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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (11 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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Recostándose en la piedra fría, saboreando el terciopelo de la noche, suspiró. Estaba cansado. Cansado de vagar entre los muros de Killmarnock durante tantos siglos, esperando, esperando…, ¿esperando qué?

Su mirada se detuvo otra vez más en la figura menuda de la muchacha que yacía bajo las sábanas, boca abajo. Había dado tantas vueltas en su intranquilo sueño que el cobertor se había deslizado hasta el suelo y la sábana, ladeada, le permitía deleitarse con la visión de unas piernas largas, perfectas, que escondían aquel valle arqueado, donde perdía la cordura un hombre… o un fantasma. Las calzas se le tensaron en la entrepierna y un juramento acudió a sus labios. ¡Casi quinientos años sin aquel deseo que ahora lo abrasaba! ¡Tenía que llegar aquella pelirroja de rasgados ojos color musgo, cuerpo delgado y sonrisa de diablesa para que su miembro cobrara vida!

Una risa apagada, agria, resonó en la habitación. ¿Qué podía hacer, demonios? ¿Acercarse y seducirla? ¿Tal vez contarle a una mujer del siglo XXI, armada con ordenador portátil y móvil, que fumaba unos apestosos cigarrillos, que era el fantasma del conde Killmar?

¡¡¡Seguro que ella caería rendida en sus brazos!!!

Blasfemando entre dientes se irguió con agilidad, como lo habría hecho una pantera, y caminó hacia la puerta de salida, dispuesto a desaparecer, a alejarse de aquella mujer que lo aturdía y reavivaba en él el acuciante deseo de poseer un cuerpo femenino que se acompasara bajo el suyo.

Cuando intentó atravesar la puerta, chocó contra ella con tanta fuerza que retrocedió y estuvo a punto de caer sobre sus posaderas. Se quedó frente a la madera, totalmente asombrado. Parpadeó y se miró. Un rugido apagado escapó de su garganta. ¡Santo Dios, al materializarse su cuerpo se había vuelto tan denso que ya ni siquiera podía traspasar una puerta! Alargó la mano, hizo girar el picaporte y escapó al exterior como si lo persiguiera una jauría de perros sedientos de sangre.

El portazo hizo que Cristina diera un brinco en la cama. Medio adormilada, estiró el brazo y encendió la lamparilla de noche. Las sombras que la rodeaban desaparecieron y ella dio gracias mentalmente al inventor de la bombilla. Nunca Edison tuvo admiradora más ferviente. Cristina notó que un sudor frío le bañaba todo el cuerpo. Vio que estaba medio desnuda sobre el lecho revuelto, con el camisón pegado al cuerpo como una segunda piel. Se cubrió con rapidez. Curiosamente, no sentía frío, aunque la chimenea estaba ya apagada y en el exterior la lluvia azotaba los muros incansablemente. Seguía latiendo un agradable calor en la habitación.

—Una corriente —dijo a media voz, como para convencerse.

Se tapó la cara con la almohada y volvió a dormirse.

Capítulo
9

A
rmada de nuevo con su ordenador portátil, como se repitiera Dargo mientras la vigilaba, la estudiosa señorita Ríos se dirigió al Salón de Cristal, donde había estado trabajando parte de la mañana, para continuar su trabajo. Dedicaría su atención a algunas piezas más antes de tomarse un descanso y echar un vistazo a la sala de armas, que Miriam le mostrara al día siguiente de su llegada y que contenía tantas espadas, dagas y escudos que sería una delicia examinar algunas con detenimiento. Deseaba ver de cerca aquellas piezas, varias de las cuales lucían incrustaciones de piedras preciosas y semipreciosas. Luego seguiría con la pintura.

Depositó el ordenador sobre una vitrina que contenía retratos en miniatura y se fijó en el alto techo del salón. Resultaba increíblemente hermoso, cubierto totalmente de espejos. La acometió una oleada de vértigo, al verse reflejada en aquel salón cabeza abajo. Los altos y estrechos ventanales permitían que la suave luz exterior, como una caricia, rebotara en el cristal inundando la sala de pequeños arcos iris.

