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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (21 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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—Si sientes curiosidad…

—¡No!

—Entonces ¿por qué preguntas?

—¡Olvídalo, por favor! Me importa un bledo si eras casto o si pasaban por tu cama todas las campesinas del condado.

—¡Y un cuerno te da lo mismo!

—No practicaba la abstinencia, desde luego.

—¡Te digo que me da igual, coño! —le gritó, tapándose los oídos.

Al segundo siguiente, una energía extraña la invadió de pies a cabeza, y algo etéreo y ardiente la estrechó. El fantasma atrapó sus labios y la besó. Su boca la obligó a abrir la suya, a aceptarlo, a fundirse con él y entregarse de nuevo. Ella sabía que era un espejismo, que no estaba pasando de veras, que Dargo no era sino la imagen de su cuerpo en vida, pero quedó cautiva en aquel vaho caliente, tanto que la abrasaba y extendía el calor a cada molécula de su cuerpo, haciendo que lo deseara de un modo irracional. Y aunque su cerebro le decía a gritos que se alejara, que él no era humano, que a nada podía llegar junto a aquel ser de fantasía, una fuerza ingobernable la dominaba y la sometía. Inerme, ella se encontró en el suelo, con la blusa desabotonada. ¿Podía un fantasma resultar tan real? ¿Hasta ese punto? Las manos callosas acariciaban su cintura, su vientre, subían hacia sus pechos. Contempló, en su rostro de espectro, tan atractivo que su gesto huraño le arrancó un gemido, su ceño fruncido, sus ojos almendrados y verdes, brillantes por una furia que ella misma parecía haber desatado.

De un zarpazo, Dargo arrancó el liviano sujetador y se lanzó como un demente para tomar en su boca los brotes encrespados de sus pechos. Ella se abandonó sin remilgos y levantó las caderas hacia él, atraídas por la virilidad inflamada junto a su muslo derecho. Luego, ya nada importó.

Ni siquiera las advertencias de su conciencia que la instaban a alejarse y acabar de una vez por todas con aquella locura. Importaba sólo el poder que Dargo ejercía sobre ella, su magnetismo, su arrolladora masculinidad, que la transformaba en una criatura débil, femenina y entregada a una fuerza superior, una fuerza que había burlado a la muerte y a los siglos. A pesar de ello, se resistió aún por un instante, pero el fuego de Dargo la sometió. Sus dedos, hábiles como anguilas, se deslizaron bajo la cinturilla del pantalón y ella se prestó a facilitarle la labor de quitárselos.

—Odio esta prenda —le oyó decir mientras sus manos exploraban entre los muslos, arrancando la suave tela que custodiaba su santuario.

Cristina estiró las manos para agarrar mechones del cabello oscuro de Dargo cuando él escondió la cabeza entre sus muslos. No encontró nada. No tocó nada, y eso la llevó casi hasta la locura. Deseaba tocarlo. Necesitaba tocarlo. Necesitaba su cuerpo como algo tangible en lugar de abarcar la nada. Pero pudo más su boca buscando, encontrando, haciéndose dueña de su fuente íntima, ávida de caricias, aunque no pudiera abrazarlo.

Dargo le hizo el amor de un modo feroz. Como un sediento, bebió en sus jugos, succionó, mordisqueó y besó desde el pubis hasta el vientre. Cuando la lengua caliente jugueteó con su ombligo, Cris gimió de deseo. Aquellas manos masculinas parecían estar en todas partes a la vez, sin darle cuartel, sin dejarla tomar un respiro. Ella recibió el miembro entre sus piernas, se abrió más, gimió más, en una espera acuciante. Dargo la penetró de una sola embestida aferrándole las nalgas y aupando su pubis.

La unión fue salvaje, un aquelarre obsceno, una danza lujuriosa cuyo paso final era el éxtasis.

Cristina casi se desmayó al alcanzar el orgasmo y sonrió cuando oyó el sofocado gruñido de Dargo en su propio placer, como un acorde compartido.

