Lo que dure la eternidad (16 page)

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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Lo que dure la eternidad
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¡Lástima de tu mejor traje de chaqueta!

—Lord Killmar no se encuentra en condiciones de recibir visitas, señorita.

—Trabajo para él.

—Aun así, lo siento, lord…

—¿Señorita Ríos? —La voz cascada de Lian Watford las interrumpió. Cristina estrechó la mano que él le tendía con una media sonrisa—. ¿Qué hace usted por aquí?

—He venido a hacer algunos recados a la ciudad y he pensado que…

—Le agradezco su visita en nombre del señor Killmar, por supuesto. No hay problema, señorita McPerson. —Dedicó una leve inclinación de cabeza a la cacatúa de la recepción—. Es amiga mía.

La cacatúa asintió estiradamente y volvió a su ordenador. Watford tomó a Cristina del codo para llevársela por un pasillo nada aséptico, de paredes tapizadas en color crema y jalonada cada pocos metros de pequeñas columnas sobre las que reposaban jarrones de los que colgaban plantas y despuntaban flores.

—Estoy por mudarme a la clínica y olvidarme de las tasaciones.

Watford soltó una carcajada en señal de que apreciaba su sentido del humor y le apretó con más fuerza el codo.

—Los pacientes de este centro gustan de rodearse de lo mejor.

—No me cabe duda. ¿Cómo se encuentra lord Killmar? La señora Kells me dijo que el accidente había sido muy aparatoso.

El gesto risueño del señor Watford se esfumó. La miró con ojillos cansados.

—Los médicos temen que no despierte. Milagrosamente no ha sufrido apenas heridas en el cuerpo, unos cuantos cardenales a lo sumo, pero se golpeó la cabeza cuando el coche se precipitó por el acantilado.

—Lo lamento.

Lian Watford se detuvo delante de una puerta de madera lacada que tenía a la derecha una placa que rezaba «suite Cork».

—Según he sabido, tuvo usted ocasión de conocer al señor Killmar en el castillo. —Ella asintió en silencio—. Me telefoneó antes de salir hacia Dublín. Lamento decirle que no le causó usted buena impresión.

—Lo sé.

—Bien —dijo él, encogiéndose de hombros—, imagino que la misma que él le causó a usted. —Levantó la mano al ver que ella iba a replicar—. No diga nada, no es necesario. Lo conozco desde que nació. Yo trabajaba ya para su padre. No es un hombre sociable, aunque en realidad, y no pretendo salir en su defensa, no toda la culpa es suya. Demasiados mimos y demasiados caprichos desde la niñez. Lo ha tenido todo y creció con la idea de que el mundo le pertenecía. El viejo lord lo dejó en manos de tutores cuando murió su esposa, lady Margaret. Nadie se atrevió a contravenir los deseos del pequeño tirano, y eso moldeó a un déspota auténtico al que nadie soporta y a quien sus subordinados no les importaría ver desaparecer. Parece que el destino va a obsequiarlos con ello.

—¿Tan mal se encuentra?

—Ya le digo que los médicos creen que no saldrá del coma. Su cerebro parece dañado de forma… extraordinaria. No presenta heridas, no sufrió hemorragias, ni siquiera las tomografías han aclarado lo que le pasa… Es un caso muy extraño.

Watford y Cristina entraron en una habitación de unos sesenta metros cuadrados. Era la típica cama de hospital, y en ella yacía Kevin Killmar, postrado y conectado a un montón de tubos, cables y monitores, pero aquella habitación podría haber sido la suite de un hotel. El suelo era de baldosas blancas y negras, las paredes estaban forradas de tela granate y decoradas con cuadros de paisajes marinos. Había un saloncito a la derecha, con un sofá de tres cuerpos y otro de dos, tapizados en color salmón, y una mesa de cristal sobre la que se apilaban varias revistas y libros y en cuya esquina reposaba una copia perfecta de una efigie pequeña de Tutmosis II. A Cristina la pieza le pareció demasiado opulenta, aunque era inevitable el olor a medicinas. Se obligó a acercarse a la cama del enfermo.

