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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (42 page)

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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Nos metieron en el ascensor, liberado el mecanismo de la puerta de su traba, y después nos hicieron seguir pasillos y más pasillos de comunicación entre edificios, algunos de ellos habitados. Aquí y allá se veía a un guardia sentado a la mesa, o gente vestida con monos negros como el de la chica de la grapadora, incluso a un par de aquellas hienas que llevan los calzoncillos sucios bajo el traje de El Corte Inglés. Lo peor fue que uno de los guardias me obligaba a andar dándome culetazos en la espalda, y yo estaba empezando a cabrearme. Al enésimo toque me paré en seco para que el tío chocara contra mí y me volví hacia él con cara de furia:

—Oye, te podrías dar con la culatita en los cojones, ¿vale?, ¿no ves que tengo la pierna chunga?

Todo lo que obtuve fue un culatazo extra en el mentón y otro en la barriga. El de la barriga no fue nada, pero el de la cara me jodió lo suficiente como para que se me fuera la olla y embistiera a la pata coja contra el tío. Fue una estupidez: maniatado, caí torpemente al suelo y a los guardias que iban detrás les dio por hacerme levantar a patadas. La Fina, viendo lo que pasaba, se lanzó contra el primero que le vino a mano, lo pilló por los pelos y le hizo una tonsura gratis. Por suerte,
The First
intervino a gritos pidiendo que nos estuviéramos quietos. De cualquier manera el numerito no sirvió de nada, no me libré de seguir sintiendo los toquecitos de culata hasta el momento mismo en que llegamos a un vestíbulo especialmente elegante y nos metieron en un ascensor. Mientras subíamos se me ocurrió pensar qué pasaría en caso de que me interrogaran al estilo de lo que habían hecho con mi Estupendo Hermano. Me prometí aguantar al menos hasta que me dejaran un poco peor que a él. Le tengo aprecio a mi tocha, pero las heridas del honor cicatrizan peor que las del cuerpo. En cuanto a que me dejaran mearme encima, estoy acostumbrado a oler bastante mal, así que no me preocupaba mucho.

Pero aquella planta no tenía pinta de cámara de torturas, y el despacho en el que nos obligaron a entrar tampoco. Y allí, sentado tras la mesa en una espectacular butaca de respaldo alto, es donde apareció Darth Vader.

Se acabó lo que se daba

A primer golpe de vista, aquel individuo entronizado tras la mesa me recordó a Vargas Llosa, pero con menos dientes. Supongo que fue una sorpresa, pero estaba ya tan harto de sorpresas que no me inmuté. Además, de pie a su lado, había otra: una tipa elegante, treinta y tantos, media cabellera Raíces y Puntas, bello rostro y ojos como dragones apostados.

Sí me extrañó, sin embargo, la mirada que se mantenían
The First
y mi Beatriz de los ojos verdes.

—Vaya, vaya... Los hermanos Miralles al fin reunidos. Y con una encantadora señorita —dijo el Exorcista.

—Señora —corrigió la Fina, que es muy sensible a los tratamientos y venía un poco mosca tras el reciente episodio con los guardias. El tío se levantó de la mesa con la vista puesta en ella y me aposté un cubata a que estaba a punto de besarle la mano. Gané.

—Perdón: señora.

A la Fina empezó a deshelársele la mueca; incluso, como avergonzada por el descuido, se apresuró a quitarse de la mano recién besada unos cuantos pelos de guardia que se le habían quedado enredados en los dedos.

El Exorcista hizo ver que no se daba cuenta, y siguió con los saluditos. Ahora le tocó turno a mi Estupendo Hermano: le tendió la mano y
The First
, naturalmente, no pudo responder al gesto.

—Oh... Perdona: no me había dado cuenta de que estabas esposado.

—No te apures, puedo pasarme sin darte la mano.

Bien dicho, qué caray: estaba claro que aquel tío era el mandamás de todo aquello, no había más que ver el despacho. Pero se limitó a asentir sonriendo al desplante de
The First
y dedicó el último turno de salutaciones a mi persona:

—Nos conocemos, ¿verdad? Espero que le resultara agradable la cena con Gloria. Perdices encebolladas, si no recuerdo mal... Y creo que también conoce a mi hija Eulalia.

Bueno, eso desdoblaba a mi Beatriz en secretaria de dirección y sobrina-nieta de un nuncio, todo de un mismo saque. Procuré no dejar ver mi asombro:

—Sí, nos conocemos.

»Una comedia divina, Beatriz, te felicito.

—Gracias, tú tampoco estuviste mal...

Lo dijo sin mirarme. Sólo tenía ojos para mi Estupendo Hermano. Se acercó a él y le dio un beso en los labios.
The First
se dejó hacer, mirándola muy serio. Mal rollo, pensé: ten una amante y págale un sueldo de secretaria de dirección para esto.

—La compañía es muy grata pero tengo que dejaros —dijo ella, y, sin privarse de pasarle el dorso de la mano por la mejilla a
The First
, salió de la habitación.

