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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (13 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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Dargo se rió con ganas.

—¡Mi señora! La furia os hace parecer una amazona. Os aseguro que nunca, durante estos siglos, he conocido a ninguna otra dama que gane en hermosura a medida que se enfada.

Cristina lo escuchó con atención y lo miró más detenidamente aunque, por alguna razón, no conseguía verle la cara. Era idiota. Del todo. ¡Definitivamente, aquel hombre era un idiota al cuadrado!

Y atractivo como un demonio
, le dijo aquella vocecita.

Alto.

Altísimo
, la rectificó la voz.

De hombros anchos.

No seas ingrata, nena, jamás has visto hombros como éstos
, volvió a interferir su otro yo.

Desde luego, el hombre no tenía mal aspecto, admitió, aunque seguía sin verle la cara, y entre las sombras sólo alcanzaba a apreciar un mentón fuerte.

¡Por Dios crucificado, hija, es un verdadero Adonis!
, insistió la vocecilla, que empezaba a enfadarla de veras.

¡De acuerdo, condenada seas, lo es!, admitió Cristina por fin. Tenía el pelo como la noche, lustroso, largo, y le llegaba seguramente a la mitad de la espalda. Sus ojos, curiosamente lo único que ella podía ver con claridad, eran dos esmeraldas brillantes en la negrura… —se fijó detenidamente en ellos—; su pecho, medio descubierto bajo aquella camisa amplia y abierta, presentaba el sombreado de un vello oscuro sobre la piel dorada, y a pesar de la amplitud de las mangas, se adivinaban unos brazos fuertes. Cintura estrecha, piernas robustas, enfundadas en aquellos… ¿pantalones? estrechos y negros, ceñidos como una segunda piel.

Es un ejemplar único, chica. ¡Un tipo para llevárselo a la cama!

—¿He pasado la inspección? —preguntó Dargo, con un deje de arrogancia.

Cristina parpadeó, recobrando la cordura. Pero ¿qué hacía allí, casi a medianoche, en su habitación, con un desconocido? Su enfado regresó de repente.

—¡No sea fatuo, hombre! —espetó—. Sólo quiero quedarme bien con su fisonomía para describírsela a la señora Kells y que le ponga de patitas en la calle. Salga de una vez para que pueda verle bien la cara.

La risa masculina le pareció agradable y tranquilizadora.

—Os aseguro que os va a resultar un poco difícil conseguir que me despidan.

—¿Eso piensa? —resopló ella, totalmente colérica ya, notando muy a su pesar que aquella voz le producía cosquillas en el vientre. Caminó con determinación hasta la puerta, tiró del picaporte y abrió la boca dispuesta a gritar pidiendo ayuda. No pudo hacerlo. Una mano asió su brazo y la desplazó hacia atrás, como si él hubiera estado a su espalda. Ella se volvió con coraje—. ¡Ni se atreva a tocarme!

El intruso, sin embargo, seguía estando al otro lado de la estancia, y a Cris un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Cómo diablos…? Regresó a ella la sensación horrible de encontrarse en presencia de una incógnita.

Dargo también experimentaba sensaciones. Tocarla con el pensamiento le produjo un estremecimiento. Desde su muerte jamás había tocado a otro ser humano, porque su cuerpo pasaba a través de los vivos. Sin embargo, esta vez… La miró muy serio, sin darse cuenta de que sus ojos brillaban más que de costumbre, con un fuego interior. Le faltaba la respiración y notaba que la sangre le corría desbocada por las venas. Inspiró un par de veces para relajarse.

—No hace falta que alarméis a la buena de Miriam, mi señora. Me iré por donde he venido en cuanto dejéis de mirarme.

—¿Qué yo le miro? —gritó Cristina.

Lo estás haciendo, cariño.

—Y deje de hablarme como si estuviésemos en el siglo XVIII.