Exhausta, como una muñeca rota, extendió los brazos hacia arriba y abrió los ojos. Los de Dargo refulgían como los de un gato. No halló en ellos, sin embargo, la dulzura de la vez anterior, sino un rictus amargo en su boca.

—¿Qué…?

El fantasma se incorporó. Desnudo. ¿Cuándo se había desnudado sin que ella se enterase? Espléndido como un dios pagano. Cada músculo bañado en sudor, cada movimiento para ajustarse las calzas y la camisa componían una auténtica sinfonía. Cris no recordaba a nadie tan perfecto como aquel hombre, a pesar de las cicatrices que le surcaban el pecho, recuerdos de batallas ya muy lejanas. Imposible creer que realmente fuera humo, un reflejo, una ilusión, cuando ella lo tenía allí mismo, erguido y furioso.

—Lo lamento,
acushla
. No tengo derecho. Lo siento de veras, no volverá a ocurrir.

Capítulo
17

L
uego, inspiró tres veces, con los párpados cerrados, la cabeza hacia atrás, su larga y negra cabellera cayéndole sobre los hombros como seda brillante. Después, desapareció.

Y ella desahogó su frustración a voz en grito hasta que la garganta le dolió y el llanto contenido se derramó, libre.

Aquella noche pretextó un poco de jaqueca y se disculpó con Parnell por no bajar a cenar, a través de Miriam, que la dejó a solas en su habitación, con algo de lástima.

Mientras escribía en el diario, el móvil sonó en repetidas ocasiones y la pantallita le mostró el nombre de Óscar, pero ella no contestó. Como una sonámbula, ignoraba el aparato que la unía al mundo real y que ahora le estorbaba. El móvil le recordaba que ella no pertenecía a Killmarnock, que vivía en otro siglo, en otro mundo. Que lo que estaba sucediendo, lo que ella estaba dejando que sucediera, era cosa de locos. Antes nunca se perdía en fantasías, pero ahora se hallaba totalmente inmersa en un mundo imaginario, deseando poder viajar en el tiempo, trasladarse al siglo XVI, encontrarse con Dargo cuando vivía. Poder besarlo, abrazarlo, libar su carne caliente y salada por el sudor. ¡Sentirlo vivo! ¡Vivo! Y salvarlo del destino atroz que lo aguardaba.

A cada momento que pasaba, sentada en el suelo, en un rincón de la alcoba que le perteneciera a él, abrazándose las piernas para no perder la noción de su propio yo, tomaba más conciencia de que el destino la había llevado hasta el castillo de Killmarnock por un motivo bien definido. Ella era la llave que lo liberaría del estigma de una maldición sin precedentes. Lo salvaría. Dargo no podía seguir vagando entre aquellos oscuros y fríos muros, no podía enamorarse de ella. Y lo que era más importante, ella no debía enamorarse de un espectro.

Pero ¿qué dices? ¡Ya estás enamorada, idiota!

Ahuyentó aquel pensamiento insano y se aferró otra vez al recurso del llanto, tabla de su frustración, hasta apreciar su sabor salado en los labios. ¿Por qué negarlo? Se había enamorado de Dargo, de un hombre nacido quinientos años atrás, que no existía realmente, que aparecía y desaparecía a su antojo, condenado para siempre. Acabaría por volverse loca si no se lo contaba a alguien. Pero ¿qué iba a contar? ¿A quién contárselo? La única persona que podía entenderlo era Miriam Kells, y Cris no deseaba cargar sobre las espaldas de la buena irlandesa aquel barullo. Aunque estaba segura de que Miriam sospechaba algo. Probablemente no lo que estaba sucediendo, pero algo sospechaba. Y en cuanto a Alba… Si se le ocurría llamarla e insinuarle siquiera lo que le estaba pasando, aquella bendita loca se presentaría en Killmarnock en un abrir y cerrar de ojos, poniéndolo todo patas arriba.