Se agachó a observar con mayor detenimiento la base de un candelabro de pie, de nueve brazos, y se le escapó una exclamación de sorpresa ante el esmerado y magnífico trabajo del orfebre. Los dibujos, filigranas de hojas y pétalos, eran una verdadera delicia. Una espléndida obra de arte. Del XVII, aventuró para sí.

A sus espaldas, Dargo la contemplaba. Aquella mañana, Cristina llevaba el largo cabello recogido de cualquier modo con horquillas y se había vestido con una blusa ajustada de color melocotón, a juego con unas botitas de media caña y unos pantalones vaqueros, tan ceñidos, que la visión de su prieto trasero lo trastocó. ¡Acabaría por echársele encima, si ella no tenía la decencia de vestirse correctamente! ¿Por qué diablos, en aquella época, las mujeres habían adoptado el modo de vestir de los hombres en lugar de lucir los vaporosos vestidos de antaño?

Sonrió, divertido, al imaginarla recubierta de las diferentes capas de ropa que utilizaban las mujeres en el XVI y que al cabo de los siglos terminaron por abandonar, incómodas. No cabía duda de que las ropas actuales eran mucho más prácticas, pero ¡por Cristo que convivir con la maldita señorita Ríos embutida en aquellos pantalones, que más se parecían a sus propias calzas, le estaba dejando el cerebro hecho papilla!

Cristina se incorporó y Dargo hubo de hacer un esfuerzo titánico para no volver a materializarse, apresarla entre sus brazos y besarla hasta que las piernas se le convirtieran en gelatina. Claro que eso era imposible.

En el móvil, sonó el
Adagio
con insistencia. Ella lo sacó, miró quién llamaba y tecleó algo en el ordenador antes de atender la llamada sin dejar de fisgar una pieza tras otra.

—Dime.

—¿Cris?

—Hola, Alba.

—¡Joder, te he llamado tres veces! ¿Dónde diablos estás metida? ¿No hay cobertura?

—Lo siento, pero estaba trabajando. —Se apartó ligeramente de una empuñadura nacarada para inspeccionarla desde cierta distancia, con gesto crítico—. ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? Dime tú qué pasa. ¿Va todo bien? ¿Le has echado ya el guante?

—No te pongas pesada —advirtió, acercándose a acariciar la pieza—. Si sigues con eso voy a colgarte.

—Vale, vale, vale… —aceptó su amiga—. No he dicho nada, señorita Borde. Sólo te llamaba para decirte que me he comprado el coche.

—¿Cuál?

—Un Audi —rió Alba al otro lado—. ¡Cariño, tienes que verlo! ¡Una maravilla! ¡Corre como un condenado!

—Felicidades.

—Lo he mandado pintar de color verde manzana.

—¿Estás loca? —Cris se rió con ganas—. ¡Verde manzana!

—Precioso, de veras. Lo mismo me da la vena y lo pongo en carretera para ir a verte… ¿Me dejarían entrar en el castillo?

—¡Ni se te ocurra presentarte con esa horterada! —avisó Cristina, divertida por sus excentricidades—. Además, ya sabes que aquí se conduce por la izquierda y tú no eres lo que se dice Fernando Alonso…

—«Y tú no eres lo que se dice Fernando Alonso…» —repitió Alba en tono de burla—. ¡Mira que eres rancia, hija!

—Yo también te quiero…

—¡Vete al cuerno! Puesto que no te interesa mi coche, te dejo. Tengo a mi lado a un bombón danés, al que no le importa probarlo…, aunque sea yo quien conduzca. Voy a enseñarle Toledo.

—Diviértete —le deseó Cristina—. ¡Y conduce con cuidado!

—Ciao —se despidió Alba, y cortó.

