Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (40 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
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—No vais a salir de aquí. Y vais a pagar caro lo que me hagáis —dijo el tío, ahora con una lagrimilla que le resbalaba por la nariz, pero sin perder el tono de desplante.

The First
mantuvo en cambio sus modales de pijo:

—No es eso lo que te he preguntado. Las dificultades que tengamos que sortear para salir constituyen el tema principal de las próximas preguntas, de momento estamos aún en la primera, ¿te acuerdas?: dónde está la salida: dón-de.

—Je..., ¿qué quieres, que te haga un plano? Tampoco os serviría de mucho.

Para estar atado de pies y manos y amenazado con un cepillo de dientes infantil, la verdad es que el tipo aguantaba. Y
The First
estaba empezando a perder puntos: se notó que pasaba a la siguiente pregunta sin que le hubieran respondido aún a la primera:

—¿Hay guardias?

—Claro que hay guardias.

—¿Cuántos?

—Y yo qué sé... Muchos. Y no sólo guardias, también agentes.

—Perdón: ¿alguien podría informarme de qué es un «agente»? —pregunté, alzando el índice.

—Un agente soy yo, idiota —contestó el tío.

Me agaché en busca de uno de los cubiertos que habían salido por los aires con la bandeja de la comida.

—Qué hago —fingí preguntarle a
The First
—, ¿le doy la mierda a cucharaditas o le metemos la cabeza en el váter y que se sirva él mismo?

Contestó otra vez la hiena:

—Haz lo que quieras, idiota, si me dejas vivo me acordaré de ti. Y si no, se acordarán otros.

Con esta clase de gente no hay manera.

—Oye, pedazo de cabrón: no arriesgues mucho porque te suelto un par de hostias que te apabilo, ¿estamos?

The First
había ya renunciado al numerito del cepillo y hacía gesto de querer salir de allí:

—Déjalo, no vale la pena.

—Puede. Pero no se va a librar de comerse también sus calcetines.

—No hay tiempo, vámonos —dijo
The First
, restituyéndole la mordaza original—. Puede llegar el relevo del guardia de arriba en cualquier momento, y éstos llevan ya un buen rato aquí abajo, alguien puede echarlos de menos.

Verdaderamente, que perdiéramos el tiempo era lo que más le convenía a aquel capullo, y el tío era lo suficientemente duro como para aguantar un vapuleo sin soltar prenda. Por otro lado tampoco apetece sacudirle a un fardo humano atado de pies y manos, da como mal rollo, no sé...

Salimos de nuevo hacia la pila de agua.

—Bueno, qué hacemos: ¿subimos directamente y le enseñamos al guardia las pistolas, a ver qué hace? —dije yo, ya metido en acción.

—¿Te acuerdas que te he dicho que a tu idea le fallaba un detalle?

Horror.

—Déjame adivinar... Estamos en un submarino y no podemos escapar hasta que emerja y toque puerto en Macao. ¿Caliente?

—Frío.

—¿Alguna pista, o me lo vas a poner difícil?

—Tienen a tu novia. Está en el piso de arriba. No le han hecho daño, pero la tienen constantemente sedada para que no grite.

—Ya: me han buscado novia sólo para poder secuestrarla... ¿Y es de buena familia?

—No seas idiota, caray, tienen a esa chica con la que andas, una tal Josefina.

—¿La ex de Bonaparte...?

—Tú sabrás: te vieron merodear con ella en mi coche.

Cielo santo: la Fina. Quedé tan estupefacto que tardé varios segundos en reaccionar.

—Pero si ella no tiene nada que ver con todo esto.

—Ya, pero no se han dado cuenta hasta que ya la tenían aquí. Era mejor que capturarte a ti. Ella no llevaba protección, y tú sí.

—¿Y por qué no me lo has dicho enseguida?

—¿Para qué?, ¿para ponerte nervioso antes de tiempo?

—Pues sí: me gusta ponerme nervioso con suficiente antelación, qué pasa. Y me jode mucho esa manía que tienes de guardarte información, ¿te enteras? A ver: ¿cuál es la próxima sorpresa?, ¿llevas puesto un supositorio explosivo?