El móvil volvió a sonar. La melodía del Adagio se le hizo insoportable y ella cogió el teléfono con brusquedad.

—Sí —respondió, un poco cortante.

Al otro lado, Óscar hablaba deprisa, excitado, diciendo que le había preocupado que no contestara y preguntaba qué estaba pasando.

En el exterior, la tormenta estalló de repente y la lluvia torrencial azotó las cristaleras. Un relámpago iluminó la estancia y el trueno rugió como un cañonazo. Como si él se hubiera encolerizado porque ella hablase con otro hombre.

—Cristina… —decía Óscar—. ¡Cristina! ¿Estás ahí?

Ella contempló durante unos segundos el aparato en su mano derecha, tomó aliento y se lo aplicó de nuevo al oído.

—Estoy aquí.

—¿Qué mierda pasa? Te está sucediendo algo raro, lo presiento. Quiero que vuelvas a Madrid. ¿Me oyes? ¡Vuelve de una jodida vez!

Debía de estar muy preocupado, porque Óscar Rivera de Montoya III jamás soltaba un taco, aunque le estuvieran pisando los testículos. Y ella, por su parte, no aceptaba de buen grado cualquier orden.

—No voy a volver. Al menos por ahora.

—¿Qué diablos…?

—Escucha, y escucha bien —dijo autoritaria, enjugándose las lágrimas—. Tengo que acabar un trabajo y en ello estoy. Y no volveré hasta haberlo finalizado, ¿entiendes?

—¡Manda ese trabajo al infierno! —bramó Óscar—. Por todos los cielos, cariño, no te hace falta, sabes que puedo mantenerte. Queda poco tiempo para la boda, hay miles de cosas que preparar y… Cristina, tesoro, no te veo bien. Es como si… como si te estuvieras alejando. Cada vez que te llamo te noto más distante. ¿Qué pasa?

Eso de «poder mantenerla» la sacó de sus casillas. Estuvo a punto de colgar, pero se contuvo. Lo peor era que Óscar no lo decía con mala intención. Es que era así de memo, el pobre. «Y sí, es cierto —pensó—. Me estoy alejando. ¡Ay! ¡Si tú supieras cuánto…! Estoy retrocediendo en el tiempo, hasta el siglo XVI, en los brazos de un fantasma por el que estoy perdidamente chiflada.»

—Tengo un montón de asuntos pendientes, Óscar. Lo lamento. Siento dejarte en la estacada, pero vamos a tener que cancelar la boda.

—¡¿Cancelar la boda?! —Al otro lado no se hablaba, se vociferaba—. ¿Te has vuelto loca?

—No lo sé —gimió.

Se hizo el silencio. Cristina sólo oía la agitada respiración de Óscar. Lo conocía lo suficiente como para saber que estaba buscando argumentos para convencerla y que no los encontraba. Escuchó:

—Cariño…


Acushla…
—Como por arte de magia, se duplicó en sus oídos la voz de Dargo, el hombre que no podría conseguir, con el que no podría casarse ni formar una familia.

—Cariño… —Volvía a ser Óscar, el humano, el de verdad, con el que sí podía casarse y tener hijos—. Cristina, por favor, escucha: nuestras familias cuentan con esa boda. —No, rectificó ella en su fuero interno. Hablaba el hombre con el que otros habían planeado casarla—. ¿Me escuchas? ¿Sigues ahí?

Cris se puso de pie. Le dolía todo el cuerpo. Se acercó hasta la ventana y, apoyada en el muro, miró al exterior. Los relámpagos se sucedían con una frecuencia inusitada, alternándose con truenos ensordecedores. Abajo, en el jardín, identificó una sombra. Pegó su cara al cristal, y su corazón se paró por un instante. Desde la distancia, Dargo también miraba. El verde de sus pupilas semejaba un faro que lo barría todo a través de la cortina de lluvia. Estaba apostado junto a un árbol, chorreando agua como cualquier mortal.

La furia lo materializaba, y en esos momentos ella lo vio más terrible que nunca.

