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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (15 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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Cuando dobló la primera esquina y llegó al patio de las columnas, ya estaba corriendo desesperada.

Dargo la vio ascender las escaleras de tres en tres. Se apoyó cansinamente en una de las columnas y sonrió. Aquella mujer tenía coraje. Otra, en su lugar, habría escapado del castillo la noche anterior, entre alaridos y, seguramente, sin su equipaje. No Cristina Ríos. No la dulce y cabezota señorita Ríos. Aquella mujer iba a presentar batalla. Y él apreciaba una buena pelea.

Capítulo
13

L
a puerta de la habitación se había abierto silenciosamente. Y silenciosamente los pasos del fantasma lo acercaron hasta la cama.

Ella sabía que vendría. Lo había sabido desde el momento en que lo vió. No podía escapar de él, por eso lo había estado esperando. La atraía, como la llama de una vela atrae a una polilla.

Lo vio acercarse despacio —un fantasma no tiene prisas—, y su corazón dejó de latir.

El habitáculo estaba inundado por un vaho color neón claro que enmarcaba la alta figura del extraño ser, que la miraba fijamente. Ella no podía apartar la vista de aquel rostro atezado, que ahora veía con claridad. Sus ojos eran de un intenso verde esmeralda, como las aguas de una playa en las Antillas, y sus largas y espesas pestañas acotaban sus pómulos altos como palmeras. Su boca… Un mar de labios carnosos y sensuales, cuyo puerto era una boca plena al abrigo de mil besos. Una boca creada para besar.

Cristina imaginó el contacto de esos labios al pasearse por todo su cuerpo, lamiendo y mordiendo, saboreando su piel.

Con una perversidad cadenciosa, como si nada en el mundo importara más que aquella presencia irreal, hizo a un lado los cobertores que la arropaban y mostró su cuerpo a los ojos ávidos y penetrantes que la instaban a entregarse en silencio. Un ligerísimo camisón silueteaba sus formas, y Cristina se sintió más mujer que nunca. Era una sensación lúdica, pagana y exquisita. En el envite eterno del juego de la posesión, una mujer y un hombre, el hombre con el que iba a cubrir el sendero que lleva de la unión física al éxtasis. No era virgen, pero se sentía como si lo fuera, como si jamás hubiera saboreado las delicias del amor, el aquelarre del deseo.

Lo deseaba. Lo deseaba tanto que le dolía el pecho de esperarlo.

El vaho se hizo más denso, más tupido, envolviendo a ambos en una sábana cálida.

El espectro sonrió y luego, tan lentamente que a ella su instinto la instaba a apurarlo, se inclinó y sus largos dedos desprendieron una de las hombreras del camisón mostrando la blancura de la piel de su hombro desnudo. Muy despacio, él fue retirando la prenda, alargando el momento de desnudarla por entero, paladeando cada segundo, su deseo insatisfecho, regodeándose, haciendo de su anhelo un gozo.

La seda resbaló por el cuerpo de Cristina en un susurro que abrasó cada molécula. Un fuego de llama irreverente que los condenaba a un rito terriblemente sensual y sexual.

El fantasma tomó entre sus labios y sus dientes el botón rosado y endurecido de su pecho y Cristina arqueó su cuerpo entregándose definitivamente con un gemido de placer impúdico.

—Killmar… —murmuró.

Mientras su boca, ardiente como las brasas, avivaba los tizones de su pecho, la palma derecha, abierta, tan caliente como su boca, acariciaba los relieves del cuerpo de la muchacha. Era una mano grande, encallecida por el manejo de la espada. La mano de un guerrero. Se deslizó al otro pecho, masajeó su vientre y osciló, lenta y opresiva, hacia la unión entre sus muslos. Los largos dedos juguetearon con los rizos que cubrían el jardín de su morada lúbrica, y ella arqueó más las caderas y entreabrió ligeramente las piernas en una ofrenda rendida.