—¿Quieres, aunque sólo sea por una vez en la vida, comportarte como un adulto responsable? Hay que pensar cómo vamos a salir los tres de aquí.

Estábamos gritando otra vez en susurros.

—Bueno, pues te toca pensar a ti, ya que eres tan listo.

Lo hizo:

—Muy bien: voy a subir y acercarme al guardia fingiendo ser uno de los matones. El alto tiene mi talla y el pelo del mismo color. Hasta el peinado se parece si me hago la raya, y le conozco varias muletillas que no para de repetir. Me puedo tapar fingiendo que el prisionero me ha herido en la cara. Así, ¿ves? Tú te quedas a mitad de las escaleras y me cubres con la pistola en caso de que algo vaya mal. En cualquier caso llevaré la mía escondida apuntando al guardia. Tendré toda la ventaja: puedo darle a un hombre en el brazo a veinte metros de distancia.

—Cómo está la patronal...

En realidad no podía quitarme de la cabeza el asunto de la Fina, pero no había mucho tiempo para recomponer puzzles. La cuestión es que el cepillo de dientes resultó de nuevo muy útil para peinar a
The First
, y a falta de espejo tuve que hacer de peluquero y hasta ajustarle el nudo de la corbata de la hiena. Él, a cambio de mis servicios de
toilette
y
coiffure
, trató de iniciarme en el manejo de una de las pistolas. Fácil: bastaba quitar el seguro en forma de palomilla y, llegado el caso, pulsar el gatillo asegurándose de que el cañón apuntara hacia adelante.

The First
estuvo bien en su papel, me jode reconocerlo: supongo que mi genialidad histriónica tiene un origen genético por parte de Señora Madre (para estas cosas SP es más inocente que un Sugus). La cosa es que, mientras yo me apostaba agachado en los escalones, él subió deprisa, tapándose la cara con el mantelito blanco y refunfuñando maldiciones. Era la primera vez que oía en boca de
The First
expresiones como «hijo de la Gran Puta» o «le voy a dar pol'culo con un abrelatas», que mezcló con sabias toses y carraspeos. «Ese cabrón de mierda me ha jodido la nariz de una patada», aún le escuché decir antes de desaparecer escaleras arriba. Luego dejé ya de entender sus palabras, pero oí que el guardia hablaba también, que movía su silla y caminaba quizá al encuentro de la falsa hiena pateada. Supongo que al estar lo suficientemente cerca debió descubrir la trampa, porque me pareció distinguir un « ¡eh, alto!» seguido de signos de lucha, quejidos, taconazos en el suelo. Entonces terminé de trepar por los escalones y asomé la vista a la planta.

Allí estaba
The First
, hacia el final del pasillo, sujetando el peso inerte del guardia desde atrás.

—¿Ya está? Joder, tío: qué les das...

—Déjate de tonterías y date prisa, hay que atarlo y amordazarlo.

—Chssst: a mí no me chilles que me estreso enseguida. Estoy hasta los cojones de tu carácter podrido.

—Pues en vista de que no apruebas mi actuación, al próximo guardia que se nos ponga delante lo vas a dormir tú, saco de grasa.

—Ya salió el Maestro Lichí... ¿Y quién te ha librado antes del otro, eh?: si no llega a intervenir este saco de grasa te machaca vivo.

—Bonita intervención kamikaze. Te quedan dientes de milagro.

—Pues aun sin dientes seguiría siendo mucho más agradable que tú, don Pijo.

A pesar de la bronca logramos atenazar al guardia antes de que volviera en sí. Esta vez usamos su propio cinturón para atarle las manos, una parte desgarrada de su camisa para los tobillos, la otra para amordazarlo, y añadimos a nuestro botín una porra y otra pistola, además de algo que echaba de menos desde hacía horas: un par de botas de mi número. No es muy cómodo andar con el calzado de otro, pero es mejor que ir en calcetines y resbalar por todas partes.

