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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (7 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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Parpadeó varias veces, se pasó la mano por el rostro para enjugarse el agua de los ojos y dio por buena la caminata bajo la lluvia, sólo por poder admirar aquella majestuosidad. No comprendía cómo el hombre que había contratado sus servicios podía vivir en Dublín, pudiendo deleitarse día y noche con la magia de Killmarnock.

—Debe de ser idiota.

Atravesó la verja y recorrió el camino de grava hasta el puente, rezando para no tener que dar el santo y seña, como en la época de
Ricardo Corazón de León
.

Estaba apostado en las almenas. Furioso, como siempre. Si alguien pudiera haberlo visto, con seguridad habría pensado que era un demente, caminando bajo la lluvia.

Por fortuna no se había vuelto corpóreo del todo, y las gotas de agua pasaban a través de él sin incomodarlo. De otro modo, estaría empapado hasta los huesos, como cualquier humano que retase aquella tarde a los elementos. Solamente había dos cosas que conseguían materializarlo por completo: la pasión y la furia. Casi siempre lo embargaba la segunda. La pasión ya ni la recordaba. La ira, sí. Tenaz, desatada, atormentaba su alma condenada cuanto más se acercaba la fecha del aniversario de la muerte de su padre y sus hermanos. 469 años ya.

Mucho tiempo para llorarlos, pero los seguía llorando. A solas. En silencio. Como sólo puede hacerlo un fantasma.

Había bajado a la cripta y rezado ante las tumbas de su familia, en completa oscuridad. Para él no existía el temor a las tinieblas ni a los muertos. ¿Por qué habría de temer si era uno de ellos, aunque siguiera vagando entre un mundo y el otro, sin poder acceder a ninguno de los dos?

En el preciso momento en que decidió volver al interior, una figura que corría hacia el puente llamó su atención. Era una mujer y cargaba con un bulto que parecía pesarle demasiado, intentando alcanzar el refugio que suponía la entrada, y trataba, sin demasiado éxito, de sortear con elegancia la mezcla de barro y gravilla del camino.

En cuestión de un segundo, Dargo desapareció de las almenas y se situó justo detrás de la mujer. Aún la escuchó murmurar:

—¡Joder!

Cristina enfiló el puente y lo atravesó como un tifón, provocando un ruido sordo sobre la plancha. Al lograr su objetivo de cobijarse bajo la techumbre de la enorme puerta, soltó la pequeña maleta de golpe y se sacudió como si fuera un perro, esparciendo una miríada de gotitas alrededor. Se pasó una vez más la mano por el rostro y se escurrió la melena, formando un charco a sus pies.

La aldaba de la puerta representaba una cornamenta de ciervo, y una pequeña flecha indicaba el timbre de llamada.

Se dio la vuelta y volvió a echar una ojeada al jardín. Dargo saltó hacia atrás, aun cuando era consciente de que ella no podía verlo. Le divirtió observarla mientras ella sacudía los pies en el suelo, se golpeaba los brazos con las manos y gruñía.

Era bonita. Muy bonita. Aunque viéndola en ese momento pocos lo habrían notado, porque chorreaba agua, el cabello le caía en guedejas empapadas sobre el rostro y los hombros y tenía una expresión que ahuyentaría al más pintado. Pero su figura era ideal. Delgada, con pocas curvas pero allí donde debían estar. Y sus ojos… Sus ojos eran de un color verde musgo, orlados de un tono dorado que a él le habría gustado adular en voz alta.

El conde se apoyó en la piedra de la puerta, se cruzó de brazos, contemplándola a placer, y oyó los pasos apresurados de uno de los criados al otro lado del portón.

La enorme puerta chirrió ligeramente al abrirse y Cristina se volvió, dándole la espalda al fantasma, que pudo admirar un estupendo trasero apenas disimulado bajo la ceñida falda que le dejaba apreciar, además, unas piernas sensacionales. Se ladeó ligeramente para poder seguir viendo su rostro enojado pero encantador.