Cristina se quedó mirando unos segundos la pantalla del móvil y luego se echó a reír.

—¡Está como un cencerro!

Dargo saboreaba cada palabra y cada gesto. Resultaba gratificante escucharla y estaba dispuesto a hacerlo durante todo el día. No tenía nada en que ocupar el tiempo, y observar a aquella mujer lo fascinaba.

Durante un buen rato, ella estuvo mirando, tocando, observando de lejos y cerca distintas piezas. ¡Y sonriendo, de cuando en cuando, como una maldita bruja! A Dargo no le cupo duda de que la joven disfrutaba con su trabajo.

—Y ahora, a otra cosa —la oyó canturrear al cabo de un rato.

El conde cerró los ojos. ¡Dulce Jesús, hasta su voz le hacía sentir cosquillas en la entrepierna!

La musiquilla del condenado móvil comenzó a sonar de nuevo,
in crescendo
, y Cristina se fijó de nuevo en la pantalla con gesto de fastidio.

A lo largo de los últimos tiempos, Dargo había visto a otros utilizar aquellos extraños artilugios. La primera vez, pensó que se trataba de un loco que hablaba consigo mismo. ¡Pero qué maravilla de adelanto: hablar con cualquiera y en cualquier lugar!

—Hola, Óscar —respondió Cris—. ¿Cómo estás? —Silencio—. Llegué sin problemas, sí. Hace días. —Otra pausa, sacando la lengua al aparato—. No te preocupes, ya sé que estás muy ocupado. —Ojos en blanco, con un ligero gesto de hastío—. Sí, sí, de acuerdo, no te preocupes. —Un nuevo silencio, mientras avanzaba con pasos cortos—. Otro beso para ti. Adiós.

Cínica, deberías haberlo enviado al infierno.

—No ha hecho nada para que lo envíe al infierno —se respondió.

—Busca un motivo.

—No hay motivos. Hija, eres idiota.

Se guardó el móvil en el bolsillo del pantalón y caminó con decisión. Dargo, entretanto, intentaba entender la última frase. «¿Otro beso para ti?»

Cristina andaba deprisa, con el ordenador bajo el brazo, y él salió en pos de ella a largas zancadas mientras se preguntaba quién demonios sería el tal Óscar. Aquellos aparatos empezaban a gustarle menos. Ella atravesó dos salas abriendo y cerrando puertas. Dargo la siguió, lógicamente ahorrándose el trabajo y pasando a través de los muros como si no existieran. De pronto ella frenó, tan en seco que él estuvo a punto de topar con su espalda. La vio mirar fijamente el pasillo que conducía a la capilla y enarcó una ceja. Adivinaba lo que ella estaba pensando. ¿Qué maldito interés tenía aquella mujer en la cripta?

Ni lo intentes
, le advirtió la voz a Cristina.

Con resolución, olvidando el consejo de su yo interior, ella cubrió los metros que la separaban del pasillo, lo recorrió y llegó hasta la puerta. Tras vacilar por un instante, la abrió, entró y la cerró de nuevo a sus espaldas. Aquella vez no se entretuvo en admirar las pinturas, sino que se dirigió con paso vivo hacia la puerta de la cripta. La empujó para probar. Seguía cerrada, claro. Pero en aquella ocasión Cristina no se lo pensó dos veces. Dejó el portátil en el suelo, tomó uno de los candelabros, lo depositó junto a la puerta para alumbrarse, se quitó una de las horquillas que mantenían su cabello en orden —si orden se podía llamar al caos de guedejas dorado rojizo que se le escapaban por todos lados excepto en el ridículo moño con que se coronaba— y, en cuclillas, comenzó a hurgar en la cerradura. Su larga cabellera se desparramó sobre sus hombros y espalda y brilló bajo la luz de las velas como oro viejo mezclado.

No seas ilusa, no vas a poder abrirla.

—No importa. Lo intentaré.

Sí que importa. No vas a poder abrirla sólo con una horquilla.