Lo vio y el corazón le brincó en el pecho. Retrocedió un paso y el pulso se le disparó.

—Dargo…

—Cualquiera diría que está apaciblemente dormido —comentó Watford, que al parecer no la había oído—. Hoy mismo van a hacerle otro TAC. Habrá que esperar resultados.

A Cris le faltaba el aire. Quien estaba postrado en aquel hospital era realmente Killmar, aquel ser desagradable, altanero, engreído y odioso que ella había tenido la desgracia de conocer en el castillo.

—¿Tiene algún familiar? —preguntó con un hilo de voz.

—Lady Margaret murió cuando él era un niño, y su padre hace ya años.

—¿Primos? ¿Alguien más?

—No, señorita. Si hubiera alguien cercano, le aseguro que ya estaría aquí. Los únicos parientes viven en Australia —añadió, confirmando la información de Miriam—. La noticia del accidente se ha publicado en los periódicos más influyentes. La fortuna Killmar es tan jugosa como para que hubieran surgido herederos hasta de debajo de las ruinas de Donegal. Por cierto, ¿le sobra un poco de tiempo para que tomemos algo? —preguntó, cambiando repentinamente de tema.

—¿Aquí?

—Claro. Aquí mismo. Le aseguro que el restaurante hace honor al resto de la clínica.

—Me encantará acompañarle —asintió Cristina—. Y espero que les quede un buen whisky.

—El mejor, sin duda. ¿Por qué lo dice?

—Me parece que últimamente le he tomado demasiado el gusto —musitó Cristina mientras abandonaba la habitación.

El viaje de vuelta a Killmarnock fue como un regreso a un pasado lejano. Pero no. Aquello había sucedido el día anterior. Apenas se fijó en la carretera y condujo con la mente muy lejos de los coches que la adelantaban o con los que se cruzaba. Fue un verdadero milagro que no sufriera un accidente. Recordó el exquisito almuerzo con que la obsequiara Lian Watford y que se convirtió en un bolo pesado en su estómago, que no acababa de digerirlo. Se registró en el primer hotel que encontró en el camino y, una vez que hubo bajado la comida, salió a la calle. Paseó sin rumbo, aturdida, tratando de asimilar un fenómeno que le resultaba incomprensible, que se le escapaba. Ni se le pasó por la cabeza ir de compras, cosa que habría hecho encantada de haber estado en su salsa. En cambio, visitó un típico pub irlandés y volvió a ponerse de whisky hasta las orejas. Cuando salió del establecimiento, donde un grupo de ruidosos jóvenes la aturdieron cantando a grito pelado, no sabía dónde se encontraba. Por fortuna, tenía a mano una tarjeta del hotel y pudo tomar un taxi que la dejó en la puerta minutos después. Las luces de neón, de los semáforos y de los anuncios publicitarios acabaron de marearla mientras ella miraba como una idiota por la ventanilla del coche y asentía a cuanto el taxista decía, sin tener ni puñetera idea de lo que estaba contándole.

Ya en la habitación se dejó caer sobre la cama como un fardo, sin siquiera desvestirse. Lo último que pensó mientras todo le daba vueltas fue que acabaría en Alcohólicos Anónimos si seguía por ese camino. Luego se durmió.

Tan pronto como llegó al castillo, Miriam le salió al paso y ella hizo un gesto vago con la mano.

—Mañana, por favor, señora Kells.

Eran casi las doce de la noche.

La hora de las brujas, pensó.

Y la de los fantasmas.

