Lo más extraño (37 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Y después, continuó diciendo la hermana pequeña, satisfecha de haber llamado la atención hasta el punto de provocar al tiempo la inquietud muda de la familia, el crepitar del fuego en el hogar, la curiosidad algarera del viento, despertando las ventanas con los nudillos de las ramas, después soñé que cuando estaba en el prado, pastoreando las vacas, venía Manolita Chen con un traje de seda azul y pamela blanca y me decía: ¡Venga, niña! Vente conmigo que tú eres demasiado linda para estar aquí, de criada de las vacas e institutriz de las gallinas.

Todos se echaron a reír, pero el hermano más severo preguntó: ¿Quién te enseñó esa finura? Eran diez hermanos, entre mujeres y hombres.

¿Qué finura?

Eso de institutriz de las gallinas.

¡Me la enseñó Xan das Bolas, el del cine!

¿También has visto por aquí a Xan das Bolas?

Sí. El mismo día que a Manolita Chen.

¡Qué suerte! Tu cabeza es una sala de fiestas, nena.

A partir de mañana, dijo el padre muy serio, con la solemnidad de lo irrefutable, y mirando hacia los hermanos mayores, a partir de mañana la pequeña no volverá con el ganado ni hará trabajos de carga ni limpiará el gallinero. Ayudará a su madre y estudiará. Nada más.

La palabra, como la estrella fugaz, tiene algún poder.

Del retrato de familia, Marisa escuchó dos voces.

Mira el miedo de frente, le decía el padre. Pero el miedo no devolvía la mirada. Lo que ella veía era una masa compacta de sombra. Todo el bosque semejaba un perturbado ser de fábula.

La otra voz era la de la hermana pequeña. Reía hacia ella y le decía: ¡Persígnate!

Si conseguía llevar el pulgar al centro de la frente, sería fácil, porque las cruces, en el cuerpo, se hacen cuesta abajo. Se santiguó atropelladamente, diciendo la fórmula en un murmullo encadenado.

Por la señal

de la Santa Cruz

de nuestros enemigos

líbranos Señor

Dios nuestro

en nombre del Padre

del Hijo

del Espíritu Santo

Amén

No, no es así, le dijo riendo la hermana pequeña. Repite conmigo, despacio y con coraje:

Por la señal

de pico real

comí tocino

y me hizo mal

si más me dieran

más comía

por el mal

que me hacía

fui tras del

con un cordel

y me dijo mierda

para ti y para él

De entre los altos setos de laurel salió la luna con un resplandor de orgullosa alquimia. En el desconcierto de la repentina claridad, el rufián dio un paso en falso y tronzó con un pie una rama seca que acabó por hacer añicos la densidad del miedo. Marisa se sintió liberada y subió a mirar con valentía por encima del ribazo. En la cuesta del monte se recortaba, huidiza, la silueta del páter.

El lobo y la sirena

Pensábamos que se derrumbaría y que haría de su caída un suceso, un ruido tremendo, hercúleo y sentido como era. Pero sólo se le cayó el pelo, y fue de repente, aquella misma noche, como si la muerte le pasara la guadaña rozando la cabeza.

Rodolfo estaba casado con Mariña. Habría que añadir algo más. Rodolfo giraba en la órbita de Mariña. Así, a la manera de un satélite, el ciclo de su humor dependía de la distancia de la mujer querida. Cerca de ella, era un ser auroral y se movía calmo en serpentina, como los ríos bravos cuando amansan en el regazo de un valle feliz. Lejos de ese arrullo, primero parecía desorientado y luego mudaba en sombrío, rudo y agrio. Por donde él pasaba, pasaban cien caballos y la noche. Eso era lo que ocurría alguna vez, cuando se dejaba arrastrar al bar por los amigos. Hacían mofa de aquel amor de tórtolas, que lo había incapacitado para las juergas, el fútbol, en el que destacó como líbero, las partidas de cartas, las borracheras de sábado noche. ¡La ebria camaradería de antaño! Y entonces tenía que ir Mariña en su rescate. Lo llevaba del brazo como si le pusiera una camisa de fuerza a un corazón atormentado.

