—Qué hay, tete —dije, más que para molestarlo, para facilitarle el reconocimiento a través de aquellos párpados que parecían higos maduros.
—¿Qué... demonios estás haciendo aquí, imbécil?
El mismo
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de siempre.
—Ya ves: pasaba y digo, coño, voy a rescatar al pijo de mierda de mi hermano.
—Ah ¿sí?... ¿Y ahora quién te va a rescatar a ti, payaso?
Además de los ojos morados y reducidos a ranuras, tenía sin duda la nariz rota. La hemorragia le había manchado la barbilla y el pecho, pero eso debía de haber sucedido días atrás porque la sangre formaba finas costras. Respiraba a bocanadas cortas que le habían resecado la boca hasta impedirle hablar más que en susurros gangosos, entorpecidos, además, por la hinchazón del labio inferior partido. El resto del cuerpo revelaba también moratones aquí y allá bajo las manchas de la sangre que había manado de la cara, pero a simple vista parecía conservarlo mejor que la jeta.
—¿Vas lo bastante sereno como para desatarme?
—Me estoy pensando si darte un par de hostias más.
Lo dejé correr, quedaba poca cara donde atizarle. Rodeé la silla y me apliqué a soltar la cuerda que le ligaba las muñecas al respaldo. El anular y el meñique de su mano derecha estaban bastante machacados; tuve que cuidar de no tocárselos para que no diera botes en la silla. Cuando solté el nudo adelantó los brazos despacio, con gestos de dolor que parecía especialmente intenso en los costillares. Lo dejé un momento así y salí de la celda hacia la pila embaldosada. Abrí el grifo y probé un trago del agua que salió de la manguera. Su sabor a lejía de primera calidad me pareció indicativo de potabilidad. Lavé lo mejor que pude el cuerpo decapitado y hueco del caniche azul y lo llené de agua. Volví a ofrecérselo a
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en los labios, rodeando el borde cortante de porcelana con un dedo, y aún repetí la operación de llenar el caniche tres o cuatro veces; hasta que su lengua hidratada pudo salir de la boca y recorrer los labios en una caricia húmeda que lo animó a volver a hablar.
—Cómo están Gloria y los niños...
—Bien. Atrincherados en casa, con papá, mamá y la Beba. ¿Y tu secretaria?
—Está con ellos.
—¿«Ellos»?
—Es largo de explicar.
Me conformé con no enterarme de momento.
—¿Hay algo que te duela más que lo demás?
Negó con la cabeza:
—Es como... tener agujetas. Cada vez que entran y me zarandean me duelen horrores las heridas, pero al rato entro en calor y dejo de notarlas. Entonces me dejan tranquilo hasta que vuelvo a quedarme anquilosado.
Pensé en darle un poco de coca, pero tenía uno de los orificios de la nariz prácticamente cerrado por el abatimiento del tabique y el otro obstruido por el coágulo de sangre.
—Oye, no te lo mereces pero te voy a limpiar los mocos. Déjate hacer y no te pongas impertinente. Después veremos qué tal puedes caminar; no pienso sacarte de aquí a cotenas.
Asintió. Me di cuenta entonces de que tiritaba de frío y pensé en poner remedio a eso antes de nada. Me quité la camisa, se la eché por encima de los hombros y, agradecido al calor inmediato que le transmitió la tela, se la cerró sobre el cuerpo tirando de los faldones. Quise cederle también los calcetines, pero con las idas y venidas a la pila se me habían empapado y podía ser peor el remedio que la enfermedad. Lo que sí hice fue acercar el colchón mugriento que había en el suelo para que pudiera apoyar los pies sobre él y, cuando pareció haber entrado un poco en calor, le pedí que echara la cabeza hacia atrás para mostrarme la cara a la luz. Preferí no tocar la ventana izquierda de la nariz, hacia donde se había inclinado el tabique, pero raspé con el dedo la costra de sangre e intenté introducir la uña en el orificio derecho para extraer parte de la masa negruzca que taponaba el caño. Era difícil, y el paciente se quejó cuando traté de abrirme hueco forzando un poco la aleta hacia arriba. Necesitaba algún elemento fino con que hurgar, y se me ocurrió probar con el vástago de la hebilla del cinturón. Con paciencia logré que asomara una punta de masa elástica tras la que salió un macarrón oscuro, del grosor de un lápiz, terminado en una larga baba transparente con vetas de rojo brillante. El «aaah» de
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indicaba el alivio del que se ha librado de pronto de una molestia persistente, pero todavía gorjeaba algo por allí dentro. Le tapé completamente el orificio izquierdo presionando con cuidado y le dije que expirara por la nariz con fuerza. Eso terminó de liberar la fosa de sangre seca y mocos y oí el cambio en su respiración. Al menos uno de los conductos funcionaba.
—¿Cómo tengo la nariz? —preguntó, ya sin el sonido gangoso en su hablar susurrado.
—Como una polla vista de perfil.
Se llevó la mano a la cara.
—Pónmela bien.