La sangre le bullía y trenzaba su cuerpo en contorsiones, acuciada por una avasalladora urgencia de culminar. Ansiaba que él la besara, pero Dargo seguía alimentándose con la suavidad y el sabor de su pezón, que mordisqueaba hasta provocarle dolor. Ella lo soportó entre aquel tobogán de deleites, pero cuando el dolor se intensificó, se retiró y gritó.

Agarró la larga y oscura cabellera de Dargo y tiró con fuerza para quitárselo de encima, apartando los dedos masculinos que hurgaban en su interior, embistiendo con fuerza, poseyéndola con el ritmo que ella habría deseado que imprimiese a su miembro. En un instante, el gozo se trocó en angustia.

—¡Noooooo!

Su propio grito la hizo incorporarse con los ojos muy abiertos.

Parpadeó, aturdida y sola. La desilusión la embargó. La cabeza le palpitaba, le dolía de forma rabiosa, y ella recordó la botella de whisky como el recurso al que acudiera para infundirse coraje. El pecho le seguía doliendo y vio que de su pezón derecho colgaba uno de sus pendientes, que no se había quitado antes de acostarse. ¡Maldita sea, ni siquiera recordaba haberse metido en la cama en pleno día! Tenía el enganche clavado en la carne. Se lo arrancó con un gesto de dolor y lo tiró sobre la mesilla de noche, maldiciendo su estupidez y aquel escabroso sueño. Se mojó los dedos índice y pulgar con la lengua y los deslizó por la zona dolorida hasta que la molestia remitió. Luego, con un suspiro de resignación, se dejó caer de nuevo sobre los almohadones. ¿El sueño…? ¿La pesadilla…? Había sido tan real que aún vibraba al recordarlo. Gimió, se acurrucó como una niña pequeña en posición fetal y se echó a llorar.

Dargo se pegó al muro. Había estado observándola desde que dejara el gabinete y ascendiera las escaleras hasta su habitación, con la botella bajo el brazo y corriendo como una loca. Le divirtió que bebiera directamente de la botella paseándose de un lado a otro, como un animal enjaulado, con la vista en la ventana y soltando un juramento de cuando en cuando. El alcohol estaba surtiendo su efecto con bastante rapidez, y cuando ella, tambaleándose, se desvistió y trató de embutirse en aquel camisón de seda blanco, casi transparente, la borrachera la venció. Cristina había caído sobre la cama, con el camisón enrollado sobre su pecho, borracha como una cuba. A pesar de su estado consiguió gatear y meterse entre las mantas poco antes de quedarse profundamente dormida.

Dargo habría deseado colocarle bien la prenda, tenderla con delicadeza entre las sábanas y arroparla con una caricia. Estaba asombrado de la ternura que aquella mujer despertaba en él. Hacía siglos que una mujer no le provocaba tanta ternura. Una mujer había sido la causante de su maldición, y él se había jurado que ninguna otra conseguiría engendrar en su corazón ni en su alma tal sentimiento y, sin embargo… Se lamentó en su desdicha y terminó por sentarse a los pies del lecho. ¡Ya no tenía corazón, y su alma sólo Dios sabía dónde demonios se encontraba a esas alturas! Un dolor casi físico le hizo morderse los labios para no blasfemar.

La había velado durante el resto del día y de la noche, soportando la tortura de estar tan cerca sin poder tocarla, deseándola de un modo tan feroz que lo asustaba.

Cuando ella comenzó a retorcerse y gemir en sueños, y también en sueños deslizó la hombrera del camisón dejando a la vista uno de sus gloriosos pechos, pronunciando su nombre con voz entrecortada, Dargo volvió a tomar conciencia de que su cuerpo se materializaba, se endurecía progresivamente. ¡Por san Patricio, se había puesto duro como una piedra! Habría deseado tomarla en aquel momento, poseerla con furia, sumergirse en la plenitud de la cópula.

Podía percibir el fuego de la mujer, y eso lo desarmaba y lo enfurecía a un tiempo. No podía complacerla ni complacerse. Todo lo que hizo fue alejarse un poco y pegarse al muro, con la boca seca y la sangre corriendo por su cuerpo como si jamás se hubiera evaporado de allí.

