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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (34 page)

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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En fin, supongo que me pasé un poco de rosca, pero confié en que mis palabras surtieran efecto: para un chaval de trece años todavía es posible la aventura, por descabellada que parezca. Por lo menos prometió hacer algo esa misma tarde y enviarme un mensaje en cuanto tuviera algo. Por lo demás, el lío de intervenciones cruzadas siguió aún durante unos minutos, pero yo había obtenido ya toda la información posible y me desconecté en cuanto el mínimo sentido de la cortesía me lo permitió. Como de costumbre, mis esfuerzos indagatorios terminaban siendo estériles: por un lado
The Stronghold
se revelaba auténticamente antiguo, pero por otro ya no estaba muy seguro de que eso fuera tan extraño. Es verdad que toda la historia de la filosofía es una contante reformulación y se le pueden encontrar antecedentes a cualquier idea pretendidamente contemporánea.

El caso es que la ensalada mental que tenía ya a aquellas alturas era importante, necesitaba desintoxicarme un poco, y, visto que ya no podía hacer más desde casa, pensé hacer la prometida visita a la familia y de paso ver si SP había averiguado algo interesante respecto al accidente de Robellades-hijo.

Estaba ya en la puerta cuando sonó el teléfono.

—Holaaa, qué tal...

La que faltaba.

—Ya ves, aquí, contestando al teléfono...

—Y qué, qué explicas.

—No explico nada, Fina, absolutamente nada: estoy sencillamente esperando a saber para qué demonios has llamado.

Antes de enterarme tuve que disculparme por ser tan antipático y finalmente supe que José María iba a volver tarde de la oficina, así que ella había resuelto, citarse conmigo; a condición, claro está, de que yo actuara como si fuera ella la que me hacía el favor. Pero yo tenía otros planes para esa noche.

—No puedo, Fina, quedamos mañana si quieres.

—Ah... ¿Y se puede saber por qué no puedes?

Mierda: a improvisar otra vez:

—Pues... tengo una cita.

—¿Una cita?, ¿tú?, ¿no será con alguna pelandusca?

Cacé la idea al vuelo:

—No es ninguna pelandusca.

—Mira que lo sabía... apareces un día con un cochazo impresionante, te disfrazas de treintañero moderno, llevas fajos de billetes grandes por los bolsillos... Y eso no es lo peor. Lo peor es que ya ni haces payasadas de las tuyas. Estás... aneblao.

—Ya ves. Yo pensaba que a estas alturas no podía pasarme algo así.

Lo dije con tono de corderito, como avergonzado.

—La muy zorra... ¿Y quién demonios es, si puede saberse?

—La conocí en la cena de cumpleaños de mi madre. Es hija de unos amigos de la familia. He quedado con ella para cenar... y tomar una copa...

—Será... En cuanto cuelgue no te vuelvo a hablar en la vida. Así que me dejas plantada por la primera guarrona amater que se te cruza en el camino, ¿no?

—Chica, así son las cosas...

—Y una leche: me hiciste una promesa, ¿no te acuerdas? Me prometiste que si alguna vez te enamorabas de alguien sería de mí.

—No seas ridícula, Fina: ¿qué clase de promesa es ésa?

—Una de las tuyas, ya lo ves. Y ahora me sales con que «Me he encoñao de una guarra amiga de mis padres»...

—Yo no he dicho eso. Y no es ninguna guarra.

—¿Que no? Pues te ha seducido como a un...
teenager
: te pones guapo, y te echas colonia cara, y te quedas como... ausente. Y qué: ¿ya habéis follado, o para eso quedáis esta noche...?

—Fina, por favor...

—«Fina, por favor...», pues sabes lo que te digo, que pienso salir por ahí yo sola. Yo también tengo admiradores, para que lo sepas.

En fin.

Ya en la calle, avisé de mi destino a los Ángeles de la Guarda, que seguían en el Kadett entreteniendo la espera con un siete y medio. No había ya rastro del motorista; supongo que, vista mi renuncia a escapar de la vigilancia, SP había prescindido de sus servicios. Como no tenía ganas de caminar pensé en Bagheera, pero justo por delante del Kadett pasó un taxi y lo paré casi en un movimiento reflejo. Nunca sabré si aquel taxi me perjudicó o me salvó el pellejo, el caso es que hoy puedo contarlo.

En el jol de mis SP's ya no estaban ni Mariano el portero ni el guardia jurado de uniforme. Ahora el despliegue de gorilas a la vista era impresionante: dos rondando por la calle, dos más en el vestíbulo y otros dos arriba, en la puerta del piso; eso sin contar con los que no vi. Todos parecían estar conectados por radio, o teléfono, algo que les colgaba de la oreja. Uno de los de abajo me pidió que tomara el ascensor de servicio. Al parecer el acceso a la entrada principal estaba intervenido mediante no sé qué gaita electrónica, pero aquello me pareció como si el puente levadizo se hubiera alzado. El gorila más grande de los de arriba tuvo que llamar veinticinco veces a la puerta, hasta que terminó abriendo mi Señora Madre, lo que desde luego era inaudito. Su aspecto, sin embargo, era el de rutina: blusón con bordados exóticos, maquillaje de ver la tele y las perlas de estar por casa. Incluso me pareció que no estaba tan nerviosa como cabía esperar. ¿El Valium?, ¿la sauna?, ¿las manazas de Gonzalito?