—Lo siento si no me expreso bien. —Sus ojos destellaron con un amago de risa, y el corazón de Cristina dio un vuelco—. He intentado ponerme al día durante estos siglos, pero debo reconocer que esta forma de hablar, con tantas palabras malsonantes intercaladas en el vocabulario, me resulta difícil.

—¿Durante estos siglos? —preguntó ella, parpadeando con rapidez—. Ya sé. Usted se ha escapado de un manicomio cercano. O es un maldito y desgraciado estúpido, hijo de perra, que me ha tomado por idiota y…

—¿Veis a lo que me refiero, mi señora? De cada tres palabras, una subida de tono. —Hizo chascar la lengua varias veces.

—¡Sólo faltaba que, además, intente enseñarme modales!

—Sin lugar a dudas podría hacerlo. Por ejemplo, esos pantalones que lleváis son demasiado ceñidos. Os dejáis abierta la blusa de modo provocativo. Esas cosas apestosas que os ponéis en la boca y echan humo…

—¡Suficiente! —se enfureció Cristina, señalando la puerta con una mano temblorosa—. ¡Salga ahora mismo de aquí! Mañana aclararé este asunto con la señora Kells.

—Me encuentro muy cómodo en este cuarto —comentó Dargo, divertido por su enojo. Resultaba gratificante que, por fin, alguien le plantase cara sin miedo—. Antes era el mío.

—Antes de que le internaran, supongo. ¡Fuera!

Una sonrisa hermoseó el atractivo rostro del hombre, aunque ella no pudo apreciarlo. Él se le acercó lentamente y Cristina, a su pesar, se vio obligada a retroceder hacia el cuarto de baño. Aunque había salido de las sombras, Cris seguía sin ver su rostro con claridad, como si algo lo velase expresamente. Dargo se detuvo a tres metros, divertido, para evitar que ella se escabullera en el aseo, aterrada.

—¿Me echaríais vos?

La burla hizo erguirse a Cristina y, aunque su voz no sonó demasiado convencida, lo amenazó:

—¡Por supuesto! Y le aseguro que soy capaz de atacarle donde más le duela.

Eso es, femenina ante todo.

Dargo enarcó una ceja, sin entender. La miró intensamente por un instante. Aquella mirada ardiente la hizo desear que él siguiera avanzando y la tomase en sus brazos para luego bes… ¡Por Dios! ¿Qué estaba pensando?

Que te encantaría ser besada por este loco, mujer. Eso es lo que estás pensando. La maldita conciencia de nuevo.

—Sea como queréis. —Su voz ronca le hizo sentir un cosquilleo en la columna vertebral—. Os recomiendo que no digáis nada de esto a la señora Kells, ni a los demás. No sería acertado, creedme. El conde de Killmar os da las buenas noches —dijo, haciendo una reverencia que parecía copiada de una película de Errol Flynn.

En ese mismo instante desapareció. Simplemente se evaporó. Se difuminó. ¡Puf!

Cristina sintió que se mareaba, que todo le daba vueltas, que las paredes se le venían encima y que su corazón se paraba de golpe. Se desmayó por segunda vez en su vida. En esta ocasión, por fortuna, cayó sobre la mullida alfombra.

Capítulo
11

L
a habitación parecía un campo de batalla cuando Miriam llamó y obtuvo el correspondiente permiso.

Abrió los ojos como platos y observó el desorden. No había nada en su lugar. La cama estaba deshecha. Las sábanas y el edredón en el suelo, el colchón patas arriba —se preguntó cómo había podido la joven quitarlo de encima de la cama—, el arcón abierto, y todo cuanto en él había diseminado por el suelo. Las pesadas cortinas estaban descolgadas, las sillas del revés, el armario abierto de par en par y la mesilla separada de la pared. El paso de un huracán no habría causado tantos estragos.

