Cristina desplegó el mapa en el asiento del copiloto sin dejar de mirar la carretera y, lanzando rápidas ojeadas al pliego, localizó el desvío que debía tomar para llegar a Naas y continuar luego hacia Athy y Carlow, ruta elegida con antelación. Una vez orientada, buscó los cigarrillos y encendió un Camel. Llevaba horas sin fumar y la calada le llegó hasta los talones. Al mirar el Dupont, evocó recuerdos de su procedencia. Aquel mechero había sido el último regalo de Óscar. Óscar Rivera de Montoya III. Un nombre rimbombante. Un nombre tan pomposo como él mismo, repitió una voz en el interior de su mente. No era mala persona, al contrario, se desvivía por satisfacer cada uno de sus caprichos. Quiere cazarte, niña, volvió a sonar aquella voz que la hostigaba de vez en cuando. Ella no era muy dada a que nadie costeara sus necesidades, y menos el hombre con el que intentaban casarla desde hacía más de cuatro años. Y con el que seguramente acabarás casada, si Dios no lo remedia y tú no tienes agallas suficientes para enfrentarte a todo el mundo, le habló de nuevo la voz.
Desde su nacimiento, dos años después de que destinaran a su padre a Madrid, ella había sido autosuficiente, como solía decir su madre, que juraba que le había arrebatado el primer biberón que intentó darle y lo había apurado casi sin ayuda, agarrándolo con ambas manos. Había salido de su casa a los doce años, para educarse en un colegio de Salamanca, y se había hecho más independiente. Y desde que su primer novio, a los quince años, traicionó su confianza acostándose con su mejor amiga, también más escéptica.
Tenía una sonrisa agradable, heredada de su madre y un genio vivo, a veces feroz, seguramente gracias a los genes de su padre y de su abuela, aunque él muchas veces decía, cuando discutían en broma, que su madre debía de haberlo engañado con algún otro, porque no llevaba nada de su sangre en las venas. Bueno, tenía el cabello, solía añadir luego; un glorioso cabello dorado-rojizo y unos ojos verde musgo que según él quitaban el hipo. Por lo demás, se consideraba bastante normal. Ahora que estaban de moda las buenas delanteras, Cristina tenía lo justo, tirando a poco, y no podía dejar de compararse con sus amigas, especialmente cuando éstas lucían camisetas sin mangas y escotadas que mostraban sus virtudes de modo descarado. Ella apenas podía mostrar nada. En alguna ocasión le aconsejaron que se operase, pero siempre se negó. Siliconarse no era lo suyo.
Tenía lo que tenía y fin del tema. De todos modos, a pesar de considerarse poco dotada en ese aspecto, debía reconocer que poseía muchos otros atributos. Era guapa y atractiva, y causaba muy buena impresión. Aunque le gustaba vestirse bien, no se preocupaba en exceso por su apariencia externa, ni se obsesionaba por vestidos o por peinados.
Su trabajo la absorbía por completo. Aunque estudió letras y filología inglesa por inducción de su madre, lo que realmente amaba era las antigüedades y la pintura. Para poder dedicarse a ello, había finalizado el resto de sus estudios en la mitad del tiempo habitual, y con buenas notas. No se consideraba, sin embargo, una empollona. Simplemente se había quitado aquellas licenciaturas de en medio para centrarse en lo que realmente la fascinaba. De todos modos, debía reconocer que gracias a los conocimientos adquiridos y a los idiomas que dominaba, había conseguido el trabajo que ahora tenía.
La independencia y, sobre todo, demostrar que era capaz de mantenerse sin echar mano del «dinero de papá y mamá», era primordial para ella.
Y allí estaba, en la hermosa Eire, que siempre deseó conocer, contratada por un tal Kevin Dargo Killmar que, según le dijeron, tenía el título de conde, tres castillos, una asquerosa fortuna y cierta prisa por saber en cuánto se tasarían unas piezas que engalanaban una de sus propiedades.
Un vehículo la pasó por la derecha y se le cruzó delante, tan rápido que la obligó a dar un volantazo.
—¡Imbécil! —gritó ella en español—. Está visto que hay idiotas en cualquier parte del mundo. —Ya bastante complicado resultaba acostumbrarse a conducir por la izquierda como para, además, tener que esquivar a locos.
Se había empapado de información sobre Irlanda antes de emprender el viaje y, además, llevaba consigo cuatro guías turísticas. La llanura central era una vasta extensión rodeada de relieves montañosos, no muy elevados. La erosión había desgastado lentamente las montañas, dejando al descubierto en algunos puntos su cono granítico. El verde lo dominaba todo, y el azul del cielo contrastaba de forma deliciosa con las montañas que se veían a lo lejos. Sabía que existían numerosos lagos: Alien, Ree y Derg, en el curso de los ríos Shannon, Conn, Mask y Corrib, en Connacht. Lo primero que deseaba ver en cuanto finalizase el trabajo encomendado eran los acantilados de Moher, en el condado de Clare, que alcanzaban en algunos puntos 120 metros de altura y en otros los 200. Había leído que se los conocía también como «los acantilados de la ruina» y que no eran otros que los filmados en La princesa prometida, donde se llamaban «los acantilados de la locura». Desde que viera la película por primera vez —y habían sido varias—, se había enamorado del paisaje.