—Tenéis que perdonar a mi hija. Hoy tenemos numerosos compromisos que atender. Lamento haberte estropeado la verbena, Pablo..., ¿me permites que te llame Pablo?

—Lo soportaré. Pero no creo haberte autorizado a tutearme —dije, para que viera que puedo ser tan antipático como mi Estupendo Hermano.

El tío hizo ver que se reía:

—Siempre con la espada en alto, eh... Bien, no se lo reprocho. Pero le aseguro que terminaremos entendiéndonos.

»Guardia, por favor: retire las esposas a los detenidos.

»No serán necesarias, ¿verdad? —añadió, dirigiéndose a nosotros.

—En lo que a mí respecta sí: pienso saltarle al cuello en cuanto tenga las manos libres —contesté.

—Muy amable al advertirme. Sin embargo, no le aconsejo un jaque al rey, al menos en un solo movimiento. Como verá tengo las torres bien situadas.

Inmediatamente hizo gesto al guardia de que cumpliera la orden de soltarnos. Me fijé en el par de hienas que flanqueaban la mesa. Eran especiales, tan especiales que las reconocí: los mismos dos enormes tiparracos que custodiaban la puerta del restaurante. Además de ellos seguían con nosotros tres de los guardias que nos habían traído y el voceras del megáfono. La Fina, viendo que la escena empezaba a adquirir cierto aire civilizado, se atrevió a preguntar si había algún lavabo de señoras, y el Exorcista dio entonces instrucciones al del megáfono para que se retiraran los guardias y añadió que enviara «una oficial para acompañar a la señora». Después pulsó el botoncito del intercomunicador que tenía sobre la mesa y pidió que viniera también quienquiera que estuviese al otro lado.

Durante un par de segundos sólo se oyeron los petardos de la verbena, ahora tan intensamente como se oyen desde cualquier edificio de la ciudad. «San Juan: una noche mágica», dijo al fin nuestro anfitrión, rompiendo así toda la magia que pudiera tener la noche. Me olí una inminente disertación sobre el rapto de Perséfone; y yo tenía hambre, tenía sed y tenía ganas de terminar con aquello lo antes posible. Miré a
The First
de reojo y comprendí en su mueca que por una vez en la vida habíamos encontrado a alguien que nos caía igual de mal a los dos. La Fina en cambio parecía encantada con lo de la «noche mágica». Pero entraron en la habitación dos mujeres e interrumpieron la disertación: una vestida de guardia y otra con uno de esos monos de color negro. El mono negro venía a ser el último grito allí dentro, la mayor parte de los individuos que había visto por los pasillos lo llevaban. La verdad es que parecían figurantes de una película de ciencia-ficción con Florinda Chico y Antonio Garisa.

Cuando la Fina hubo ya salido con el guardia-hembra («Disculpadme, ahora vuelvo», dijo, contagiada de tanta delicadeza), el Exorcista nos preguntó a
The First
y a mí si necesitábamos algo. A mí, aparte de tener hambre y sed, me apetecía horrores un café y un porro. El porro podía proporcionármelo yo mismo si me devolvían el contenido de mis bolsillos, y así lo hice saber al tipo.
The First
quiso sólo agua, pero su ascetismo era una apariencia porque en cambio no se privó de dedicarme una de esas largas miradas desaprobatorias en las que a menudo se complace. El Exorcista pronunció un «por favor» dirigido a la chica del mono negro para darle a entender que debía ir en busca de lo que pedíamos y después nos invitó a sentarnos. Tanto
The First
como yo aceptamos la propuesta y nos dejamos caer con alivio en las butacas enfrentadas a la mesa.

El Exorcista ocupó de nuevo su trono de cuero negro:

—¿Sabían ustedes que la fiesta de San Juan es probablemente de origen caldeo? Algunos antropólogos la asocian a un antiguo culto en honor al dios Bel. Parece que ya remotamente se comía una torta circular para celebrar su memoria, una torta con un agujero central en representación del disco solar...

Malditas las ganas que tenía de asistir a una conferencia, pero no quise contrariarlo, al menos hasta que me hubieran servido el café. Mi Estupendo Hermano, en cambio, no pudo contenerse:

—Mira, Ignacio, tienes una conversación muy interesante pero, si no te importa, preferiría volver a mi calabozo cuanto antes.

El Exorcista sonrió a su modo característico, enseñando toda la piñata:

—Oh..., qué desconsiderado soy. Debéis de estar cansados, habrá sido un día duro para vosotros. Es lástima, porque la noche se presta a la charla... Fíjate: la ciudad explota.