En Cambre de Lira había un monumento. Un castillo medieval en ruinas, desmoronado por las guerras y el abandono, y quizás también herido en la propia estima, pues por toda memoria era conocido como la Casa del Perro y la Sardina. Sorprendía mucho al vecindario que acudiesen estudiosos o turistas a interesarse por aquel montón de piedras. Como también me sorprendió mucho a mí saber, cuando lo supe, que los motivos del escudo nobiliario, lijados por el tiempo, no eran un perro y una sardina sino el lobo y la sirena. De todas formas, la primera vez que yo oí hablar de monumento en Cambre de Lira fue en referencia a Mariña. Un domingo por la tarde, había ido con mi padre en la vieja furgoneta Austin a recoger a unos cazadores, y a la vuelta, uno de los hombres exclamó al verla pasar por la orilla de la carretera, con un ramo de mimosas: «¡Qué monumento!». Y otro añadió: «¡Y qué curvas!». Al mirar por la ventana de atrás, con su forma de pantalla, alejándonos de la admirada como de un vago fotograma crepuscular, sentí también por vez primera la inquietud de tener que compartir con otros hombres, incluso brutales, un mismo hechizo, un mismo día, a la misma hora. Y que eso sucediese más veces, en otros paisajes, en otros días y en otros crepúsculos.

La desolación de Rodolfo. Eso sí que sabíamos que no se podría compartir, aunque todo Cambre de Lira sintió como una ruindad del destino la inesperada muerte de la bella Mariña. Una enfermedad que la marchitó y se la llevó de un soplo. Fue como si todos oyéramos caer en el silencio una redoma con una blanca rosa dentro. Mientras duró el velatorio, el hombre sólo salía de la casa para andar y desandar el porche con paso corto y la mirada inquisidora y fiera, trepando y resbalando hacia lo alto por las delgadas losas del infinito.

Esperábamos, sí, que se derrumbara. En la comitiva del entierro también él parecía caminar hacia un foso y la vecindad, en lugar de darle consuelo, era una escolta que lo empujaba al abismo y le decía adiós con sus pañuelos blancos. La muerte de Mariña se había convertido ahora en la verdadera prueba para el enamorado y el capítulo final, como en los grandes amores de ficción, no podía ser otro que el fin de Rodolfo. En la formalidad del pésame, las palmadas en la espalda y las expresiones de ánimo más repetidas, «¡Vamos, Dolfo», «¡No desfallezcas ahora!», «¡Lo sentimos por ella y también por ti!», sonaban aplausos al hombre que va a dar el paso decisivo hacia el vacío.

Rodolfo nos decepcionó. Salió adelante.

Eso sí, de una forma extraña. En su segunda vida, había un comportamiento en extremo metódico. Funcionaba como si se tragase una batería eléctrica. Después del trabajo, lavaba y abrillantaba su coche Orion con el mimo de quien cepilla un caballo campeón de carreras. Recortaba los setos de mirto del jardín con la precisión del barbero Naia, que antes del corte de pelo dibujaba un croquis de la patilla: «Te voy a hacer un 2x5x3, estilo Tom Jones». Podaba las plantas con la pulcritud de un cirujano. Y, sobre todo, Rodolfo cortaba el césped. No un día a la semana, sino cada día de cada semana. Lo rasuraba. Pasaba y pasaba la máquina sobre la hierba repelada como una moqueta.

Un día lo vimos a cuatro patas, palpando con las manos el suelo, al lado de la cortadora.

—¿Qué pasa, Dolfo? —le preguntó mi padre.

—Perdí un tornillo —dijo él sin apartar los ojos de la perfecta alfombra del césped—. Un tornillo de la cortadora.

Y allá fuimos los dos, a ayudarlo. Parecíamos tres sabuesos a la busca de un rastro.