Como si abrir la puerta hubiera sido la concesión de un título nobiliario, la muchacha tornó su airado gesto y sonrió a quien le franqueaba el acceso de un modo que hizo suspirar a Dargo.

—Buenas noches. —Su voz sonaba como canto de ángeles—. Siento llegar a estas horas, pero el coche se me ha averiado y… Soy Cristina Ríos. Creo que me esperaban.

—¡Por supuesto que sí! ¡Por san Patricio, está usted empapada! —se alarmó el hombre que la atendió, haciéndose de inmediato cargo del neceser—. Pase, por favor. ¿Sufrió algún daño?

—No, gracias a Dios. Fue solamente un pinchazo, pero me dejó tirada.

Dargo estaba tan anonadado por ella y el criado cerró la puerta con tanta premura que se quedó fuera. Claro que no supuso para él el menor problema atravesarla, como si no existiera.

El criado hizo sonar una pequeña campanilla que había al lado derecho de la entrada.

—Debe ponerse ropa seca de inmediato.

—Lo estoy deseando. —Sus ojos se dilataron al ver cuanto la rodeaba. El vestíbulo era cuadrado, de unos sesenta metros, de piedra oscura, sin relieves salvo por algunos escudos de armas. Sobre la columna que se erguía sobre ella había otro escudo, tallado éste en madera. Dos armaduras, una a cada lado, parecían montar guardia, como posiblemente lo hicieran siglos atrás los soldados. Se abría en dos galerías parcamente iluminadas.

Por la de la derecha se acercaba a la carrera una mujer de unos sesenta años, algo rolliza, de cabellera color zanahoria recogida en la coronilla. Vestía de negro y lucía un delantal inmaculado.

Dargo se hizo a un lado antes de que Miriam Kells lo atravesara en su premura.

—¡Dios bendito! —exclamó ella ante el lamentable estado de la muchacha—. ¿Señorita Ríos? —Cristina asintió—. Vamos, Rob, no te quedes ahí pasmado y sube eso a la habitación azul. Soy Miriam Kells, señorita, el ama de llaves de Killmarnock.

Dargo se sorprendió al escucharla. ¿La habitación azul? Fue su alcoba en vida y durante siglos sólo la habían utilizado los señores del castillo… Salvo el que ahora ostentaba el título. ¡No iba a permitir que una desconocida…! Casi se echó a reír. «Ya no es tu habitación», se dijo. Y si alguien tenía que volver a ocuparla, ¿quién mejor que aquella cosita preciosa? Siguió al trío, animado, por el corredor de la izquierda hasta el claustro. Cristina se paró en seco y se quedó atónita, embelesada por su belleza. Rob se había adelantado y Miriam se volvió al oír que ella no seguía sus pasos.

—Causa ese efecto, sí —admitió.

—Es una maravilla. ¡Un claustro cubierto!

—Antes no era así, como ya imaginará. El difunto conde lo acondicionó para que pudiera ser utilizado en invierno.

Cristina reaccionó, sonrió al ama de llaves, pidió disculpas y volvió a caminar tras ella hasta cubrir la distancia a la gran escalera de piedra que ascendía al piso superior.

Dargo se deleitó observando el movimiento de su trasero mientras ella subía y explicaba de nuevo a la señora Kells el incidente del coche, halagado al verla acariciar la piedra de la balaustrada, desgastada por el paso de los siglos.

Llegaron a un pequeño distribuidor redondo, del que partían tres pasillos que conducían a las habitaciones. La recién llegada lo contemplaba todo con asombro: arcos bajos de piedra, estrechas y alargadas ventanas con vidrieras de colores, vigas de madera oscura. Una alfombra roja interminable cubría casi todas las baldosas, de un color cobrizo. Miriam avanzó por el pasillo oeste y, unos metros más allá, se detuvo frente a una puerta.

—Es la antigua habitación de los condes. No se ha usado desde hace tiempo, pero la hemos acondicionado para su estancia. Están retocando el suelo de algunas habitaciones y ésta es la más espaciosa. Espero que le guste. —Le cedió el paso.

