Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (35 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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—... no te apures, Santiago, lo comprendo... No, es igual... De todas maneras diles que estén atentos a la denuncia, voy a hacer que me la tramiten ahora mismo... Sí... Oye, te dejo que tengo una visita.

La visita era yo, naturalmente. A su gesto me senté en una de las dos butacas enfrentadas a su sillón de cuero giratorio y quedé cara a cara con el General Descamisado.

—Llevo dos horas tratando de conseguir que me controlen las salidas del país por carretera y ahora me viene Santiaguito con que no se puede implicar a agentes de uniforme si no hay denuncia previa. No sé por qué me parece que a este pájaro se le va a terminar el alpiste. En fin... Quiero que te traslades aquí durante unos días. Gloria y los niños también. Es más fácil proteger una sola casa que tres. Esto va a ser un búnker.

No me molesté en oponerme verbalmente. Si no te conviene lo que él ha decidido por ti no sirve de nada discutir, es la guerra. Y ese día lo creí perfectamente capaz de hacerme inmovilizar por cuatro gorilas y retenerme en su casa tanto tiempo como le pareciera oportuno. Una vez fracasados los recursos diplomáticos a lo Churchill, SP supera con creces la fase Gil e ingresa directamente en la tipología Corleone.

—¿Sabes algo sobre el accidente de Robellades? —pregunté, no sólo por ir desviando la atención sino también porque me interesaba saber del asunto.

—Que no es un accidente normal. Para empezar, el conductor no había bebido una gota de alcohol ni tomado ninguna droga detectable en la autopsia. Iba solo, así que ni estaba excitado por ninguna discusión ni trataba de impresionar a ningún amigo... o amiga. No ha presentado ningún parte de accidente en los últimos cinco años y ni de lejos da el perfil de andar haciendo carreras con otro coche a medianoche.

—Eso quizá sí: al fin y al cabo era detective privado...

—Los detectives privados no conducen a cien kilómetros por hora por delante de un coche que los persigue en pleno barrio de Les Corts. Generalmente los que persiguen son ellos. Y procuran ser discretos.

—De no ser que el perseguido consiga invertir los papeles.

—De eso se trata. Parece razonable pensar que terminó huyendo de alguien a quien en principio seguía. Y en la huida se cayó al hueco del parquin.

—Pero el otro coche le dio un golpe con el morro, ¿no?

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo mis recursos.

—El golpe se lo dio un coche rojo, un Ibiza del 97, lo sabemos por los restos de pintura. Iban más o menos a la misma velocidad. Lo más probable es que fuera un choque accidental al abrirse demasiado en la curva. Quizá los del Ibiza trataban de cerrarle el paso, o querían obligarlo a parar, pero no es verosímil que el golpe estuviera calculado para hacerle caer. Digamos que no se puede hablar de asesinato, pero al menos sí de homicidio. Suficiente como para andarse con pies de plomo.

—¿Ese Ibiza puede ser el mismo que te atropelló a ti?

Asintió pero sin mucha convicción y se quedó mirando al techo pensativo. Se me ocurrió, en un momento de debilidad, contarle todo lo relacionado con la casa de Guillamet y ver qué le parecía. Pero no iba a echar por la borda treinta y tantos años de lucha por la independencia justo entonces, cuando el cangueli empezaba a estorbarme en la garganta. «En el 15 de Guillamet me meto yo solito —pensé—, con un par de cojones.» Quizá después de todo mi Señora Madre tenía razón y se había pasado la vida rodeada de mulas tercas. Pero es que, en efecto, los juncos no se quiebran al viento, pero tampoco se quiebran los adoquines.

—Le he dicho a Eusebia que Sebastián está en la cárcel. No he tenido más remedio que inventar algo... —dije al fin, para no sucumbir a la tentación de sincerarme. Fue suficiente para que el General Descamisado dejara de observar el techo y empleara toda la mirada en taladrarme:

—¿Pero a tu madre no le contaste otra cosa?

—Sí, pero si llegaran a hablar del tema, las dos versiones son compatibles. Y a la Beba tenía que contarle algo más dramático que a mamá, no sé...

—Pablo, sabes que se pilla antes a un embustero que a un cojo...

—Papá, joder, que tú también las tienes engañadas...

—Yo no las engaño, me limito a no informarles. Y haz el favor de cuidar tu lenguaje.

—Vale, no discutamos: te lo digo para que lo sepas.

Pausa.

—Bueno, ¿necesitas algo de tu casa? —preguntó.

—Algo para qué...

—Quiero que te traslades aquí esta misma noche. ¿No necesitas una muda, o un cepillo de dientes? Puedo enviar a alguien a buscarlo. Supongo que resistirás una noche entera sin emborracharte, y si no, encontrarás suficiente alcohol en el bar del salón. Siento no poder ofrecerte ningún otro estupefaciente.

No hice caso a la andanada y le seguí la corriente:

—Tendría que pasar yo mismo por casa. Y necesito al menos un par de horas.