Notando que le temblaban las manos, subió a su habitación, cerró la puerta, la atrancó con el respaldo de una silla y se apoyó en ella. Ni siquiera se atrevió a accionar el interruptor de la luz. Las farolas del jardín lanzaban suaves destellos que alcanzaban su cuarto y lo iluminaban lo suficiente para que pudiese apreciar el contorno de los muebles. Sintió miedo. Pavor. No estaba segura de atreverse a hacer lo que tenía pensado y estuvo en un tris de salir a escape de allí. Un sudor frío empapó su nuca y su espalda, pegándole la ropa al cuerpo. A pesar de todo dio un paso al frente, separándose de la puerta y escrutando cada rincón y llamó:

—Dargo.

Apenas oyó su propia voz invocar al fantasma. Sin embargo, se mordía los labios para no echarse a reír de forma descontrolada e histérica. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué estaba haciendo? No estaba como una cabra, no, ¡estaba como un rebaño completo!

Pasaron un par de largos minutos y Cristina seguía sin ser capaz de moverse. Simplemente, sus piernas no respondían. Esperaba. Pero ¿qué? ¿Una aparición?

—Quiero verte —pidió.

Silencio. Ni en un camposanto, de noche, se habría palpado un silencio tan espeso.

El terror mismo la encolerizó. No se amedrentaba tan fácilmente ante nada ni ante nadie, y encontrarse temblando mientras esperaba aún no sabía bien qué la hizo rebelarse en su fuero interno. ¡Si sería idiota! Cualquiera que la hubiera visto en ese momento pensaría que se había vuelto definitivamente majareta.

—¡Maldito seas, cabrón! —acabó por gritar, adelantándose hasta la cama y girando sobre sí misma para atisbar cada rincón, con los brazos extendidos y los dedos crispados, como el que aguarda un ataque—. ¡Si tienes huevos, muéstrate de una vez!

Un siseo. ¿Oyó realmente un siseo o fue cosa de su imaginación?

Y justamente delante de ella, a escasos dos metros, comenzó a formarse una figura humana. Cristina retrocedió. Perdió de súbito todo el coraje de que había hecho gala instantes antes. Chocó con el arcón y a punto estuvo de rodar por el suelo.

Parecía hecho de humo. Como el negativo de una fotografía. Pero, poco a poco, mientras ella trataba de asimilar lo que ocurría y notaba que el cuerpo se le estremecía, aquella fantasmagórica aparición fue cobrando forma definida. Lo primero que vio con más claridad fueron los ojos, dos ojos furiosos y esmeralda, penetrantes, fríos. Después el rostro fue definiéndose más y más, como el resto del cuerpo.

—Dios…

Era él. El mismo hombre, o fantasma, o ser infernal que había visto antes. Idéntico al hombre ingresado en la clínica salvo por su vestimenta y el cabello más largo. Y parecía contrariado. ¿Los muertos se enfadaban si se les invocaba?


Acushla
, en mis tiempos ya te habrían arrancado la lengua.

Cristina sintió un vahído ante aquella voz grave y envolvente, y un hormigueo le llegó hasta el vientre. Retrocedió un poco más. Los ojos se le salían de las órbitas. Aquello la sobrepasaba. Ella nunca creyó en apariciones, pero lo que se había materializado allí mismo era tan real… Se pellizcó para asegurarse de que estaba despierta y en voz baja se quejó del dolor en el brazo.

—¿Convencida? —sonrió él.

No daba crédito. ¿De verdad le hablaba? Por fuerza debía de tratarse de un truco. Era imposible que…

—No tengo nada importante que hacer —volvió a decir Dargo—, de modo que podemos estar toda la noche mirándonos como dos pasmados. Te aseguro que no me importa lo más mínimo. Eres una cosita encantadora. Durante casi quinientos años no me he encontrado con nada tan exquisito.

Cristina buscó algo que le sirviera de asiento. Se sentó sobre el arcón. ¡Joder, encima el tío regalaba requiebros!

¡Aquello era el colmo! Si volvía a oírle decir que era una cosita encantadora, hasta olvidaría que era un espectro y se lanzaría a sus brazos.