Únicamente iba a echar de menos el sol de España. Habría preferido que los vientos de la isla, húmedos y con bastante frecuencia violentos, no soplaran demasiado acercando las temperaturas a cero. La acompañaba un cosquilleo de satisfacción al pensar que iba a alojarse en el interior de un castillo medieval, arrullada por el ulular del viento y el golpeteo de la lluvia contra sus muros. La imagen le pareció idílica y romántica, y sintió un latigazo de excitación, como si estuviera a punto de emprender una aventura en la que sería la protagonista.
Como si el clima hubiera escuchado sus temores, comenzó a llover dificultando la visibilidad, y ella activó el limpiaparabrisas. Apagó el cigarrillo y encendió otro. Cuando estaba un poco nerviosa caía en la estupidez de fumar más de la cuenta.
—Tengo que dejarlo —dijo en voz alta—. Tengo que dejarlo de una puñetera vez. Llevo mil años escuchando esa frase, incordió su otro yo.
Había leído que las precipitaciones en Irlanda no eran excesivas debido a la baja altitud de las montañas, pero, al parecer, aquel día iba a resultar especialmente contradictorio con las guías de turismo. La lluvia arreció y Cristina se concentró más en la conducción, si cabía.
Tampoco esperaba gozar de sol, y menos aún en aquella estación del año. Irlanda no era España, y las tres quintas partes de la isla solían tener unos 225 días de precipitaciones al año. Sería todo un logro que viera aparecer el astro rey alguna vez mientras durara su estancia.
A su derecha distinguió caballos y ganado ovino, del que Irlanda no estaba escasa. Por algún extraño motivo, aquellas ovejas que se empapaban a la intemperie le recordaron de nuevo a Óscar. Decidió olvidarse de su prometido —¡prometido, qué horror! La palabra le sonaba agobiante, pero tenía que reconocer que lo era a su pesar— e hizo a un lado su imagen, mentalmente.
Iba a dedicar todo el tiempo a trabajar con ahínco, a disfrutar de las maravillosas antigüedades y pinturas que esperaba le proporcionara el castillo de Killmarnock y a demostrar que era una verdadera experta en la materia. Ya había probado con creces que lo era, y su jefe, César Freige, la tenía en gran estima, pero ella insistía en demostrar, día a día, que podía superarse.
Según devoraba millas iba admirando viejas casas rurales pintadas de blanco y con techos de paja, las ruinas de alguna abadía o los muros de olvidados monasterios que hacían frente al tiempo.
Comenzó a notar que le molestaba la espalda, así que buscó un restaurante de carretera y aparcó. Era grande y tan aséptico como un hospital, con mostradores y mesas de fórmica clara. El olor a comida prefabricada le desagradó, pero era lo que había. Se dirigió al selfservice, eligió un sandwich vegetal, una botella de agua y café, pagó y buscó un cartel que habilitara una zona de fumadores. Ocupó una mesa en el lugar más apartado, junto a los ventanales. Devoró el sandwich de tres bocados y se fumó otros dos cigarrillos, al tiempo que bebía el horrible café y revisaba de nuevo una de las guías que adquiriera en la calle de Serrano de Madrid.
Cuanto más leía sobre Irlanda más fascinante encontraba aquella isla que invadieron los celtas; a la que san Patricio convirtió al cristianismo y en la que Lionel, duque de Clarence, promulgó en el año 1366 los estatutos de Kilkenny, que limitaban la opresión a que los sometía Inglaterra; donde los ejércitos de Cromwell sofocaron la rebelión contra los protestantes y el dominio inglés, allá por 1649, y donde se excluyó a los católicos de la vida política en 1697.
Cristina volvió al Rover con renovados bríos, la botella de agua y la guía bajo el brazo, y su mente se disparó de nuevo imaginando el castillo en el que viviría, al menos, durante un par de semanas. ¿Tendría puente? ¿Foso? César únicamente le había adelantado que era una construcción del siglo XI, al parecer magníficamente conservada, y que abría sus puertas a los turistas dos veces al mes; las visitas se limitaban a una parte del castillo que no incluía las habitaciones personales, las cocinas ni la cripta.
¡Cripta! Cristina asoció este nombre a los cementerios, que siempre le provocaban sensación de desasosiego. Y una cripta no era ni más ni menos que un cementerio familiar.
Conectó la radio, inhalando el suave olor a manzana que emanaba del ambientador colocado sobre una de las rejillas de ventilación, ahuyentando tan lúgubres pensamientos y recibiendo a los
Beatles
, que invadieron la cabina con su
Let it be
. Comenzó a tararearla sin darse cuenta, con cientos de cabezas de ganado a derecha e izquierda, como testigos mudos, pastando en aquella alfombra verde que era Irlanda.