—¿Bueno, dónde está la Fina?

—No lo sé, en alguna de las habitaciones. Busca tú mientras yo escondo a éste y voy a ver qué encuentro en el botiquín.

Por lo visto había botiquín, y debía de ser la primera de las habitaciones, porque allí se metió
The First
. Yo recorrí el pasillo mirando a través de la mirilla de las puertas. Reconocí la habitación que había ocupado yo por el biombo aún caído. La tercera después de esa estaba ocupada por una Bella Durmiente de rostro conocido. Llevaba una bata blanca que le daba un aire un tanto lúbrico, como el de esas tías disfrazadas de enfermera que anuncian teléfonos eróticos.

Entré en la habitación, me senté en la cama junto a ella y la zarandeé un poco.

—Fina, soy Pablo, ¿me oyes?

Sonrió a ciegas:

—Holaaa, qué tal... Y qué..., qué haces...

Por primera vez en la vida arrinconé del todo mis resabios burgueses y abofetée a una mujer, plas-plas: dos buenas hostias. Puso cara de desagrado. «Voy a llevarte a cuestas, procura colaborar todo lo que puedas», le dije. Me la cargué al hombro estilo Tarzán, pero la Fina pesa como dos Jane y una Chita y me costó un huevo avanzar por el pasillo con la rodilla inutilizada para cumplir su función de bisagra. Llegué a la mesa donde había estado el guardia y allí senté a la Bella Durmiente, apoyada contra la pared.

A todo esto salió
The First
del botiquín. No me gustó nada la mirada que le dedicó a la Fina:

—He encontrado alcohol, algodón, somníferos, analgésicos, jeringuillas, tijeras, un bisturí... Hasta sutura y agujas esterilizadas.

Pensé que quizá mi Estupendo Hermano conocía también a Roger Wilco.

—Oye: no sé tú, pero yo pienso salir de aquí a escape y emborracharme de camino al traumatólogo, así que no veo para qué necesitamos todo eso.

—¿Salir de aquí?

—Salir, sí:
go out...

—Ya.

—¿Qué pasa: más adivinanzas?, ¿por algún sitio se saldrá, no? Tenemos tres pistolas, una porra y un perro de porcelana. Si con todo eso no nos abrimos camino...

—¿Abrirse camino hacia dónde? Tenemos ya a un pequeño ejército buscándote por toda la fortaleza desde que te escapaste, y en cuanto venga el relevo del guardia sabrán además que tu novia y yo hemos escapado también.

—¿«La Fortaleza»?: ¿has dicho «la Fortaleza»?

—La fortaleza, sí. Tenemos que escondernos en algún sitio seguro para planear la salida. Tú casi no puedes andar, yo no puedo pelear y tu novia está como un tronco.

—No es mi novia: es una amiga
stricto sensu
, ¿vale?, y no te quedes ahí mirando: ¿no conoces algún truco chino para despertar a la gente?

Desapareció otra vez en el botiquín y salió con un frasquito blanco. Apestaba a amoníaco. Se lo dio a oler a la Fina.

—Pablo...

—Sí, no te preocupes, estás bajo los efectos de un somnífero. Se te pasará en un rato, pero tienes que esforzarte un poco.

—¿Qué..., qué haces tú aquí?

—Joder, Fina, ¿no lo ves?: rescatarte.

—Y desconchar paredes a rodillazos —apostilló mi Estupendo Hermano, que a lo visto acumulaba un exceso de buen humor y había decidido excretarlo cuanto antes.

La Fina cayó en la cuenta de que estábamos en compañía y se llevó la mano a la boca, impresionada por el trabajo de artesanía que llevaba
The First
en la cara.

Al muy soplagaitas de él no se le ocurrió otra cosa que tomarle la otra mano y besársela.

—Encantado de conocerte. Me llamo Sebastián, Sebastián Miralles. Hermano de Pablo.

—Bueno: digamos que hijo de los mismos padres —puntualicé.

—Mucho gusto, Josefina. He oído hablar mucho de ti.