—¿Queeé?
—Que me la pongas recta. A ti te será más fácil que a mí, pero si te da aprensión lo dices y me apañaré solo. Llevo días con el hueso así, si empieza a soldarse en esta posición voy a tener después más problemas.
—Pero te va a doler...
—Ya.
En fin, después de su alarde no quise parecer un medianera, pero todavía me dan escalofríos al acordarme de aquel cric-cric de huesecillos rotos. No es que la operación resultara técnicamente difícil: bastó con tomar el apéndice con las dos manos, elevar hacia el centro de la cara todo el tabique abatido, y remodelar un poco el puente ayudándome con el mango del cepillo de dientes que, a indicación del propio
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, introduje todo lo que pude en la fosa a modo de horma. Mientras duró aquella rinoplastia de campaña mantuve todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo en tensión, desde los dedos de los pies hasta el cuero cabelludo.
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se limitó a apretar los dientes (incluso cuando un par de veces, al notar que yo vacilaba, me animó a seguir) y soltar alguna lágrima que le brotaba de pronto y quedaba expuesta sobre el acolchado violáceo que formaban sus párpados, como un diamante en su estuche de terciopelo.
Terminada la faena, la nariz seguía estando hinchada y se torcía ligeramente a la izquierda, pero ya tenía otro aspecto, y cuando él mismo volvió a sonarse los mocos parecía haber recuperado casi todo el caudal de paso de aire. Era el momento de echar mano de las virtudes de la cocaína. Hice un canuto con un billete, abrí una de las papelinas y le dije que aspirara.
—¿Qué es eso?
—Mitad de bicarbonato sódico, cuarenta por ciento de barbitúricos surtidos, y puede que un poco de cocaína de ínfima calidad. Pero funciona.
—Que yo supiera sólo eras adicto al alcohol y al hachís...
—Y a la cola de impacto... No me toques los cojones, Sebastián: ¿no te tomarías un café?, pues esto se parece mucho a la cafeína. Aspira un poco de polvo y será como si te bebieras un cuarto de litro de expreso, te sentará bien.
—Gracias, pero no necesito que ningún politoxicómano me dé lecciones de farmacología.
—Es verdad, lo que necesitas con urgencia son lecciones de urbanidad. Primera: hay que mostrarse amable con quien te acaba de recomponer la tocha.
—Te equivocas, la Primera dice que hay que dejarse romper la tocha para proteger al imbécil de tu hermano menor. ¿No se te ocurre por qué me han dejado la cara así?
—Déjame pensar, ¿tiene que ver con tus modales de pijo sabelotodo?
—Tiene que ver contigo, mamarracho. Me dejo medio matar por no dar tu nombre y luego tú solito te metes en la boca del lobo.
—Oye, come-mierda, el que se ha metido en la boca del lobo has sido tú, yo estaba poli-intoxicándome tan ricamente cuando me metiste en este fregao: a mí y a toda la familia.
—Ya te dije que te olvidaras de la casa de Guillamet, ¿te lo dije o no te lo dije?
Estábamos realmente gritándonos en voz baja. Sin embargo, su mención a la casa de marras consiguió que me olvidara por un momento de la pelotera:
—¿Estamos en la casa de Guillamet?
—Tú sabrás..., ¿por dónde has entrado?
—No sé, estaba inconsciente.
—Valiente rescate...
—Oye, don Virtudes, ¿quieres que hagamos algo por escapar juntos o prefieres que te vuelva a atar a la silla y me busque la vida yo solo? Te advierto que hoy eres tú el que huele peor que yo, así que no apetece nada discutir contigo.
Hizo un silencio. Realmente olía bastante mal, a una mezcla de sudor y orina. Además de sangre, varios cercos amarillentos manchaban sus calzoncillos Kalvin Klein originalmente blancos: debían haberlo tenido allí sentado durante días. Cualquiera se hubiera derrumbado por el miedo y la humillación acumulada, pero
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es mucho
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, hay que reconocer que tiene un par de huevos, meaos pero un par. Asintió a mi ultimátum con un punto de cansancio. Yo relajé la cara de Baloo enfurecido y le pasé la papelina y el billete. No discutió más y se metió un tirito por cada agujero del narizo. Yo diría que tenía práctica.
—Ayúdame a levantarme, quiero beber más agua.
Le ofrecí apoyo y se puso en pie. Excepto por un golpe amoratado en la espinilla tenía las piernas en bastante buen estado, aunque un poco débiles por la inmovilidad. Lo peor era el dolor en el costado, pero los últimos pasos hacia la pila del agua los dio él solo. Le dije que de momento no se lavara, que convenía que mantuviera aproximadamente el mismo aspecto, y contestó que no pensaba hacerlo. Traté entonces de ganar tiempo hablándole mientras él sorbía agua del chorrito de la manguera:
—Oye, ¿dices que vienen de vez en cuando a zurrarte?
Movió la cabeza afirmativamente.
—¿Cuántos?
Levantó dos dedos.
—¿Armados?