Las piernas le temblaban tanto que no era capaz de moverse. Ni siquiera habría podido echar a correr aun en el caso de que aquella aparición la hubiera atacado. Cerró los ojos con fuerza por un momento esperando que la visión desapareciera y volvió a abrirlos luego, lentamente. Cuando lo hizo, Dargo se encontraba apoyado en uno de los postes de la amplia cama. Tenía los brazos cruzados sobre el poderoso pecho y sonreía como un condenado.

—¿Qui… quién eres? —tartamudeó ella.

—Qué pregunta tan tonta. Lo sabes muy bien.

Ella sacudió la cabeza.

—Los fantasmas no existen.

—Si tú lo dices…

—Cu… cuando uno se mu… muere, se muere.

—¿De veras?

—¡No hay nada después! —gritó Cris, acercándose a él sin darse cuenta, presa de un arrebato de furia.

Dargo perdió la sonrisa y se quedó mirándola muy serio. Desde donde se encontraba podía oler el perfume de Cristina, oír el sonido de su cabello al rozarle el cuello, casi saborear el sudor del miedo que humedecía su piel. Se materializaba más, tanto que tenía el cuerpo casi tan denso como ella. Sintió de nuevo el ansia de tocarla, estrecharla entre sus brazos y demostrarle que él sí existía. Sabía que si se movía, si trataba de acercarse, ella saldría despavorida de allí, aunque tuviera que lanzarse por la ventana. Apretó los puños y se obligó a permanecer donde estaba.

—Cristina. —A ella su nombre en labios del espectro le sonó a canto celestial—. No puedo explicar lo que me sucede. No puedo explicar el motivo por el que mi cuerpo se evapora o se materializa. Sólo sé que sigo aquí, que no estoy ni en un mundo ni en el otro. Ni vivo ni muerto.

Ella rompió a llorar mansamente. Su cuerpo pareció relajarse de pronto, como si todos sus huesos se hubieran convertido en gelatina. Se dejó caer al suelo y allí encogió las piernas, las rodeó con sus brazos y hundió la cara en ellos. Dargo dio un paso hacia aquella preciosidad que se convulsionaba entre sollozos, pero se detuvo, forzándose a reprimirse. Oírla llorar le hacía daño. Un daño casi físico, como si le estuvieran clavando cuchillos. Pero no podía hacer nada para calmarla, aunque lo deseaba tanto como salvar su alma.

—Cristina…

Ella lo miró. Sus ojos, brillantes como dos luceros, seguían arrasados en lágrimas que le resbalaban hasta los labios. Dargo deseó beber de aquellas lágrimas, besar sus mejillas, calmar su miedo, envolverla en sus brazos. Llevarla a la cama y hacerle el amor rabiosamente. Pero sobre todo, quería que dejara de llorar.

—No puedes existir —dijo ella entre hipidos—. No es lógico, ni científico, ni natural que existas.
Quia pulvis es, et in pulverem reverteris
, se dice en los oficios. Los muertos se convierten en polvo y el polvo desaparece.

—La ciencia no ha conseguido explicar aún muchas cosas.

—Los zombis son cosa de las películas —insistió ella con voz de niña.

—Yo no he dicho que fuese un zombi.

—¡Por todos los infiernos! —Cristina se levantó de golpe y avanzó como un ciclón, como si fuera a agredirlo—. ¿Qué mierda eres entonces? ¿Estás muerto? ¿Estás vivo? ¿Estás…? ¿Cómo coño estás? —explotó.

Dargo se sonrió con tristeza y se encogió de hombros.

—Supongo que a medio camino entre una cosa y la otra, ya te lo he dicho.

—Y ¿por qué yo? ¿Por qué jodida circunstancia tienes que mostrarte a mí?

—Me atraes.

Cristina abrió los ojos como platos y se quedó mirando aquel rostro tostado y hermosamente masculino, aquellos ojos fulgurantes, aquellos labios carnosos. Abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Qué podía decir? ¿Le atraía? Comenzó a reír de repente. ¡Por el alma de Judas, ahora resultaba que le gustaba a un condenado fantasma!

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