—¿Un par de horas para recoger una muda? Sólo tengo que hacer una llamada y tendrás aquí lo que quieras en diez minutos.

—No. Tengo que ir yo.

—Ah ¿sí: por qué?

Joder: siempre tengo que andar inventando excusas.

—Papá: hay cosas que nadie puede hacer por uno mismo...

—¿Como buscar unos calzoncillos en el segundo cajón de la cómoda?

—Como explicarle a la mujer que te espera que no vas a poder verla en unos días porque tienes que esconderte en un búnker.

Pausa. Duda. ¿Sospechaba acaso que lo estaba engañando?

—Pues procura no darle muchas explicaciones, cuanto menos sepa de todo este asunto mejor para ella.

—No te preocupes, va a ser casi todo lenguaje gestual.

—Oye, Pablo, no me gustan ese tipo de procacidades cuando se habla de una dama con la que se mantienen relaciones. Ni siquiera en una taberna, y menos aún en mi casa. ¿O es que estás perdiendo los pocos modales que conseguí inculcarte?

—Me queda algún resabio.

—Si te quedara no andarías con una mujer casada que vive con su marido. Y menos aún te pasearías con ella por su barrio. Le estás faltando al respeto a ese hombre y te estás faltando al respeto a ti mismo. Procura al menos no faltárselo también a ella, así que mide bien tus expresiones al mencionarla, al menos en mi presencia.

Miento como los ángeles, me está mal el decirlo. Una cita, una obligación galante es de las pocas cosas por las que el Venerable Maestro cree que merece la pena arriesgar la vida: cuestión de honor. Pero me acompañó la suerte, porque tomó mi simple mención a una mujer con un encuentro de amantes con la Fina. Sin duda López le habían informado de nuestras correrías por el barrio y su imaginación había hecho el resto. Total: excusa redonda para escaquearme durante un buen rato. En realidad, en caso necesario, la excusa podía cubrirme durante toda la noche.

Desalojé de allí inmediatamente, sin siquiera despedirme de SM y la Beba puesto que se suponía había de volver en un par de horas.

Tomé otro taxi de vuelta a casa. En el último momento le pedí al conductor que me dejara en Travesera, a la altura de los jardines privados. Ni López ni el Antoñito se esperaban la parada, me di cuenta de que el Kadett pasaba de largo y se detenía una manzana más allá al darse cuenta de que me apeaba del taxi. Caminé hacia atrás hasta el túnel que atraviesa el edificio y da a los jardines interiores. Costó un poco identificar al Nico entre el grupito que ocupaba uno de los bancos más recónditos.

Todo el mundo escondió las manos y puso cara de buen chico hasta que el Nico dio señales de conocerme y cada cual volvió a consumir su droga favorita.

—Qué quieres, picha.

—Un poco de farlopita, si tienes.

—Chachi, ¿cuánto quieres?

—¿Cuánto tienes?

—Hombre..., no sé... Si me acompañas abajo te puedo pasar lo que quieras. Tengo cuatro gramitos.

—Vale, me llevo los cuatro.

Al Nico debió parecerle una venta demasiado fácil y se sintió obligado a especificar el precio:

—Son cuarenta napos, precio especial...

—No problemo. Y pásame también diez taleguitos de costo, así redondeamos cincuenta papeles.

—Joder, nen, vas fuerte... ¿Has atracao un banco?

—He ganado un concurso de belleza.

—Ya ves, nunca se sabe cómo va a ganarse uno la vida... Vente conmigo, tengo el material en el parquin.

Nos fuimos por el camino hacia las escaleras que parecían hundirse hacia el subsuelo del parque. Ante la puerta metálica que apareció al final retiró un cartoncito doblado que impedía actuar a la cerradura y accedimos a una caja de escaleras interior. Después bajamos medio piso más, atravesamos otra puerta intervenida, y desembocamos en un parquin enorme. Llegados ante un Corsa amarillento de los de la primera época, el Nico buscó a tientas en una repisa que formaba el muro y sacó cuatro paquetitos blancos. Me los dio con un gesto discreto que no tenía mucho sentido allí abajo.

—Está de puta madre: sin cortar.

—No te esfuerces, me conformaré con que la mezcla no sea letal. ¿Y el chocolate?

Buscó un par de metros más allá en la misma repisa y sacó una piedra en forma de tacón de zapato.

—Na más tengo cinco.

Saqué el fajo de billetes y le di cinco de diez. Él hizo gesto de ir a devolverme las cinco mil de cambio, pero lo detuve:

—Bote: pa que te portes bien cuando me lleguen las vacas flacas.

Si llego a saber que quizá era la última vez que veía al Nico le hubiera dado toda la billetada, pero no lo sabía.

Me encaminé a casa saliendo por la puerta del parquin que daba a la parte baja de los jardines, se podía abrir desde dentro y me evitó el rodeo por el parque.

Apenas me había metido una primera raya sonó el teléfono. Era John. No se molestó en saludar, se fue directo a la impertinencia.