—Por favor, llámeme Cristina, señora Kells.

—¡No va a gustarle! —rumió Dargo por lo bajo, entrando tras ellas. Rob, que ya estaba dentro, no oyó nada y continuó abriendo los pesados cortinajes que cubrían los ventanales. Miriam, sin embargo, se quedó petrificada y de inmediato echó un vistazo en torno a sí. Cristina, absolutamente maravillada, la miró por encima del hombro.

—¿Decía algo, señora Kells?

—Que hace una noche de perros. —Sonrió como si le estuvieran clavando alfileres en los riñones—. Y llámeme Miriam.

Cristina asintió, agradecida, y estudió con mayor detenimiento la estancia, con un gorjeo de felicidad. Era increíble. Al menos tenía cien metros cuadrados. Dos enormes ventanales góticos daban al exterior. Se acercó a ellos y entrevió, abajo, los hermosos jardines. Disponía de una cama con dosel, medio cubierta por espesas cortinas azul oscuro, como el edredón, en la que podrían dormir cuatro personas perfectamente sin tocarse, asentada sobre una plataforma de dos palmos de alto. Varias alfombras de color azul claro y blanco cubrían buena parte del suelo, de baldosas grises. No disponía de coqueta, pero había una mesilla, algunas sillas muy antiguas de respaldo elevado, un gran arcón en medio de los dos ventanales. Habían incluido en el mobiliario una pequeña mesa redonda y dos butacones arrimados a ella, cerca de la gigantesca chimenea de piedra, ahora apagada, sobre la que lucía el escudo, también en piedra, de los Killmar. Un gran armario de madera maciza y oscura ocupaba casi completamente una de las paredes.

—Es una habitación que impone —opinó Cristina, mientras la señora Kells sacudía su chaqueta empapada y Rob se perdía en una dependencia anexa que ella imaginó era el cuarto de baño, por el ruido del discurrir del agua.

Aquélla había sido una de las mejoras que se llevaran a cabo en el cuarto, y aunque le habían fastidiado algunas de las obras en el castillo, Dargo había aceptado hacía ya mucho tiempo que era una idea sensacional. El agua corriente fue una de las cosas que más le llamaran la atención, y se había pasado horas abriendo y cerrando los grifos para observar el chorro, hasta que perdió interés por la novedad.

Cristina esperó junto al ama de llaves, acomodada en el asiento de piedra de la ventana, a que Rob prendiera el fuego de la chimenea, le dio las gracias por su amabilidad y en cuanto la puerta de la habitación se hubo cerrado tras él, comenzó a desabrocharse la blusa, notando el frío en los huesos y haciendo esfuerzos para que los dientes no le castañetearan.

Dargo se pasó la lengua por los labios, previendo un espectáculo digno de los dioses… Hasta que Miriam profirió un grito de alarma.

—¡¡¡No, por Dios!!!

Cristina se quedó a medias en el segundo botón.

—¿Qué sucede?

—Va a coger un resfriado. La chimenea no ha caldeado el ambiente aún y aquí hace frío. —Se acercó al arcón, lo abrió y sacó una bata de felpa color burdeos. Dargo hizo chascar la lengua cuando Miriam se la entregó a la joven y a cambio recibió una mirada malhumorada del ama de llaves, aunque ésta no acertó del todo a determinar su situación—. Póngase la bata y quítese la ropa mojada por debajo, mientras prenden bien los troncos.

Divertida por estas muestras de preocupación, Cristina hizo lo que el ama de llaves le indicaba. Se despojó con dificultad de la blusa empapada y, con habilidad digna de una contorsionista, se la quitó por debajo de la bata. Dudó dónde dejarla y decidió tirarla sobre la chaqueta para no mojar la alfombra.

Dargo se acomodó en una de las butacas, estiró sus largas piernas, cruzó las manos sobre el vientre y se dispuso a gozar del espectáculo.