Afortunadamente, la lluvia amainaba.
Castillo de Killmarnock. Año 2004
L
os turistas, curiosos como siempre, caminaban despacio siguiendo al hombre alto y fornido de cabello rojizo y fuerte acento que iba mostrándoles las distintas dependencias del castillo y enumerando, con voz átona y áspera, aburrida, los relojes que se habían incluido en el mobiliario en el siglo XVIII, las sillas perfectamente conservadas del XIII, las gigantescas arañas —en las que bombillas actuales sustituían a las velas de la época— o los enormes retratos que colgaban en los oscuros muros. Aquí una alfombra que tejió la mismísima Fionna Killmar, allá las armas del conde Augustus, aquella la cama en la que murió el quinto conde, las espléndidas pinturas en los altos techos, la habitación en que había pasado dos noches el mismísimo rey de Inglaterra…
El tipo que cerraba el grupo se hizo el remolón cuando accedieron al enorme patio central, que fuera en tiempos remotos uno de los patios del castillo y que ahora estaba cubierto e iluminado por miles de vatios. Era enorme, austero, rodeado de veinticuatro columnas, seis por cada lado, que nada tenían que envidiar a las de cualquier claustro monacal. Era como si los Killmar hubieran deseado construirse el suyo propio dentro de sus muros. Los capiteles mostraban figuras de la historia sagrada, aves y plantas, y el guía iba desgranando sus conocimientos con el fin de que los visitantes comprendieran mejor el significado de aquellas obras.
El hombre joven que se había quedado rezagado y cuyo pasaporte lo identificaba como estadounidense, no parecía estar demasiado interesado en tales explicaciones. Sus ojos, grandes y muy azules, no perdían detalle. Lo que buscaba tenía que estar allí. ¡En algún lugar! Sólo necesitaba tiempo para encontrarlo. Mientras el grupo de turistas pasaba a otra dependencia, se adelantó y se colocó junto al guía.
—Jefe, ¿veremos la cripta?
El guía, que odiaba que lo llamasen «jefe», miró al sujeto por encima de sus gafas de montura dorada y respondió, simplemente:
—No.
El turista asintió, lo tomó del codo y le susurró casi al oído:
—Imagino que es una de las zonas vedadas.
—En efecto, señor. Hay varias zonas del castillo que no están abiertas al público.
—Bueno, eso podemos arreglarlo entre usted y yo, una vez acabe la visita guiada, ¿no es verdad? El guía sonrió con ironía.
—¿El señor es americano?
—En efecto.
El empleado del Ministerio de Turismo enarcó una de sus cejas. Aquellos americanos creían que todo lo podían comprar con sus dólares, aun cuando su moneda ahora iba a la zaga del euro. No se le despintaba uno.
—Lamento tener que decirle nuevamente que no está dentro del itinerario, señor. Pero si es de tanto interés para usted, siempre puede solicitar un pase especial a la administración de Killmarnock.
—¡Oh, vamos!
—Con permiso. —El guía se retiró y le dio la espalda para reunirse con el resto del grupo, que estaba entretenido en admirar una tela de seis metros de largo por cuatro de alto que representaba a la familia de los Killmar en el año1640—. Y ahora, damas y caballeros, pasemos a la biblioteca, donde podrán admirar tapices únicos, que datan del siglo XIV, y algunos códices. Por aquí, por favor.
El americano se hizo a un lado con un gesto de fastidio. Seguramente no habría sacado nada en claro de la visita a la cripta, pero al menos podría haber estudiado el campo. ¿Qué mejor sitio para guardar lo que él buscaba? La idea de colarse en el castillo por la noche le vino a la cabeza, pero la desechó tan pronto como se le ocurrió. Killmarnock no sólo era un castillo sino una fortaleza. Las macizas puertas ribeteadas de metal, los enormes muros de piedra gris y, por añadidura, la más sofisticada técnica de vigilancia, hacían imposible una incursión. Sin embargo, la solución que acababa de proponerle el estúpido guía era un paso adelante. Podía solicitar un pase especial al maldito conde y, si lo conseguía, pasar una estadía en el castillo. A nadie podría extrañar después que deambulara por todos y cada uno de los rincones e hiciera preguntas. Se desentendió definitivamente del grupo y se acercó a uno de los celadores, una bonita muchacha rubia:
—¿Por dónde puedo salir?
—Debe continuar con el grupo, señor.
—Mi móvil acaba de vibrar —mintió él con gesto compungido—. Estoy esperando una llamada muy urgente. Mi madre está ingresada, ¿sabe? Me temo lo peor…
La joven contempló por unos instantes el rostro agraciado, sus enormes ojos y su gesto de preocupación.
—Salga por aquella puerta y gire a la derecha. Verá un letrero que indica los lavabos y otro de salida. Da al aparcamiento.