—Óscar, esto se ha terminado —dijo al teléfono—. No es culpa tuya, puedes echármela toda a mí y disculparme con tu familia. Se ha terminado.

—Pero no puedes… —Un largo silencio—. ¿Estás segura?

—Puedo —replicó tajante—. Y sí, Óscar, estoy segura. Más segura de lo que nunca he estado en mi vida.

Pulsó el botón para cortar.

Le costó trabajo respirar. Notaba una opresión en el pecho y la garganta, una sensación aterradora que martilleaba su cerebro: acababa de cerrar definitivamente la puerta que la unía al siglo XXI para lanzarse de cabeza hacia el pasado, donde esperaba guiar a un fantasma al encuentro de la paz eterna.

Capítulo
18

L
a carpeta estaba tan enmohecida que se deshacía. El cuero con que la confeccionaran conservaba, sin embargo, un tacto suave. Durante un largo momento la miró detenidamente, sin atreverse a abrirla, preguntándose qué encontraría dentro. En el fondo, no quería hurgar en un pasado que no correspondía por entero a la familia Killmar, pero le había llamado la atención aquella mañana en el desván, cuando la encontró bajo una pila de libros carcomidos y polvorientos. ¿Qué podía hallar allí? ¿Qué buscaba, en realidad?

—Puede que sólo sean facturas.

Sabes que no lo son. Presientes que no lo son.

A pesar del tiempo desapacible, había preferido salir al jardín para ojear el contenido, de modo que buscó un asiento junto a un frondoso boj y, subiéndose el cuello del abrigo, se acomodó.

Desanudó las cintas rojas que ceñían la carpeta y se encontró una primera hoja amarillenta, carcomida en los extremos, pero aún legible. Parpadeó repetidas veces porque a primera vista no comprendió lo que decía el texto. Estaba escrito en un inglés antiguo. Al fijarse con detenimiento en algunas frases, le parecieron poemas. Poemas compuestos hacía largo tiempo. Con mucha paciencia, consiguió traducir:

Desciendo a las profundidades del Averno,

me alimento de cólera y de odio,

me abrigo con piel de intransigencia,

y duermo sobre espinas de rencor.

Es tal la furia que desata mi alma,

que me ahogo en vaharadas de injusticia.

Mi mundo es cueva negra,

mis nubes, de tormenta,

mi agua, hiel.

Quisiera ver el mundo destruido,

cabalgar sobre ruinas,

beber sangre…

Faltaba un trozo de página y no podía leerse más que la firma:
Dargo Alasdair Killmar. 1711.

A Cristina se le heló la sangre. Cerró la carpeta de golpe, aspirando bocanadas de aire frío y asimilando el dolor de aquel escrito. Alcanzó a comprender la desesperación de Dargo en esas pocas líneas, y una sensación de afinidad la acercó aún más a él. Lo había escrito casi doscientos años después de morir, tras verse obligado a vagar como un fantasma por el castillo, sin alcanzar la paz. Era tal el odio contenido en aquellas letras de tinta borrosa que se adueñó de su pecho esa misma ira. Detractó a Augustus Killmar por haber condenado a su hijo al sufrimiento eterno, e injurió a Dios por consentirlo.

Hacía dos días que Dargo no había vuelto a materializarse. Y ella decidió bajar de nuevo a la cripta. No estaba segura de qué la impulsaba, pero una fuerza desconocida parecía empujarla a investigar más acerca de su vida… y su muerte.

Abrir la puerta no le resultó complicado aquella vez. Después de hablar con Miriam, le habían facilitado una llave. Tomó uno de los candelabros de la capilla y descendió los escalones, lo dejó a un lado y se sentó en el sarcófago de piedra de Dargo Killmar. La imagen que lo representaba yacente, engalanado con cota de malla y capa, su escudo y su espada, estaba desgastada por el paso del tiempo, con aristas quebradas en alguna esquina. Pero era su rostro, no cabía duda. Un rostro con fuerza, hermoso… y muerto.

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