Debería haberse marchado, pero no pudo. Ahora Cristina, medio despierta, lamiéndose los dedos y aplicándolos a su pezón dolorido, lo dejó clavado donde estaba. La visión fue tan placentera, tan sensual, tan excitante, que se le formó un nudo de deseo que apenas pudo contener. Y maldijo a su padre. Y maldijo a Dios por mantenerlo en aquel estado, entre la vida y la muerte, sin pertenecer realmente a ninguno de los dos lados. Había faltado a Dios y abandonado a su familia cuando más lo necesitaban, pero quinientos años eran moneda más que suficiente para pagar por aquella huida. ¿Debía ser castigado también con la tortura del sexo, de una manera tan rabiosa y apremiante, sin posibilidad de respuesta?

El sol del amanecer penetraba débilmente por los ventanales, anunciando un cielo despejado y claro, en un juego de luces y sombras que convertían la alcoba en un espacio acogedor y mágico. Cristina se desperezó y saltó de la cama. Al hacerlo, una punzada de dolor la aguijoneó.

—¡Dios…!

Ayer te pasaste, chica lista,
la recriminó la voz.

Con el humor avinagrado, se arrancó el camisón, echó un vistazo hacia la ventana y se metió en el cuarto de baño. La ducha fría la despejó del todo, aunque salió del agua con los dientes castañeteándole de forma incontrolable. Al menos, el dolor de cabeza parecía haber remitido, y ella se encontraba con fuerzas para atacar el nuevo día. ¡Al garete el día anterior! Se envolvió en la bata y, a pesar del frío, abrió de par en par los altos ventanales, por los que entró un aire helado.

Fuera, el verde lujuriante de la campiña y dos hombres que ejercitaban a un par de hermosos sementales la devolvieron a la realidad. Inspiró y contuvo el aire hasta que sus pulmones protestaron y luego los vació lentamente, serenándose, volviendo a ser dueña de sus pensamientos. Un mal sueño. Una pesadilla que se debió, sin duda, a las confidencias de Miriam Kells y a su propia fantasía.

Se arrebujó en la bata y se volvió para vestirse…

Dio un brinco y se clavó el borde de la ventana en los riñones, pero ni siquiera notó el dolor. Sus ojos se abrieron como platos y se le heló la sangre.

¡Allí estaba de nuevo! Recostado con indolencia en el muro, sus fuertes brazos cruzados sobre el amplio pecho, apenas cubierto por su camisa holgada. Mirándola directamente.

Cristina intentó tragar saliva y no la encontró en su garganta, repentinamente seca. No se atrevió a moverse. Cerró los ojos con fuerza.

—Es una alucinación —dijo en voz alta—. Una alucinación, una alucinación —repitió para convencerse a sí misma.

¡Y qué alucinación, hija!

Abrió los ojos despacio, esperando no ver a nadie…, y las piernas comenzaron a temblarle.

—Buenos días,
acushla
.

Cristina hizo un esfuerzo sobrehumano para hablar, a punto de caer, una vez más, en el pozo de la inconsciencia. ¿Realmente le había hablado la aparición? ¿Había oído su voz o era también fruto de su calenturienta imaginación?

—¿Quién eres? —La voz le salió aflautada.

Él sonrió. Simplemente sonrió. ¡Y de qué manera, Jesús! Una mujer podría perder la virtud, hacer votos de clausura o matar a cualquiera sólo por verlo sonreír. ¡Aquel hombre, o lo que fuese, estaba como una rosquilla! ¡Para comérselo!

Notando el bombeo del corazón en los oídos, se obligó a avanzar hacia él. «Un fantasma no habla. Venga, vale, admito que puede aparecerse, pero no puede tener ese aspecto tan soberbiamente seductor. Un espectro no…» A unos pasos de él alargó la mano. Tenía que tocarlo. Necesitaba tocarlo para convencerse de que todo era un sueño, de que aún no había escapado de la pesadilla de aquella noche o de su estúpida borrachera.

