lo que llaman el misterio de Vermeer. Antes de ir a parar al Rijksmuseum, tuvo varios propietarios. En 1798 fue vendido por un tal Jan Jacob a un tal J. Spaan por un precio de 1.500 florines. En el inventario se hace la siguiente observación: «La luz, entrando por una ventana en el lateral, da una impresión milagrosamente natural».
Ante esa pintura, yo tengo tres años. Conozco a aquella mujer. Sé la respuesta al enigma de la luz.
Hace siglos, madre, en Delft, ¿recuerdas?,
tú vertías la jarra en casa de Johannes
Vermeer, el pintor, el marido de Catharina Bolnes,
hija de la señora María Thins, aquella estirada,
que tenía otro hijo medio loco,
Willem, si mal no recuerdo,
el que deshonró a la pobre Mary Gerrits,
la criada que ahora abre la puerta
para que entres tú, madre,
y te acerques a la mesa del rincón
y con la jarra derrames mariposas de luz
que el ganado de los tuyos apacentó
en los verdes y sombríos tapices de Delft.
La misma que yo soñé en el Rijksmuseum,
Johannes Vermeer encalará con leche
esas paredes, el latón, el cesto, el pan,
tus brazos,
aunque en la ficción del cuadro
la fuente luminosa es la ventana.
La luz de Vermeer, ese enigma de siglos,
esa claridad inefable sacudida de las manos de Dios,
leche por ti ordeñada en el establo oscuro,
a la hora de los murciélagos.
Cuando le di a leer el poema a mi madre, ni siquiera pestañeó. Me sentí inseguro. Aunque hablaba de la luz, quizá era demasiado oscuro. Fui a un estante y cogí un libro sobre Vermeer, el de John Michael Montias, en el que venía una reproducción de
La lechera
. Esta vez, mi madre pareció impresionada. Miró la estampa durante mucho tiempo sin hablar. Después guardó el poema y se fue.
Días más tarde, mi madre volvió de visita a nuestra casa. Traía, como acostumbra, huevos de sus gallinas, y patatas, cebollas y lechugas de su huerta. Ella siempre dice: «Vayas donde vayas, lleva algo». Antes de despedirse, dijo: «He traído también una cosa para ti». Abrió el bolso y sacó un papel blanco doblado como un pañuelo de encaje. El papel envolvía una foto. Mi madre explicó que había ido de casa en casa de sus hermanas para poder recuperarla.
La foto era de soltera. Anterior a 1960 pero muy posterior, desde luego, a 1660. Mi madre no recuerda quién fue el fotógrafo. Sí recuerda la casa, la dueña de mal carácter, el hijo medio loco y la criada que abría la puerta. Era una chica muy guapa, de cerca de Culleredo. «Un día fui y me abrió otra. A ella la habían despedido, pero yo nunca supe el porqué.» En su mirada había una pregunta: «¿Y tú cómo supiste lo de la pobre Mary?». Luego sentenció: «Tras los pobres anda siempre la guadaña».
Por el contrario, mi madre no le daba ninguna importancia a que la mujer del cuadro y la de la foto se pareciesen tanto como dos gotas de leche.
No tuvo la sensación de despertar sino de salir de un sopor de tila templada. Ma estaba allí, al pie de la cama, aguijoneándolo con aquellos ojos de perra sonámbula.
—¡Cielo santo! ¿Dónde se metería?
—Tranquila, mujer.
Habían esperado por él hasta las cuatro de la mañana, dando vueltas en torno al teléfono y con un nervio eléctrico tendido por el pasillo hasta la cerradura de la puerta.
—¡Si hubiésemos llamado antes! —se quejaba ella—. A lo mejor, está en casa de Ricky. O de Mini. Sí, seguro que en la de Mini. Me dijo que sus padres les dejan ensayar hasta tarde. Viven en un dúplex, claro.
—Por mucho dúplex que tengan no creo que les dejen armar follón por la noche. ¡Angelitos, ni que tocaran nanas!
Ella cruzó los brazos y buscó algo que mirar en el muro opaco de la noche.
—De eso te quería hablar, Pa. Creo… creo que deberíamos procurar que estuviese más a gusto en casa.
—¿A gusto? ¿A qué te refieres? ¡Si tiene toda la casa para él! El otro día llegué y había aquí, aquí mismo, en la sala, cuatro mocosos comiendo pizza y viendo un vídeo de tipos y tipas que se cortaban piernas y brazos con una sierra eléctrica. ¡Manda carajo! ¿Por qué no ven pelis porno? ¡Me llevaría una alegría…!
—Son así. Hay que entenderlos.
—¿Entenderlos? ¿Sabes lo que le dije? Oye, de puta madre esa película. ¿La última de Walt Disney? Eso fue lo que le dije. ¿Duro, eh?