—Ah, Pablo José, pasa, hijo. Esto es una locura. Estamos sin asistenta (el bruto de tu padre la ha despedido esta mañana, ya te contaré...). Y no sé qué pasa con Eusebia que no abre la puerta —se introdujo un poco en el corredor de servicio y alzó la voz—: ¡Eusebia, ¿es que no has oído el timbre?! —Volvió a prestarme atención a mí—: No te sienta nada bien este bigote, Pablo José —me presentó las mejillas para que se las besara—, pareces un árbitro de fútbol; un árbitro de fútbol gordísimo... Tendrías que ir a algún gimnasio, hijo. Y afeitarte ese bigote horrible.

A todo esto, se había oído una cisterna y rumor de grifos procedentes del corredor de servicio. Al poco apareció la Beba estirándose las sisas de la falda.

—¿No has oído el timbre, Eusebia?

—Claro que l'hi oído: media docena de veces; pero es que estaba en el váter haciendo un pipí...

—Te tengo dicho que es suficiente con saber que estabas en el baño, no es necesario que especifiques qué hacías adentro. El otro día me hiciste la misma delante de la señora Mitjans.

—Pues si no quiere saber, no pregunte... Y amás qué pasa: ¿que la Mitjans no mea o qué? Rediooós..., pues ni que fuera una gallina.

Pero la primera sesión familiar estuvo a cargo de SM, que me condujo al salón en cuanto tuvo oportunidad. Nos sentamos entre dos pantocrators policromados (en su día no hubo manera de hacerle entender que los pantocrators deben exhibirse de uno en uno), y me dispuse a escuchar pacientemente su versión de los hechos acaecidos durante el día. En resumen, la resignada esposa y madre era víctima de una triple conjura: la del esposo intolerante y obstinado, la de la cocinera impertinente y obstinada, y la de unos hijos insensibles y obstinados, sobre todo el mayor,
The First
, que concretaba su insensibilidad obstinándose en no llamarla por teléfono. La cosa es que después de que SM me soltara su película, creí llegado el momento de hacer mis propias indagaciones:

—Mamá: ¿has hablado últimamente con un tal Robellades?

—Mmmno.

—¿No ha llamado nadie preguntando por Sebastián?

—No sé... El paranoico de tu padre se pasa las horas en la biblioteca descolgando personalmente todas las llamadas. ¿Ves la lucecita? Lleva así todo el día.

Señalaba al teléfono de la mesita, y se refería a las llamadas a la línea, digamos, social.

—¿Y no has hablado con nadie del asunto que te expliqué de Ibarra?..., aquel señor tan maleducado por culpa del cual está pasando todo esto.

—Con nadie. Sólo con Gonzalito y la señora Mitjans. Y puede que con alguna otra amiga. Pero a tu padre no le he dicho ni una palabra, te lo prometo. Ah, sí: ahora me acuerdo de que llamó alguien preguntando por tu hermano: un señor muy raro...

—Cómo de raro...

—No sé, hijo: raro. Repetía continuamente una muletilla..., no recuerdo cuál pero resultaba de lo más irritante. Me preguntó por Juan Sebastián y le dije que estaba de viaje por el norte.

—¿De viaje por el norte?, ¿nada más?, ¿no mencionaste a Ibarra?

—¿A quién?

—Mamá, por Dios: Ibarra, el maleducado.

—¿Cómo querías que lo mencionara si no recuerdo nunca su nombre?

Bah, tanto daba. Era seguro que parte del informe de Robellades que parecía aludir al asunto Ibarra provenía de SM. Preferí no insistir más en el tema, no fuera que algo se le descuadrase y me viera obligado a improvisar más mentiras.

La siguiente sesión familiar fue con la Beba, en la cocina. En cuanto me vio entrar se limpió las manos en el delantal y me arreó los dos besazos que generalmente no se atreve a darme delante de SM. Estaba a punto de empezar a darle forma de croquetas a la masa que tenía reposando en la galería:

—¿Qu'esperas, pa hablar con tu padre? Anda, vete haciéndome las cloquetas que voy a adelantar lo de tu madre. Ahora namás come pescao medio crudo y yerbas de mar: «largas», dice qué... Mira tú qué ganas de comer largas habiendo cloquetas. Y sin la chica voy apurada de tiempo...

Me lavé las manos y empecé a formar pequeños cuerpos oblongos con la pasta de besamel y bacalao desmigado. Ni se me ocurrió pensar que quizá era la última vez en mi vida que le hacía las croquetas a la Beba. Ella estuvo trasteando por la nevera y de allí sacó varios pequeños cuencos con algas. Reconocí entre ellas dos del mismo tipo de las que habían acompañado el bogavante en la cena con los Blasco.

—Rediós, que'asco. Ni a los cerdos de mi pueblo les daba yo semejante cochinada. Dime tú si esta mujer no podría comer como to'l mundo... Oye, y a'sos chicos d'afuera tendré qu'haceles algo, ¿no?