El cuerpo de Dargo comenzó a diluirse. Su imagen, hasta ese momento tan sólida como la de cualquier ser humano, comenzó a difuminarse. Cristina entrevió el muro a través de él… De pronto, se abalanzó hacia la figura del fantasma, Dargo desapareció por completo y ella se dio de bruces contra la pared. Allí quedó, reclinada en el muro, como una beoda, sin atreverse a moverse ni a respirar. Las sienes volvían a palpitarle dolorosamente, y un temblor incontrolable se apoderó de su cuerpo. Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos con fuerza, temiendo volverse y encontrar que Dargo Alasdair Killmar estaba a su espalda. Sólo después de una inacabable pausa reunió el valor suficiente para darse la vuelta.

Se había marchado. Definitivamente. No había ni rastro de él, aunque ella notó otra vez que un calor agradable la invadía a pesar del frío intenso que se colaba por las ventanas abiertas.

Lentamente, aterrada, se dejó caer al suelo.

Las lágrimas le quemaron las mejillas, y sus ojos, como los de una demente, atisbaron cada rincón. Tenía un miedo irracional, pero el anhelo de volver a verlo la dominaba.

Capítulo
14

—¿Q
ué sentido tiene que vaya?

Cristina se tomó el café bien cargado, su único desayuno, y se colgó el bolso al hombro. Se había vestido con unos pantalones negros, un jersey de cuello alto y una chaqueta de cuero del mismo color. Eligió unas botas de media caña con poco tacón y recogió su cabello en una coleta de caballo. Se maquilló. Parecía cualquier cosa menos una mujer que había estado a punto de sufrir un infarto.

—Miriam, debo ir —aseguró—. Por mi propia salud mental. ¿Lo comprende?

—No conseguirá nada visitando la clínica. No probará nada, porque nada hay que probar.

—En eso se equivoca. Tengo mucho que probar. Quiero ver con mis propios ojos que lord Killmar está ingresado y que de veras ha sufrido un accidente.

—El señor Watford…

—El señor Watford les avisó, sí. —Se acercó y le tomó las manos con afecto—. Tengo que verlo por mí misma. Comprobar que realmente el hombre que se aparece no es el conde. Necesito saber si lo que vi es… realmente… un fantasma.

Miriam la acompañó hasta el aparcamiento, en la trasera del castillo, donde Cris encontró estacionado su coche, al que habían cambiado la rueda pinchada por la de repuesto y bendijo ese detalle.

El ama de llaves no intentó detener a la muchacha, pero se quedó preocupada cuando ésta arrancó y salió disparada por el camino de grava, hacia la carretera. El automóvil se alejó y se perdió en la lejanía, y la señora Kells fijó su mirada en las almenas del castillo. Allí estaba él. Oteando como un halcón. Con la larga cabellera oscura ondeando al viento. Un espectro temible y adorable a la vez. Miriam sintió una lástima infinita por él, porque adivinó en su gesto huraño el ansia de libertad y el peso de la maldición que lo encadenaba entre aquellos muros desde hacía siglos.

—Si ella pudiera ayudaros, milord… Si ella pudiera ayudaros…

La clínica era, probablemente, el mejor centro privado de toda Irlanda. No bien cruzó la entrada, después de caminar cinco minutos entre setos cuidadísimos y aligustres que flanqueaban senderos de gravilla que morían en un pequeño edificio de fachada isabelina, Cristina se dijo que bien podía encontrarse en un hotel de cinco estrellas. Los mejores cuidados, para quienes pueden pagárselos, pensó con ironía. Se acercó con paso decidido al mostrador de recepción y preguntó por la habitación de lord Kevin Killmar. La mujer que atendía el registro de entradas y salidas ofrecía un aspecto impecable. Tenía el cabello rubio simétricamente peinado en un moño alto y tan estirado que sus ojos parecían oblicuos. Vestía un traje inmejorable, probablemente de Dior, y lucía al menos un kilo de oro entre pendientes, sortijas y pulseras. Eso sí, era poco agraciada. De hecho, fea como un demonio. Su trato pretendía ser cálido pero se tornó frío en cuanto se fijó en el atuendo de Cristina, que, en ese momento, captó ese detalle sutil.

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