Cristina se encontraba encaramada en el respaldo de uno de los sillones, en tan precario equilibrio, que Miriam temió por ella. ¡Podía caerse y romperse la crisma tan fácilmente! Sin duda buscaba algo entre los apliques de la luz, en forma de antorchas, a juego con el estilo antiguo de la habitación.

Cristina se dirigió a la señora Kells desde su altura, con una expresión colérica.

—¿Dónde está?

Miriam avanzó con cuidado. Si la joven perdía el equilibrio, ella no sería capaz de amortiguar su caída.

—¿Por qué no baja de ahí? —le instó, estirando los brazos como si quisiera ayudarla.

—¿Dónde diablos está?

—¿Qué cosa, señorita?

—¡La maldita cámara! —Cristina olvidó su búsqueda y saltó con la agilidad de un gato. Se limpió las manos en los pantalones, unos vaqueros azules, desgastados y rasgados en las rodillas, que le sentaban maravillosamente—. ¿Dónde está escondida? ¿Es una de las bromas que gasta su jefe, Miriam? ¿O una prueba? Pues déjeme decirle que voy a llamarlo ahora mismo y va a oír lo que pienso exactamente de él. Como broma, lo de la cripta hasta puedo admitir que estuvo bien, me lo merecía por curiosa, pero lo de anoche fue demasiado. ¡Me hizo quedar como una estúpida! Imagino que aún estará riéndose a mi costa. Yo he venido a trabajar, señora Kells, y mi trabajo es muy serio. ¡No tengo intenciones de servir de diversión a un retrógrado esnob hijo de puta, por mucho que pague! —Se sentó en el suelo, a los pies de la cama, como si la perorata la hubiera agotado.

Miriam había palidecido al oír mencionar la cripta, pero trató de no mostrar su asombro. Temía lo peor.

—Si se tranquiliza un poco, querida —sugirió en voz baja, maternal—, acaso pueda contarme qué ha pasado.

Cristina la miró con rabia contenida, pero luego se encogió de hombros y palmeó el suelo, invitando al ama de llaves a acompañarla. Miriam se sentó en el borde del somier.

—¿Está usted segura de poder identificar a cualquier miembro del personal?

—Por supuesto. Todos están bajo mis órdenes.

—Ya se lo describí. Alto. De un metro noventa aproximadamente. Moreno como un demonio. Pelo largo, muy largo. —Entretenida en meter los dedos en el artístico roto de fábrica de la rodilla de su pantalón vaquero, Cristina no pudo ver el rostro de la señora Kells, ni su expresión cada vez más asombrada—. Lleva una especie de pantalón negro. Unas calzas. Camisa blanca y botas altas y negras por encima de la rodilla. Es el mismo hombre que vi la otra vez. Y si no me equivoco, puede que sea el maldito lord Killmar en persona.

Miriam quiso hablar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. ¡Había sucedido! Ahora tenía una prueba más de que no estaba trastornada, de que realmente él habitaba entre los muros de Killmarnock.

—¿Conoce a alguien que sea tan parecido al conde? —insistió Cristina, esperando su respuesta—. ¿O estoy en lo cierto y es él realmente?

—Eso es imposible, señorita. Hace apenas una hora nos ha llegado la noticia. Lord Killmar sufrió un accidente cuando regresaba a Dublín. Su coche se estrelló contra una valla de protección y se precipitó al vacío.

Cristina parpadeó, turbada.

—Lamento su muerte.

—No, no ha muerto. Según el señor Watford se encuentra en coma. Tardaron en encontrarlo porque el automóvil rodó hasta la playa en un paraje poco transitado. Aún se preguntan cómo es que no quedó destrozado, porque el coche estaba hecho un amasijo de hierro y chapa. —Se mordió los labios.

—Vamos, cálmese, Miriam. —Cris le apretó la mano con afecto—. Seguramente se repondrá. Me pareció un hombre fuerte.