Otra vez asentimiento y gesto de pistola con los dedos.
—Bueno, en la salida de arriba hay un solo guardia, pero tiene treinta metros de pasillo a la vista para darse cuenta de que vamos a por él. Sería mejor intentar sorprender a los dos que entran en tu celda —dije «tu celda»—. Les soltamos un par de guantazos, les quitamos las pistolas y subimos a por el de arriba bien pertrechados. ¿Sabes usar una pistola como Dios manda?
Hizo gesto de que sí. Me pregunté dónde podía haber adquirido semejante habilidad y enseguida recordé que había sido Estupendo Alférez en las COE, casi me pareció volver a verlo con su uniforme hecho a medida y su estrella de seis puntas cosida a la boina negra (nada que ver con el Che).
Terminó de beber:
—¿Y tú?, ¿sabes usar una pistola?
—No, pero he visto muchas películas.
—Oye, ¿cómo has llegado hasta aquí sin que te vieran? ¿No podríamos salir haciendo el camino inverso?
—He bajado ocho pisos por el desagüe de un respiradero de lavabos —me pareció oportuna la pequeña exageración—. Para hacer el camino inverso tendríamos que subir el primer tramo de escaleras y es fácil que el guardia nos viera. Además tú no estás para trepar por tuberías, y creo que yo tampoco. Veo más fácil quedarnos emboscados y prepararles una fiesta a las visitas. Hasta puede que eso nos proporcione un disfraz además de las armas. ¿Qué te parece?
—Falla un detalle.
—Qué detalle.
—Te lo diré en cuanto consigamos reducir a los dos primeros.
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y sus adivinanzas, no lo soporto.
Volvimos a la celda, él caminando despacio, pero ya un poco mejor. Al llegar se quedó de pie y empezó a hacer movimientos vagamente chinos: no era taichí pero tenía un aire.
—¿Y los que vienen a zurrarte son también guardias, de esos con mono azul y botas?
—No. Van de paisano, con traje. Actúan también en el exterior.
—¿Podremos con ellos?, quiero decir, ¿son tíos gansos, y tal?
—Están en forma, son duros y saben pelear.
«Gorilas contra hienas», pensé.
—Ya: uno de ésos me hizo una exhibición —me señalé la sien.
—¿Una farola?
—Una patada.
—Muy bien dada...
—Si tengo oportunidad ya felicitaré al autor.
—Tampoco creas que dejarte a ti fuera de combate tiene mucho mérito. Eres como una morsa: mucha masa y poca movilidad.
—Ah, sí: pues has de saber que esta morsa tiene sus recursos.
—¿Emborrachar al contrincante?... Oye, qué tal si en vez de perder el tiempo en delicadezas nos concentramos en urdir una estrategia mínima.
—Muy bien: tú le arreas el primer guantazo al que se te acerque, y yo salgo de detrás de la cortina y le sacudo al otro.
—¿Y quién nos garantiza que no sea él el que te sacuda a ti? Hace falta mucho nervio para tumbar a un tipo de esos sin darle tiempo a sacar la pistola.
—Tú ocúpate del tuyo. Finge que apenas puedes hablar y deja que acerque el oído a tu boca. Cuando lo tengas a tiro le das un mazazo y yo salgo inmediatamente de la cortina a por el otro. Espero que no tengas Síndrome de Estocolmo...
—Déjate de tonterías y procura que no te vuelvan a sorprender con una patada de principiante. Cúbrete al menos la cabeza, y los genitales..., así, ¿ves? Evita que te desequilibren; presenta el perfil, las piernas abiertas, bascula un poco; ¿a ver? —me punzó con el índice en el ombligo—, bueno, si te dan ahí saldrán rebotados, lo que no sé es qué poder ofensivo puedes oponer.
—No te preocupes, de pequeño me caí en un caldero. Lo peor es que con el jaleo igual se entera el guardia de arriba.
—Está acostumbrado a que haya jaleo aquí abajo... Prueba a meterte detrás de la cortina, a ver si se te ve.
Probé. Oculto tras el telón de plástico gris y opaco había un retrete rebozado con mierda humana de varias generaciones.
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, dando ahora botecitos cortos, avisó que se me veían mucho los pies. Corregí la posición, dio el visto bueno y salí de allí enseguida: casi olía mejor mi Estupendo Hermano que aquel rincón.
—¿Tienes alguna idea de cuánto pueden tardar?
—Últimamente se pasan por aquí dos o tres veces diarias. La última vez ha sido esta mañana, debe de hacer tres o cuatro horas, he perdido un poco la noción del tiempo dormitando.
—¿Y cómo sabes que era por la mañana?
—Por la mañana les huele el aliento a café con leche. Por la tarde a cerveza.
—No está mal para tener el narizo hecho fosfatina...
El tío seguía saltando.
—Ahora casi no me pegan. Llegan, me interrogan de mala gana, me dan a probar un poco de comida, un sorbito de agua y se van.
—¿Y qué demonios esperan que les digas?