Se refería a los gorilas de la puerta.

—No te apures, hacen turnos.

—¿Y si no les toca el turno bien pa cenar?

—Déjalos, Beba, ya s'habrá ocupao mi padre d'ellos.

En este punto, tocada en no sé qué resorte, le dio por ponerse dramática.

—Virgen santísima qué casa. Tú te crees que a mi edad, que tengo ganas d'estar tranquila..., eh, y cómo m'hi de ver, sicuestrada.

—Beba, no exageres.

—Sicuestradas, estamos... Y suerte qu'el chico d'afuera, el grandón, ¿sabes?, mu majico, m'ha bajao a buscar Agua del Carmen...

—Hay qu'echale un poco de paciencia, serán unos días namás.

No le convenció mi intento de minimizar. Frunció los labios mientras dejaba caer montoncitos de algas en una fuente redonda y negó repetidamente con la cabeza:

—No.

—No qué...

—Que'hay algo que m'escama. Y tengo un'amargura... Mira que tu hermano lleva una semana sin venir... ni llamar... ni respirar..., como si se l'hubiera tragao la tierra. Ya te digo yo qu'algo l'ha pasao...

Aquí empezó la llorera. Esta vez no trató siquiera de seguir hablando, apretó los labios y se empeñó en seguir amontonando hierbajos en la fuente hasta que los lagrimones empezaron a rodarle mejilla abajo. Dejé las croquetas, hice gesto de limpiarme vagamente las manos de pasta y le di un achuchón. Ella siguió con un puño en los ojos, sin acabar de encajar en mi abrazo, pero se dejó llevar por el disgusto y descargó.

—Venga, tonta, no llores. No ves que si l'hubiera pasao algo malo ya lo sabrías. Y amás: menudo es Sebastián, con la de yudos y taicondos que sabe... Al que le sople lo estozola.

Nada. Además de empaparme la pechera de la camisa, lo que de verdad necesitaba la Beba en aquel momento era una explicación convincente y tranquilizadora respecto al paradero de
The First
. Y como eso es lo que necesitaba la Beba, eso es lo que le di. Afortunadamente mi inventiva, no siempre brillante, suele portarse bien en las ocasiones críticas.

—Escucha, Beba, no t'asustes. Mira: Sebastián no puede llamar porque está en la cárcel... En prisión preventiva.

Lo solté así: de sopetón: después ya iríamos suavizando. Su primera reacción fue separarse de inmediato de mí, mirarme a los ojos y preguntar muy alarmada qué había pasado. Para cuando yo estaba diciendo que nada, que lo habían retenido por error durante cuarenta y ocho horas y no había podido hacer más que una llamada, ella había tenido tiempo de comprender que al menos estaba entero. Después le fui contando que lo habían detenido en Bilbao, lugar adonde había ido por el asunto Ibarra (le hice cuatro apuntes también del asunto Ibarra), que estaba acusado de espionaje industrial (a ella le sonó a cosa fea pero no tan grave como asesinato o robo), que la acusación no tenía fundamento y que los abogados de SP lo sacarían de allí en un par de días impugnando al juez de instrucción (?). Creo que quedó convencida, aunque tuve que asegurarle que
The First
estaba en una celda para él solo, comía bien, no pasaba ni frío ni calor y que los funcionarios eran agradabilísimos. No se le deshizo el nudo en la garganta, pero al menos imaginarse a
The First
en una bonita cárcel tipo Click de Famóbil no llegaba a ser trágico, por sensible que sea la Beba a cualquier cosa que nos pase. Por supuesto le advertí que tenía que ser discreta, que no queríamos que se enterara SM por no darle un disgusto y que tampoco tenía que hablarlo con SP porque entonces él sabría que yo había contravenido sus instrucciones de no contar nada.

Etcétera.

Para cuando entró SM en la cocina, a la Beba se le había pasado el disgusto, se había lavado la cara de lagrimones y habíamos vuelto ya a las croquetas.

—Pablo José, hijo ¿qué haces aquí? Pensaba que estabas en la biblioteca con tu padre... Eusebia: ¿has preparado la ensalada de algas?

—No. Y sabe qué le digo: que el que quiera comer largas se las prepare. Hala a cascala.

La última sesión fue con mi Señor Padre, en la biblioteca. Me lo encontré en su salsa: la blanquísima camisa arremangada, la corbata floja, el puro mediado en la boca y sin muletas ni escayolas a la vista. Volvía a ser el de siempre: esa difícil síntesis entre Winston Churchill y Jesús Gil. Hablaba por teléfono sentado a su abigarrada mesa de despacho: retratos familiares (también estoy yo, en pleno acto de recibir una hostia consagrada con cara de aprensión caníbal), un juego de escritorio de cuarzo azul; facturas, recibos, informes, catálogos, tarjetas... Ni rastro de ordenador, solo una máquina de escribir sobre un carrito con ruedas: Continental: teclas de nácar, caja esmaltada en negro y cenefas vegetales en dorado; si la ve el señor Microsoft le da una lipotimia. Eso sí: el teléfono era moderno.

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