—No estoy afectada por él, aunque no le deseo mal. —Se enjugó una lágrima—. Es por el difunto señor. Él siempre temió que su hijo sufriría un accidente. Siempre lo supo, el pobre. Demasiados caprichos y coches caros.

—Siento haber hablado mal de él, pero el hombre al que vi era tan… tan parecido, pero distinto a la vez…

—¿Cuándo lo vio?

—Anoche. El muy degenerado entró… ¡Apareció en la habitación como si fuese la suya! —Miriam dejó escapar un gemido—. Me dio un susto de muerte. Creo que fue el mismo que me intimidó en la cripta. Lamento… —sonrió, disculpándose— haber sido tan curiosa, pero las puertas cerradas siempre me han intrigado.

—No sé muy bien de qué me habla, señorita, pero no hay problema —repuso la irlandesa, con la voz medio ahogada.

—Y tal como apareció, desapareció. Deploro todo este desorden. —Señaló la habitación con un movimiento de la mano—, pero tengo que encontrar la cámara.

—¿Qué cámara?

Cristina se puso de pie y comenzó a colocar cada cosa en su lugar. Cuando le llegó el turno al colchón y trató de moverlo, se preguntó hasta qué punto se había encolerizado, porque ahora, más calmada, era incapaz de levantarlo. Lo intentó por segunda vez, sin resultados.

Deja el orgullo, chica.

—¿Me echa una mano, por favor? —pidió.

Miriam se acercó y entre las dos lo consiguieron, no sin cierto esfuerzo. Acabaron sudorosas, y la irlandesa se sentó en el borde, limpiándose con una punta de su inmaculado delantal las gotas que perlaban su frente.

—¿Cómo pudo usted sola…?

—Cuando me enfurezco soy capaz de mover montañas.

Cuando te enfureces eres como una burra parda.

—Recuerdo un día que me enfadé con mi padre. Yo tenía solamente doce años y era un alfeñique. Mi padre mide más de metro noventa y pesa unos noventa kilos, y sin embargo lo agarré por las piernas y lo levanté al menos treinta centímetros del suelo. Todavía hoy me lo recuerda.

—Ya veo, ya.

En silencio, hicieron la cama entre ambas y solamente cuando la señora Kells hubo colocado los cojines sobre el edredón, preguntó:

—¿Y por qué busca una cámara, señorita?

—¿Qué otra cosa puede ser? Aparece un hombre en mi cuarto, me habla, me dice que uso ropa provocativa y luego desaparece.

Y te cogió del brazo
, le recordó su voz interior, pero ella no quiso escucharla.

—Una grabación. Una película. Algún dispositivo técnico. Si no me hubiera enfadado tanto, hasta podría haber admitido que era un trabajo impecable. En realidad, por un momento, creí que… —recordó, atragantándose.

—¿Qué estaba viendo un fantasma? —aventuró Miriam.

—El truco es muy bueno, desde luego —admitió Cristina—. Deberían utilizarlo para crear más ambiente con los grupos de visitantes. El castillo se convertiría en toda una atracción.

Miriam Kells comprendió que no podía callar por más tiempo. Durante unos segundos se debatió entre guardar silencio para dejar que la joven continuara pensando que todo había sido una broma macabra y sincerarse con ella. Sólo por un instante. Luego, tomó una decisión y rezó para que Cristina no acabara en una clínica psiquiátrica.

—Tengo que enseñarle algo. —Se encaminó hacia la puerta—. Pero ahora no es el momento, he de atender un asunto que no admite demora. La espero en la biblioteca a la hora del té.

A Cristina le costó moverse. «De modo que el ama de llaves se guarda algo —se dijo—. Bien. Esperaré.»

Su enfado se evaporó en parte. A fin de cuentas, la cosa no había sido tan grave, solamente se había tratado de una burla pesada y ella había salido ilesa, salvo por el pequeño corte en la frente y el cardenal que lucía ahora. Afortunadamente, era una artista con el maquillaje, y apenas se le notaba.

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