—¿Mucho?, ¿quién te ha hablado mucho de él?, yo no...

—Oye, tienes la cara hecha una pena...

—No es nada, sólo un poco aparatoso. Me ataron a una silla y estuvieron interrogándome.

—... yo no recuerdo haberte hablado nunca de él..., ¿me oyes?

—Te debe de doler mucho...

—No creas: es cuestión de autocontrol. Una mente entrenada puede reinterpretar incluso el dolor.

—Finaaa, eooo, ¿me oyes?

—Siiiií, qué quieres, pesao, no ves que estoy hablando con tu hermano... Por cierto, estoy muy cabreada contigo: ¿cómo se te ocurre dejarme plantada anoche? Salieron un par de tíos de un coche y me pusieron un pañuelo en la boca...

—¿Así que te dejó plantada?

—Como lo oyes.

—Bueno, no se lo tengas en cuenta: ya sabes que bebe un poco.

—¿Un poco?: yo lo he visto vaciar una botella de vodka en dos horas.

—Bueno ya está bien, ¿no? —Tuve que intervenir—: no es momento de hacer vida social.

The First
dijo que iba a terminar de empaquetar nuestros gachets y me dejó un momento a solas con la princesa rescatada.

—No me habías dicho que tenías un hermano tan apuesto.

«Apuesto»: dijo «apuesto»: no «guapo», ni «guay», ni «chachi»: dijo «apuesto», como en las telenovelas.

—Fina, por favor: si tiene la cara hecha un mapa.

—Bueno, pero tiene buena planta, está cachas. Y además se nota que en condiciones normales debe de ser muy guapo. Y ahora que tú te has buscado compañía..., no te creas que me olvido... Además, encuentro que tiene unos ojos azulones muy sexis.

—Sí: exactamente igual que yo.

—Qué más quisieras... además, te sobran cuarenta kilos —de repente puso esa cara que pone la gente moderna cuando toca temas escabrosos pero no quiere parecer pacata—: Oye, necesito una cosa... ¿No habría por ahí compresas; o tampones, algo...? Me parece que está a punto de venirme la regla.

A la princesa Leía Organa jamás le vendrá la regla en mitad de un rescate, ni a Lady Marian, ni a Helena de Troya; pero a la Fina sí: a la Fina le viene la regla.

—Muy bonito: te gustan los ojos de Mister Sexi pero las compresas se las pides al gordo...

La dejé tirándome insidiosos besitos y me fui hacia donde
The First
terminaba de apañar los fardos. Entré en el botiquín, a ver, pero enseguida comprendí que allí no había nada parecido a compresas o tampones, aunque sí encontré un montón de fundas de almohada en uno de los armarios y pensé que a lo mejor podían servir. Volví con ellas.

—¿Y qué se supone que puedo hacer con una funda de almohada? ¿Una caperuza del Ku Klux Klan?

—Joder, Fina, no sé... ¿Antes de que hubiera Tampax y cosas así las mujeres se arreglaban con paños, no?, tú sabrás lo que hay que hacer...

En fin, supongo que para cuando estuvimos en condiciones de salir de allí debió de haber pasado un buen rato. No sólo hubo que esperar a que la Fina estuviera «presentable», según su propia expresión, sino que convino también adiestrarla en los rudimentos del manejo de armas, tarea que quedó a cargo del Estupendo Instructor
The First
. La pupila, haciendo gala de una capacidad de abstracción impropia de su sexo, pareció entender perfectamente la teoría (por dónde salían las balas y todo lo demás), pero llegada a la fase práctica de empuñar el arma no pudo más que tomarla como si estuviera tocando el tarro de la miel. Un número. La cuestión es que al rato, el extravagante comando formado por el guerrillero cachas con sus dos fundas de almohada por alforjas, Doris Day con su pistola al cinto de la bata, y un Maguila Gorila renqueante y cargado con un fajo de paños higiénicos de recambio, se aventuraba más allá de la puerta de rejas hacia las primeras oscuridades de aquella estructura absurda.

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