Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (41 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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—¿Adónde vamos? —se me ocurrió preguntar.

—A explorar el laberinto —contestó
The First
.

Bonita aventura. Sólo faltaba Darth Vader, y lo cierto es que no tardó mucho en aparecer.

*

Dado que lo que recorríamos no era un laberinto de verdad, bastó con ir siguiendo las zonas iluminadas por luces de emergencia para dar con una especie de túnel subterráneo que funcionaba a modo de espina dorsal de todo aquello. Sin duda conducía a alguna parte, porque había aparcados un camión y una excavadora en el margen. O sea: que el túnel era ganso.

—¡Qué caña! —dije, a modo de valoración preliminar.

The First
, siempre en su papel de héroe avezado, se fue directo a examinar un acopio de travesaños y otros materiales de construcción que ocupaba tanto espacio como un tercer vehículo tras la excavadora. Cuando volvió, traía ese aire de tenerlo todo controlado que da tanta rabia:

—Lo mejor será que sigamos las roderas del camión. Por algún sitio debe de salir a descargar la tierra.

—Ah, ¿sí?, ¿tú crees que alguien puede haber sacado con ese camioncito toda la tierra que falta?

—Han tenido tiempo para ir haciendo. Vámonos, puede que tengamos que caminar un buen rato.

El Capitán Trueno no se conformaba con ir acumulando enigmas sino que ya estaba empezando a dar órdenes. En fin, le dejé que encabezara otra vez la comitiva y me puse a la cola, tras la Fina. Avanzamos durante un rato por el túnel, pegándonos a la pared desprovista de lámparas, casi a oscuras pero no tanto como para no ver dónde pisábamos. Fue como ir en busca del Templo Maldito, aunque en realidad era una aventura de bajo presupuesto, sin boas constrictor ni cataratas subterráneas. Todo lo más, aquí y allá pisamos manchas de la humedad que resbalaba por las paredes y, eso sí, hacía casi frío, se echaba de menos una chaqueta de entretiempo.

Enseguida, a la distancia de dos o tres manzanas subterráneas, llegamos al siguiente acceso al túnel, un súbito ensanchamiento que rompía la monotonía del trayecto. Al principio no reconocí el lugar, sólo me sorprendió la estructura de arcadas semienterradas a cuyo través se distinguía una cuidada selección de desechos humanos. Latas de Coca-Cola (el clásico de los vertederos), condones usados, restos de un paraguas, revistas deshojadas... Pero cuando reconocí en una de aquellas hojas sueltas la foto de un enorme par de tetas haciéndole una cubana a un gachó color canela, plano cenital, caí en la cuenta de dónde estaba. Aquello eran las ruinas de la bóbila, enterradas bajo el parque que montaron encima en los años ochenta. Estábamos pues, con bastante probabilidad, bajo la calle Numancia, sin duda bastante por debajo de la calzada.

Se lo dije a
The First
. Y aunque no creo que mi Estupendo Hermano se hubiera hecho nunca pajas en la vieja bóbila estimulándose con revistas robadas, alcanzó a ubicar el lugar:

—Sabemos que hay una salida en el 15 de Jaume Guillamet, y eso está a dos travesías del lugar donde estamos ahora. Puede que sea mejor abandonar el túnel en el siguiente acceso a los edificios y probar suerte.

No nos dio tiempo a considerar la posibilidad. La Fina nos alertó gritando: «¡Por ahí viene alguien!», y mientras volvía a nuestro lado señalaba el sentido hacia el que habíamos estado avanzando. Entonces oí el «¡Alto!» que alguien profería a lo lejos.
The First
se rodeó el cuello con mi brazo para ayudarme a andar y le ordenó a la Fina que corriera, que corriera tanto como pudiera y se metiera por la última salida del túnel que habíamos pasado de largo. Yo me zafé un poco de mi asistente para saltar más rápido; la Fina había llegado ya al acceso y se asomaba hacia nosotros jaleándonos. Llegamos también antes de que quienquiera que nos siguiese nos diera alcance; entramos en una planta de parquin tan demencial como el resto del lugar, y vi que la Fina corría ya hacia lo que parecían unas puertas de ascensor y pulsaba frenéticamente la llamada.
The First
se desembarazó de mí y me dijo que siguiera solo. Al darme media vuelta para ver a dónde demonios iba, vi como llegaba desde el túnel un guardia de mono azul y detenía un poco la carrera al encontrarse con que uno de los fugitivos había cambiado de rumbo y se iba derechito hacia él. El tipo, con gesto de lanzador de jabalina, alzó la porra para descargar un golpe sobre
The First
, pero mi Estupendo Hermano hizo una cosa que lamento no haber podido grabar en vídeo. La cosa es que, tras un rapidísimo movimiento de prestidigitación, el guardia se encontró con un rodillazo en los huevos y con que mi Estupendo Hermano, intacto, le había birlado la porra atrapándola bajo el brazo izquierdo. Se la sacó de ahí con un movimiento seco de la derecha y estuvo en condiciones de partirle la cabeza al contrincante mucho antes de que el pobre hubiera terminado de pronunciar el largo «uuuuuh» con que expresó la sorpresa por el rodillazo.
The First
se limitó a darle un empujón que acabó con el tío retorcido en el suelo y entonces apareció en la planta un segundo guardia corriendo. A éste no hizo falta ni tocarlo: viendo el destino de su compañero y ante la exhibición que le dedicó mi Estupendo Hermano con la porra a modo de bastón de mayoret, dio media vuelta y desapareció por donde había venido. Aprovechó el momento para apresurarse con paso elástico hasta el ascensor, donde lo esperábamos la Fina y yo con el dedo a punto de pulsar el piso más alto posible.