Traduzco:

—¿Se puede saber en qué antro te has estado metiendo, pedazo de cabrón? Acabo de hablar por teléfono con Günter y me ha dicho que están reformateando todos los discos duros del local.

—¿Y..?

—Cómo que «y»: que los de la dirección que les diste les han endiñao un virus del copón.

—¿Qué?

—Un virus, joder, ¿no sabes lo que es un virus o estás idiota? Han tratado de conectar vía FTP para colar un
sniffer
en el servidor y resulta que se les ha vuelto loco y les ha llegado devuelto en forma de no sé qué cosa agresiva que a poco se les come el culo. Un
Scheusal
, dice Günter: un ogro, lo han bautizado así. Se ha extendido por todos los equipos que estaban funcionando en red local: están reformateándolo todo.

—¿Pero se supone que los expertos en virus son ellos, no?

—Pues están alucinando, colega. Se ve que las impresoras han empezado a funcionar todas a la vez, ¿sabes?, clong-clong, ffffff: un folio tras otro con una especie de maldición escrita en grande. Y sonaba también por los altavoces a toda leche: una voz que retumbaba... Dice Günter que se han acojonado tanto que han cortado la corriente eléctrica. Y lo bueno es que al reinicializarse los equipos todo ha vuelto a funcionar normalmente: no han encontrado rastros en los discos ni alteraciones en los archivos. Nada. Pero no se fían, igual la cosa esa resucita y les lía la tangana otra vez.

Hasta el propio John parecía excitado con el relato de una escena que no había presenciado.

—¿Te ha dicho Günter qué maldición era esa que se imprimía?

—Sí, me la ha enviado por mail. Te la leo: «Pobre del que se aproxime con intenciones impuras. Aunque jamás llegará al corazón de Worm, será perseguido».

—Me la conozco...

—¿Que te la conoces?, pues podías haber avisado...

—Oye, dile a Günter que lo siento mucho, no pensaba que pudiera pasarles nada malo.

—No, si él está encantado. Van a conservar al ogro en uno de los ordenadores y tratarán de estudiarlo. Están como si hubieran atrapado al genio en su lámpara, ¿sabes? Dice que tiene no sé qué cosa que lo hace diferente a los demás virus conocidos.

No hay mal que por bien no venga, pensé. Pero la noticia me había dejado sin ganas de inventar más historias para John. Tuve incluso que fingir que llamaban a la puerta para poder dejar un momento el teléfono y volver al auricular diciendo que tenía que colgar inmediatamente porque el vecino de arriba tenía un escape de agua. «A ver si ha sido el ogro», dijo.

Lo único razonable era meterse un par de rayas más y liar una cebolleta. Un
Scheusal
, menuda ocurrencia. Me imaginé a mi Estupendo Hermano atrapado en una jaula colgada del techo ante las botazas gigantescas de un energúmeno sentado con los pies sobre la mesa. Creo que en ese momento, bajo la ducha, me di cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Lunes 22 de junio a medianoche: ésa era la fecha que aparecía junto a la dirección de Guillamet rodeado por un circulito a lápiz. Y tarde o temprano hay que meterse en la Estrella de la Muerte.

El cuarto de hora siguiente pasó como un relámpago, quizá la mezcla de cocaína, hachís, el cuarto de la botella de Cardhu de la Fina que apuré y varios días de no dormir bien tuviera algo que ver. Estaba completamente despierto, atento, pero la vida era sueño. Me llegué a Jaume Guillamet y me aposté tras un camión aparcado, frente a la puerta del jardincillo. A partir de las doce (supuse que eran las doce) empezó la procesión. Llegaba un tío (o una tía, gente de distinta apariencia y edad, pero siempre solos), tomaba el trapito rojo del poste de teléfono, llamaba al timbre, se abría la puerta, el tipo entraba, a los diez segundos el calvorota de la bata marrón salía brevemente a dejar de nuevo el trapito rojo atado al poste; así cuatro o cinco veces, a intervalos de cinco minutos.

Estaba alucinando tanto que no reparé en dos tipos que salían de un coche aparcado cerrándome la salida hacia la calzada, entre el camión que me servía de parapeto y la furgoneta inmediata. El coche no era un Ibiza rojo sino un Peugeot azul marino, pero la mirada de los tipos era inequívoca: jaleo seguro. Fue el de la derecha el que me cerró la huida más directa por la acera hacia Travesera, paraíso de luz y tráfico, así que me erguí todo lo que pude y me encaré a él metiendo una mano en el bolsillo:

—Tú, milhombres: me vas a dejar pasar por las buenas o te voy a tener que soltar un par de hostias.

En un principio creí que el movimiento que inició era para apartarse y pensé, en una fracción de segundo, en la desventaja que me daba pasar junto a él y ofrecerle la espalda. Pero no hubo problema porque el movimiento que inició no era para apartarse: fue un paso atrás para convertir su pierna derecha en una catapulta de siete muelles y dispararme al careto un mocasín del 45, con su pie correspondiente dándole cuerpo.

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