Lo dijo mientras su mano bajo el sobre de la mesa accionaba algún dispositivo que matizaba la intensidad de las luces. Casi al tiempo, oímos un zumbido mecánico que nos hizo volvernos hacia la pared de nuestra espalda. Toda su anchura era en realidad un telón metálico, que ahora se alzaba hasta descubrir un enorme acristalamiento tras el que apareció Barcelona vestida de noche, como una vedet con su mejor traje de lentejuelas. Si quería impresionarnos iba por buen camino, pero de momento me interesó más ubicar nuestra posición que recrearme en la pirotecnia. Estábamos en un edificio muy alto, demasiado para ver la calle sobre la que se alzaba, pero me bastó fijarme en las azoteas para comprender que estábamos en Jaume Guillamet, justo al lado de la casa del 15. Eran quizá las once, y la ciudad entera debía de estar comiendo coca y bebiendo ese champán barato que los usuarios registrados de Güindous llaman «cava». En eso pensaba justamente cuando reapareció la chica del mono negro empujando un carrito sobre el que destacaba, además de lo que
The First
y yo habíamos pedido, una coca de piñones y la consabida botella verde oscuro, aunque ésta no procedía de San Sadurní sino de la mismísima Gabacia. Un examen más detenido de la superficie del carro reveló también la presencia de mi librillo de Smoking y mi última china, ambos presentados en una bandejita de plata.

Chachi.

—He pensado que debíamos celebrar la fiesta
comme il faut
—dijo el Exorcista—. ¿Una copa de
champagne
?, es un
brut
magnífico. Desde luego el paladar aconsejaría tomar otra cosa con los dulces, pero las tradiciones populares pierden todo el encanto si uno no las respeta tal cual se manifiestan, ¿no le parece, Pablo?

—Pse: tengo por costumbre respetar únicamente las tradiciones populares imprescindibles.

—Ajá..., ¿por ejemplo?

—Respiro.

Ni siquiera hizo gesto de subir a la red, sólo enseñó de nuevo la dentadura a modo de encaje deportivo.
The First
, aparentemente ajeno al rifirrafe, se sirvió agua en un vaso y bebió. Yo hice lo mismo mientras don Ignacio aprovechaba la pausa entre dos sets para descorchar su Estupenda Botella. Todavía se estaba sirviendo en una copa alta cuando
The First
, que ya debía de conocerse el percal, volvió a meterle prisa.

—Bueno, Ignacio, si quisieras ir al grano y decirnos lo que tuvieras previsto...

El tío se volvió a su trono con la copa llena, dio un sorbito y cerró un momento los ojos teatralmente, como si le encantara ese vino malo con gas que siempre resulta ser el champán. Quedábamos en la habitación sólo nosotros cuatro (y las dos super-hienas armadas, pero era como si formasen parte del mobiliario) y, para ser franco, el clima de aquel espacio abierto a la creciente bulla verbenera empezaba a transmitir un nosequé muy cinematográfico. Era como si tras el ventanal se estuviera proyectando un anuncio de Repsol, y creo que de haber tenido una lira a mano hubiera entonado una oda a la ciudad en llamas.

Pero tuve que dejar de prestarle atención al espectáculo porque el Exorcista terminó con los aspavientos degustativos y volvió a hablar. Y esta vez, siguiendo el ruego de
The First
, trató de ser más directo:

—Tengo pensado haceros una propuesta, pero creo que será mejor empezar con un turno de preguntas. Supongo que debéis de estar un poco confundidos... Sobre todo usted, Pablo. Y cuanto mejor comprenda la situación en que se encuentra mejor podrá valorar esa proposición que pretendo hacerle.

Se había terminado dirigiendo a mí, pero fue
The First
el que habló, lo hizo con el aire escéptico del periodista que pregunta algo concreto a un político:

—Muy bien, empecemos con las preguntas: ¿cuándo vas a dejarnos salir de aquí?

—Digamos que eso depende del acuerdo al que lleguemos.

—Bien, pues acordemos: qué quieres de nosotros.

—Completa discreción.

—Oquey, seremos discretos. ¿Podemos marcharnos ya?

—Temo que necesito alguna garantía.

—Tienes nuestra palabra.

—No será suficiente. Entiéndeme: no tengo nada personal contra vosotros, pero no dependo de mí mismo, ya lo sabes.

Yo, aunque estaba aún en fase de lamer la goma del papel, no quise descolgarme del todo:

—Perdón: ¿alguien podría informarme de qué se está tratando?

El Exorcista abandonó la momentánea circunspección con que había estado hablando con
The First
y me dirigió su tono más grandilocuente:

—Ha entrado usted en la Fortaleza, señor Miralles: ha traspasado la frontera hacia un lugar en el que rigen otras leyes, y ése es un raro privilegio por el que generalmente ha de pagarse un precio.

Bonito, casi parecía un aforismo, pero a mí se me estaba empezando a agotar la paciencia.

—Mire, don Ignacio, perdone la franqueza pero si hay algo que no soporto son las adivinanzas. Partiendo de que no sé qué demonios es esa Fortaleza de la que habla, ¿puede decirme de forma inteligible por qué se nos retiene aquí?

Pareció rebuscar en su memoria hasta dar con un registro vulgar:

—Digamos que saben ustedes demasiado. ¿Le parece esto lo suficientemente inteligible?

—Va aprendiendo. Pero si eso es lo que le preocupa, sepa que yo no sé nada de nada: de hecho llevo una semana sin enterarme de qué está pasando.

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