—Hay que ir muy despacio —indicó Rodolfo—, palmo a palmo, porque de lo contrario podemos enterrarlo sin darnos cuenta con el peso de las rodillas.

Algo escuchó el señor Figueroa, el vecino, que se asomó estirando el cuello tras el seto. Era un hombre de baja estatura, de carácter muy fuerte, y con tanto dominio de sí mismo que, a la menor oportunidad, lo ampliaba a los demás.

—¿Qué buscáis?

—Un tornillo. Un tornillo que perdió Dolfo.

También él se sumó a la meticulosa exploración. Y todos los desocupados que iban pasando por delante del jardín de Rodolfo. Éramos unos diez rastreadores de Cambre de Lira a la búsqueda de un tornillo.

—¿Cómo es el tornillo?

—Pequeño, de unos centímetros, y la cabeza redonda.

—¡Pues tiene que aparecer como que hay Dios!

El señor Figueroa, que ya había decidido ponerse en pie, pasando a dirigir la operación, exclamó de repente: «¡Ya sé!». Y se marchó a toda prisa. Cuando volvió, traía un artilugio mecánico con mango largo, parecido a una aspiradora.

—¿Y eso qué es?

—¡Un detector de metales, señores!

—¿Y usted para qué quiere en casa un detector de metales? —preguntó Armando, que era guarda forestal, con gesto inspector.

—¿Y a ti qué carajo te importa? —le espetó el señor Figueroa. Se decía que había amasado una fortuna con la compraventa de fincas de emigrantes. Tenía un Cadillac, traído de Cuba, que sólo sacaba del garaje los domingos. El resto de los días viajaba en un Renault
Cuatro Latas.
Mi padre aseguraba que Cambre de Lira estaba llena de ricos que vivían como pobres, trabajando como burros para los bancos, y que incluso había algún pobre que vivía como un rico. Creo que exageraba. Pero lo cierto es que el señor Figueroa tenía demasiados dientes de oro.

Iba oscureciendo y a Rodolfo se le habían puesto los ojos de linterna. Muy serio, concentrado, seguía los movimientos del cabezal del detector que manejaba el señor Figueroa. De repente, se escuchó un pitido y se encendió un piloto rojo. Nos quedamos todos pasmados con aquella lucecita intermitente.

—¡Ahora sí que sí! —exclamó pletórico el tratante de fincas.

Pero debajo del cabezal no había nada. Extrañado, el señor Figueroa, y pese al gesto contrariado de Rodolfo, arrancó un jirón del perfecto césped. La luz del piloto aumentó entonces en intensidad y frecuencia.

—¡Aquí debajo hay algo gordo!

—Lo que yo busco es un tornillo —recordó Rodolfo.

—¡Sí, hombre, sí! Ya aparecerá el tornillo. Pero yo te digo que aquí hay algo. Algo serio.

—Quizás un tesoro —soltó alguien con sorna.

—¿Por qué no? —dijo el señor Figueroa muy caviloso—. ¡No sería el primero!

Y luego regañó con la mirada al resto, como quien se esfuerza en tratar con ignorantes: «Aquí, bajo nuestros pies, hubo un castro, señores, una ciudad prerromana, de mucha alcurnia. ¡Esto fue una capital mucho antes que Nueva York! Y donde hubo un castro, hay un tesoro. Eso no falla».

—Lo que yo busco es un tornillo —insistió, murmurando, Rodolfo.

Le noté en el habla que había perdido la voluntad. Había en él algo de fantasma y autómata a un tiempo. Nadie le hizo caso. Se estaba hablando de tesoros.

—Puede ser cualquier otra cosa —dijo Armando—. ¿Qué sé yo? ¡Una guadaña!