—Perdona, ¿me firmarías un autógrafo? —dije, a modo de desahogo cómico.

—Déjate de tonterías. El que ha salido corriendo llevaba una radio. Vamos a tener problemas.

Aquel cacharro subía a toda máquina, se veían las lucecitas avanzando en la botonera: directos al piso 6. El total de plantas era catorce, pero de la sexta en adelante se requería una llave para activar el ascensor. Nos habíamos metido en un edificio pijo.

—No saquéis las pistolas, si ven que vamos armados pueden ponerse nerviosos y freírnos a tiros. Josefina, escóndetela en un bolsillo.

La Fina obedeció, atónita. Entonces, de repente, empezó a sonar algo como la señal de zafarrancho de combate de un submarino, mooooc, mooooc, una cosa que daba grima. Llegamos a la sexta planta frenéticos. Se abrieron automáticamente las puertas, dong, bssssss, y nos quedamos un momento apretados contra las paredes del ascensor. Mooooc, mooooc, la alarma no paraba.
The First
fue el primero en asomar los morros, pero yo ya me había dado cuenta de que allí debía de haber alguien: al fondo, tras una puerta acristalada que transparentaba lo que parecía la recepción de un despacho elegante, identifiqué a una chica que se levantó de una silla tratando de ver a qué venía tanto escándalo.

—¡Salid del ascensor! —dijo
The First
, dirigiéndose a la Fina y a mí.

Salimos y mi Estupendo Hermano se aplicó inmediatamente a destrozar a culatazos la botonera de llamada. No se quedó tranquilo hasta que vio aparecer unos cablecitos de colores y pudo tirar de ellos para romperlos. Después miró a su alrededor en busca de no supe qué y terminó por elegir una inofensiva maceta con una sanseviera plantada. La desarraigó, rompió la cerámica contra el suelo, y encajó uno de los pedazos a modo de traba en la puerta de otro de los ascensores, detenido en ese mismo piso. Todo ocurría a un ritmo demasiado rápido para mí: cualquier decisión que no pueda tomarse bebiendo una cerveza me parece precipitada. Dejé que
The First
, más acostumbrado al estrés, tomara momentáneamente el mando y centré mi interés en que tras las puertas de cristal, más allá de un set de sofás y de la chica de la recepción, un enorme ventanal daba al exterior y se encaraba a la fachada trasera del edificio de enfrente. La luz era de anochecer y el sonido de los petardos llegaba ahora claramente bajo el moc-moc de la alarma. Eso fue media vida, no estaba deseando otra cosa más que asomarse a esa ventana y ver que el mundo seguía tal como lo habíamos dejado.
The First
, una vez inmovilizados los dos ascensores, se acercó también. La chica, aterrorizada ante el avance de semejante energúmeno con la cara hecha un mapa de los Alpes, intentó esconderse detrás de todo lo que fue encontrando en su retroceso.

—No tengas miedo, no queremos hacerte daño —le dijo
The First
, tratando sin mucho éxito de que la chica depusiera su máquina grapadora.

Más efectivo fue el «Tranquila, son amigos» que le dirigió la Fina. Fue una frase absurda dadas las circunstancias, pero el solo hecho de que la pronunciara una mujer, o su misma presencia entre aquellos dos tipejos con un aspecto que para sí quisieran muchos Ángeles del Infierno, debió ofrecerle a la chica más garantías.

—No te preocupes —insistió la Fina—, sólo queremos escapar. Nos persiguen.

The First
se había acercado al ventanal y yo me fui tras él hasta pegar las narices al cristal. Apenas pude distinguir un patio interior y, sobre la estrecha franja de cielo de San Juan, el estallido luminoso de un cohete lanzado al aire. La alarma paró de pronto de sonar y oímos un trasiego de pisadas procedentes de la zona de ascensores.

—¡Poneos a cubierto! —gritó
The First
, sin más especificaciones.

Jamás nadie me había dado semejante instrucción, pero algo en el universo contextual en que nos hallábamos me indicó que no se trataba de resguardarse del chirimiri, sino de interpretar entre nosotros y el resto del mundo alguna barrera a prueba de balas. Me pregunté si la Fina habría entendido el mensaje o estaría buscando un chubasquero. Traté de averiguarlo pero en primera instancia no la vi. Después me di cuenta de que caminaba a gatas por detrás del mostrador, precedida de la chica de la grapadora, y de que se metían las dos por una puerta doble que tenía toda la pinta de dar acceso a un despacho. Visto el movimiento de las chicas, decidí parapetarme tras el sofá imitando a mi Estupendo Hermano. ¿Será un sofá barrera suficiente para una bala?, me pregunté. Era un Chesterton de tono difícil de definir, aunque tampoco creí que el color tuviera mucho que ver con su eficacia como trinchera.
The First
, mientras tanto, parecía seguir una línea de pensamiento ligeramente distinta.