—Todas las cerraduras se abren.

¿Quién te crees que eres? ¿James Bond?

—¡Cállate de una maldita vez!

Pero su conciencia estaba en lo cierto y resultaba imposible abrirla con una simple horquilla. Echó un vistazo a las botas que llevaba puestas y se encogió de hombros. Le habían costado un riñón, pero si había que estropearlas por una buena causa… Se sentó en el suelo, se quitó la derecha y no sin esfuerzo arrancó la tira metálica que adornaba el calzado. No era lo que se dice una ganzúa, pero la varilla podía servirle. Se puso la bota, dobló la varilla formando una L y volvió a hurgar en la cerradura.

Un buen rato después, seguía agachada en su empeño, con el entrecejo fruncido, totalmente volcada en la puerta, y Dargo, entre aburrido y divertido por las conversaciones que ella mantenía a solas, se dedicó a dar vueltas por la capilla esperando que se convenciera de que no se abriría y…

El chasquido lo contrarió. Al volverse, Cristina había desaparecido y la puerta de la cripta estaba entreabierta.

¡¡¡Condenada mujer!!! ¿Es que no había nada a lo que no se atreviera? En la época de Dargo la habrían quemado por bruja, o alguien le habría dado una buena tunda en aquel bonito trasero. Esta idea le agradó, al imaginarse con ella cruzada sobre sus piernas y… Sacudió la cabeza para alejar la placentera visión. Aquél era un recinto sagrado. No se permitía a los visitantes bajar allí, contrariamente a lo que sucedía en otros lugares donde los sarcófagos no sólo se tocaban sino que, incluso, se fotografiaban.

Se evaporó y volvió a aparecer al lado de la mujer, ya dentro de la cripta. Ella se encontraba inmóvil en medio del lugar. Había descendido con rapidez los nueve escalones y tenía los ojos clavados en el sarcófago de la madre de Dargo. Las velas del candelabro silueteaban una plétora de sombras en torno a ella.

—¡Jesús! —musitó, piadosa. Su voz reverberó en los muros de la cripta—. ¡Es magnífico!

Eres parca en palabras, cariño. Es principesco. ¡Soberano!

—Realmente principesco —admitió, dando por una vez la razón a la voz interior.

Dargo se sintió agradecido al escucharla y miró, por millonésima vez, la estatua que representaba a su madre. Era como si el tiempo hubiera querido premiar la obra del escultor y de quien la planeó. Mientras el resto de los sepulcros, gastados y agrietados, proclamaban a gritos el tiempo transcurrido, la estatua de Fionna Killmar seguía entera, sin fisuras, como si acabara de ser esculpida. Parecía tan real, que de no ser porque era de mármol, se podría haber dicho que iba a hablar de un momento a otro. Resultaba casi irreverente en su hermosura y realmente agresiva y atrevida para su época.

Cristina alargó la mano despacio y pasó sus dedos sobre la suave superficie. Fría y satinada como únicamente el mármol podía serlo. Pero era tal la belleza de la obra, y tan extraña su postura, en pie, no yaciente, que ella se sintió sobrecogida.

Dargo parpadeó al ver los dos surcos de lágrimas que brotaban de los rasgados ojos de la muchacha.

—Eras una beldad —la oyó decir muy quedo, como si temiera hablar en voz alta.

El fantasma notó como si palpitara una vida donde había estado su corazón. Amó a su madre. Y el modo en que aquella chica veneraba su imagen lo paralizó. Se percató de que comenzaba a concebir por la señorita Ríos algo más que lujuria.

Se sacudió de hombros para despejarse. Aunque aquella mujer se arrodillara ante la sepultura de Fionna Killmar y ofreciera mil misas por su alma inmortal, estaba donde no debía y él tenía la obligación de hacerle perder las ganas de husmear, de una vez por todas. Consciente de que su enfado contrarrestaba la pasión, por lo que en esos momentos era invisible, se situó a sus espaldas.

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