Quedaron mudos un instante. Ya era de noche. Para mí que la noche había llegado antes de tiempo, quizás atraídas las tinieblas por la novedad del detector de metales con su silbato. Siempre me extrañó que la noche, una cosa tan grande, fuera tan silenciosa. Alguien había encendido la lámpara del porche. En el último resplandor del poniente, en lo más alto de la colina, se dibujaba el antiguo castillo, con un prestigio que no tenía por el día. La noche premia la constancia de las ruinas. Pronto, la luna compondría con las aves noctívagas y los cascajos de la historia un misterioso almanaque. Hacia allí miraba Rodolfo.

Los hombres cavaban en su jardín. Primero hicieron con cuidado un pequeño agujero. Pero después ya usaron herramientas mayores. Picos, palas y azadas. Para ver mejor, se ayudaban con una lámpara de cámping-gas. Y es verdad que ya semejaba un campamento de excitados buscadores de oro, cada vez más atraídos por el pozo que abrían bajo sus pies.

—Le estamos destrozando el jardín —dijo Armando, en un momento de clarividencia.

El señor Figueroa había asumido el papel de capataz: «Eso ahora no importa. Luego lo arreglamos. Lo dejaremos como el Nou Camp de Barcelona».

Por fin, se escuchó un golpe diferente. Hierro que golpea en hueco. Los hombres rodearon el pozo. La lámpara alumbraba la expectación de los rostros sudados. Quietos, obnubilados, mientras el jefe Figueroa extraía con mucho mimo el hallazgo. Soltó una nerviosa carcajada.

—¡Que el demonio me lleve si esto no es un cofre!

Sí que lo era. Un cofre de madera con refuerzos de metal.

—¿Pesa mucho?

—¿Está cerrado?

—¿Los celtas usaban cofres?

Los ojos de Figueroa centelleaban. Le temblaba el habla.

—¡Traed esa maza!

Y sin más, golpeó y rompió la tapa.

—¡Me cago en el Banco de España!

—¿Qué hay? ¿Qué tiene? ¡Dejad ver!

Se echaron todos hacia delante y después, al mismo tiempo, hacia atrás. De nuevo, quietos. Silenciosos.

—¡Son libros!

—¿Libros? ¡Mirad bien!

—Sólo son libros. ¡Qué desgracia!

—Pero están en latín. ¡Igual valen un potosí!

—No es latín. Es francés —dijo el señor Figueroa. Repasó los tomos y fue leyendo en voz alta: Voltaire, Rousseau, Montesquieu. Luego, escupió en el suelo.

—Los debieron enterrar cuando la guerra.

Nos fuimos yendo todos. Allí quedó Rodolfo, sentado en un peldaño y con la mirada perdida en el pozo que le habían abierto en el jardín.

—¡Qué pequeño es el mundo! —exclamó mi padre por el camino.

Era lo que siempre decía sin que nadie le quitase la razón. Pero yo pensaba para mis adentros que el mundo debía de ser muy grande, lleno de intrigas y que cada persona era un misterio. Para empezar, los dedos de mi mano derecha jugaban, en el bolsillo del pantalón, con el tornillo perdido de Rodolfo.

Snif, bang, bla, bla, bla

En la diáspora del viaducto, protegidos del escrutinio policial de los conductores de la deshora, distingue una pandilla de jóvenes alrededor de un bidón que les sirve de estufa y de marca para el círculo de una danza inconsciente, al ritmo del bongo y de los espasmos del mar en el cercano dique. En el cubo de espejos de la Torre de la Estación de Seguimiento Marítimo, la luna rompe en 111 lunáticos fragmentos. Pero uno de los trozos, el más carnal, arde en el bidón, con las llamas azules y naranjas de los cuerpos vivos desprendidos de las ramas del cielo. La indecisa corriente de aire agita los resplandores y en los muros de hormigón exhuman los graffitis. No se trata de una estampa marginal, como cabría pensar, pues en todo hay una voluntad estética, como si el ingeniero de caminos ya hubiese concebido aquella cavidad como el futuro paisaje de un videoclip. Jóvenes blancos que sueñan ser negros, con el gorro y el foulard de la noche.

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