Y fue todo un espectáculo. ¡Dios, si lo fue!

Cristina se quitó después el sujetador, una pieza pequeña llena de encajes, que lanzó sobre la blusa. Luego, la falda. Al hacerlo, dejó al descubierto una buena porción de piernas por debajo de la condenada bata de felpa, lo suficiente como para no quitar ojo. Luego se acercó a la cama, colocó un pie sobre la plataforma y se quitó una de las medias, y Dargo notó que empezaba a materializarse. Maldiciendo mentalmente, se levantó con rapidez y se escondió tras las cortinas, en el lugar más oscuro.

El ama de llaves, que había azuzado el fuego, dejó el atizador, se sacudió las manos y dio un repaso escrutador a toda la habitación. Dargo sonrió, regocijado. La querida Miriam lo estaba buscando.

A las medias siguieron unas diminutas braguitas. Color salmón, como el sujetador. Dargo se preguntó si aquella prenda cubría realmente algo. Y se asombró porque su cuerpo respondió con una sacudida de lujuria al pensar en aquel punto que velaba la prenda.

—Bien —dijo Miriam—. Ahora entre en el baño, métase en la bañera y relájese. Vendré a buscarla dentro de un rato. Espero que no le importe cenar a solas, pero el señor pidió un refrigerio en su habitación.

—¿El conde Killmar está en el castillo? —preguntó Cristina, interesada.

—Una visita corta. No le gusta el castillo, por fortuna para todos —añadió el ama de llaves como para sí—. Es posible que mañana quiera hablar con usted, no sabría decirle.

—¿Es posible que quiera…?

—Es un hombre muy ocupado.

—Comprendo. —Su entusiasmo se desvaneció. No es que estuviera muy interesada en conocerlo, pero habría resultado interesante saber para quién trabajaba realmente. Por otro lado, nunca había conocido a un conde.

—Bien, se le enfría el baño. Sólo espero que no sea molestada esta noche en forma alguna —agregó, mirando de nuevo en torno a sí.

Cristina la observó sin entender tan extraño comentario. ¿Quién o qué podía molestarla allí?

Dargo, sin embargo, se dio por aludido. La oleada de deseo que lo invadió al ver desnudarse a la joven se evaporó como por arte de magia y él, criticando mentalmente la actitud protectora de Miriam, dejó que su figura se volviera de nuevo evanescente y abandonó la estancia. Cuando pasó a su lado le susurró al oído muy bajito:

—¡Bruja!

Miriam se sobresaltó, dilatados sus ojos por el asombro.

¡Santa María, era la segunda vez en pocos minutos que oía la voz de Dargo Killmar!

—¡Dios mío! —gimió, a punto de desmayarse.

—¿Cómo dice?

—Que hace frío, señorita. Sí, eso he dicho. Espero que con la chimenea tenga suficiente, pero de todos modos dispone de mantas en el arcón, por si las necesita. Mañana encenderemos la chimenea a primera hora —informó, atropelladamente, recogiendo la ropa mojada.

—Será suficiente con encenderla por la tarde.

—Como quiera… La dejo ahora. Y bienvenida a Killmarnock, señorita Ríos.

—Gracias por todo.

—No se merecen —dijo Miriam distraídamente, escudriñando de nuevo las sombras.

Una vez a solas, Cristina dejó escapar un largo suspiro de cansancio y, quitándose la bata, se dirigió al cuarto de baño. Era grande y acogedor, masculino. Alicatado con baldosas azules y blancas, tenía la grifería dorada y un espejo de cuerpo entero en una de las paredes. Aunque ella echó de menos la coquetería del suyo propio, estaba acostumbrada a pernoctar en hoteles, de modo que lo único por lo que estaba interesada en ese momento era por un baño bien caliente que librara su cuerpo del frío. Tiritó mientras elegía unas sales, las primeras que vio en el estante, y las espolvoreó en el agua, removiéndola. Se formó una capa de espuma y ella puso los ojos en blanco cuando la fragancia de menta inundó el ambiente.

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