—¡Quietos, estamos armados! —gritó, empuñando de nuevo su pistola no ya como martillo rompe-botoneras de ascensor sino a la manera convencional.

Para reforzar la amenaza disparó al techo. Sonó a pistolita de balines, nada comparado con los petardos de la verbena que empezaba más allá del ventanal, pero supongo que la placa de yeso que cayó del techo hecha pedazos fue aval suficiente.

—¿No habías dicho que no sacáramos las pistolas? —pregunté yo. Con
The First
nunca sabe uno a qué atenerse.

—Ahora sí, idiota.

—Oye, media-mierda...

—Cállate un poco, ¿quieres?, estoy tratando de repeler un ataque armado.

—Pues no hace falta que te esfuerces; ya eres repelente por naturaleza.

Por si acaso me rebusqué en el bolsillo hasta dar con la pistola y la saqué junto con un montón de billetes de diez mil que quedaron desparramados por el suelo. De haber podido elegir armas hubiera preferido un combate de caniches de porcelana, pero tampoco era plan de que empezara la balasera y me pillara con la pistola en el bolsillo. Recordé la precaución fundamental de disponer el cañón hacia adelante y traté de imaginar lo que hubiera hecho John Wayne en caso semejante. Pero apenas había soltado el primer escupitajo, nos sobresaltó una voz estentórea que llegaba desde algún lugar del vestíbulo, junto a los ascensores. Sonó como un coche de propaganda electoral. Era un megáfono:

«Entreguen las armas. Repito: entreguen las armas y salgan con las manos en alto o procederemos al lanzamiento de gases.»

Soy de la opinión de que si alguien no sólo amenaza con lanzar gases sino incluso con proceder a su lanzamiento, debe ser tomado completamente en serio. Ignoro qué tipo de gases serán los que promete la amenaza, pero estoy seguro de que resultan completamente deletéreos.

—¿Qué hacemos? A mí los gases me dan sinusitis, ni siquiera me gustan los ambientadores de pino.

—Qué quieres que hagamos: rendirnos.

Menos mal, los del Grin-Pis nos lo iban a agradecer. Afortunadamente
The First
se encargó también de las formalidades del armisticio, porque a mí se me dan fatal los protocolos. Me pidió la pistola y, con las dos en la mano, gritó que vale, que de acuerdo, nos rendimos y ahí van las armas. Las deslizó por el suelo por debajo del sofá y sacó las manos por encima del respaldo dándome un codazo para que lo imitara. A mí me costó un poco más levantarme porque la pata tiesa dificultaba el movimiento, pero terminé consiguiéndolo.

«Dónde está la mujer. Repito: dónde está la mujer.»

Ése era otra vez el del megáfono.

—Ahí dentro —dije yo—: ella también se rinde. Y al que le ponga una mano encima le arreo un guantazo, así que cuidadín.

»Finaaaa: ¿me oyes?

—Sí. ¿Qué hago...?

Habló mi Estupendo Hermano:

—Josefina, tira la pistola a ras de suelo fuera de la habitación y sal con las manos en alto.

Por lo visto al tipo del megáfono no le gustó que tomáramos iniciativas.

«Manténgase en silencio y con las manos en alto. Repito: manténgase en silencio. Nosotros daremos las órdenes.»

Para cuando el tipo terminó de repetirse la Fina ya había asomado con las manos alzadas y cara de susto. Detrás de ella apareció la chica de la grapadora.

—¿Yo también he de rendirme? —preguntó, sin dejar muy claro si se dirigía a mí o a
The First
.

—Sí: quédate ahí quieta y no pasará nada.

«Silencio. Repito: ¡silencio!», dijo el del megáfono, cada vez más harto de que todo el mundo lo ningunease.

En cuanto un primer guardia con casco y máscara de gas recogió del suelo las tres pistolas, empezaron a hacerse visibles otros enmascarados con mono azul apuntándonos con escopetas (o CETME's, o lo que fuera aquella cosa). Como ya me figuraba, pretendieron ceñirnos un juego de esposas a cada uno (excluyendo a la chica de la grapadora, que en cuanto fue identificada se marchó lo más aprisa que pudo), pero antes de hacerlo nos obligaron a ponernos contra la pared al estilo de cuando te pilla la pasma ligando ful. El del megáfono debía de ser el jefe de la movida, porque no paraba de hablar con su gualqui-talki y dar órdenes a diestro y siniestro. Algún insensato pretendió cachear a la Fina y, en un pronto, la ofendida le endiñó tal hostia que al tipo le saltó la máscara antigás que llevaba colgada del cuello. Yo estaba de espaldas, pero oí el plaf y vi la máscara volando. Gracias a eso se libró también de las esposas y se limitaron a situarla en fila india entre
The First
y yo.

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