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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (25 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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Probablemente Dargo jamás le mostró las pinturas de su hermano Lian, ella simplemente había visto la firma al pie de los óleos. Jamás habían hablado, ni discutido, ni intercambiado opiniones. ¡Jamás habían hecho el amor! Pero… ¿y la cocina? Allí él aferró su carne, la tocó. ¿O tampoco?

Eran cerca de las cuatro de la madrugada, y Cris seguía dando vueltas en la cama, sin poder dormirse, presa de una súbita ansia de saber qué puñetas era lo que estaba haciendo en Killmarnock, aparte de permitir que su mente se deshiciera en papilla. En algunos momentos, dudaba incluso de dónde se encontraba, si en la realidad o en la fantasía. Y ¿por qué estaba obsesionada con la maldición? ¿Qué quería descubrir tras ella?

—¿Insomnio?

Cristina respingó y se incorporó de golpe en la cama, como una autómata. La voz procedía del rincón más oscuro de la habitación, aquella parte apenas iluminada por la tibia luz de la luna, que pugnaba por asomar entre las gruesas nubes. Era como si la voz llegara directamente del infierno.

—¿Dargo?

—¿Es que acostumbras a recibir otras visitas masculinas a estas horas de la noche? —preguntó él con ironía, materializándose a los pies de la cama y provocándole un nuevo sobresalto.

El sarcasmo molestó a Cristina.

—¿Qué haces aquí? Casi me había convencido de que eras fruto de mi fantasía.

—No creo que nuestros… interludios puedan achacarse únicamente a la ofuscación,
acushla
. ¿Tienes un minuto para dedicarme? Ya que no puedes dormir…

—¿Es que tú nunca duermes?

La sonrisa de Dargo le formó aquellos hoyuelos divinos en las mejillas, y a ella le subió la adrenalina y la asaltó la necesidad de echársele encima y comérselo a besos. Indudablemente, debía de estar como un cencerro. Le iba a costar una fortuna ingresar en una clínica psiquiátrica y ponerse en tratamiento para que la recuperaran. Como era de esperar, el espectro no contestó a su estúpida pregunta.

—Encontré unos bocetos en el desván que me gustaría que vieras —le informó.

—¿Bocetos? ¿De qué? —preguntó Cristina con fingido desinterés, pero incapaz de disimular cierto apremio.

—Sepulturas.

Ella abrió los ojos como platos. ¿Dargo pretendía que ella se levantara a las… —encendió la lamparilla y miró el reloj de pulsera que había dejado sobre la mesita— cuatro y media de la madrugada, para ver bocetos de sepulturas? Comenzó a dudar sobre quién era realmente el loco. Apagó la luz, se tumbó de nuevo y se tapó con las mantas.

—Buenas noches, milord.

Dargo quedó sumido en la oscuridad, pero no se apartó ni un centímetro de los pies de su cama. De su cama. Ya no eran los mismos colchones ni las mismas sábanas, claro está, pero seguía siendo su lecho, aquel en el que dormía y se revolcaba con alguna que otra dama cuando vivía. Curiosamente, la imagen de todas aquellas mujeres, incluida la que él tomó por esposa y le dio un heredero, se borraron de su mente ante la visión turbadora del cuerpo de Cristina bajo las mantas.

El deseo de enviar todo al infierno y meterse con ella en aquella cama le produjo un dolor casi físico. Suspiró en silencio y retrocedió hasta el rincón en el que se había materializado, obligándose a desechar de su espíritu la avidez por poseerla, dispuesto a evaporarse.

Antes de desaparecer del todo, una pregunta de Cristina lo hizo regresar al mundo de los vivos.

—¿Tienes poder sobre el tiempo, Dargo?

El conde parpadeó, confuso. ¿Sobre el tiempo? ¿Quién podía tener poder sobre el tiempo?

—Explícate —pidió con voz neutra.

Ella volvió a encender la luz para verlo bien. Sin preocuparse de cubrirse, dejó que los cobertores resbalasen cuando se incorporó, y Dargo pudo apreciar una camisa de dormir tan liviana que hubo de desviar la mirada. ¡Aquellas malditas prendas que vestía Cristina lo llevaban al límite de su resistencia! Cuanto más se materializaba más débil se sentía, y no podía remediar hacerse visible cuando se encontraba cerca de la mujer. Por eso… y por la rabia contenida que albergaba su alma por haberla visto con el americano, había estado ausente una semana entera.

—Tyron ha descubierto un escrito en la biblioteca que dice que algunos druidas tenían poder para controlar el tiempo. Para viajar en el tiempo —precisó sin necesidad.

Dargo apretó los dientes con tanta fuerza que ella los oyó rechinar. ¡El maldito Parnell!

—Yo no soy druida.

—Pero tu madre lo era, ¿no es cierto? Era una druidesa.

—¿Quién lo dice? —inquirió él, poniéndose rígido.

—Tyr…

—¡Tyron otra vez! —explotó el fantasma, acercándose con dos zancadas largas y gatunas al pie del lecho—. Querida, ¡empiezo a estar hasta las narices de ese jodido Tyron!

Cristina no pudo evitar notar una punzada de felicidad al oírlo bramar. Su fantasma, su maravilloso y deseable fantasma, seguía celoso como un becerro.

—No entiendo qué tienes contra él.

—Que está a tu lado, que puede hablarte cuando le viene en gana, tocarte cuando quiere, pasear contigo sin esconderse, sin la presión de que los demás puedan verlo. Reír contigo. El es humano. Yo, por el contrario, debo aparecer cuando estás a solas, so pena de provocar la histeria colectiva.

Ella no pudo por menos de echarse a reír. Antes de darse cuenta, Dargo había rodeado la cama, se había acercado a ella, tomándola entre sus brazos, y la estaba besando, de esa forma que la transportaba. Su cuerpo reaccionó como yesca a la que acercan una llama, prendiéndose de inmediato.

Sucedía otra vez. ¡Dios, volvía a tenerlo como si fuera de carne y hueso! El beso fue tan intenso, tan salvaje, tan abrumadoramente profundo, que cuando la soltó ella tenía los labios hinchados. Se llevó la mano a la boca para palpárselos.

Dargo estaba al otro lado del cuarto. No se había movido de allí.

—Eres un machista. Y en esta época, tesoro, eso no está bien visto.

—Da la casualidad,
acushla
, de que no soy, afortunadamente, de esta podrida época —replicó él, consumido por el deseo insatisfecho, el hambre apremiante.

Ella le devolvió la mirada sin temor, retándolo, de tú a tú, de igual a igual. Si aquel engendro del diablo pensaba que iba a atemorizarla con su furia, iba listo. Ella era más Borrell que Ríos, como solía decir su padre siempre que se refería a la tozudez de su esposa. Y una Borrell podía ser más terca que una mula.

Eso es, más que una mula parda.

—¿No querías mostrarme unos bocetos? —dijo, retirando el edredón, y a punto estuvo de provocarle un colapso, si tal cosa hubiera sido posible, cuando el camisoncito resbaló a lo largo de sus piernas y él pudo ver aquella perfección por duplicado así como el parche de unas braguitas de color blanco que lo dejaron sin respiración.

—¿Qué?

—Los bocetos. Has hablado de bocetos de sarcófagos.

Dargo cerró los ojos mientras ella se desprendía del camisón y buscaba algo que ponerse. Debajo de la prenda no llevaba más que aquellas diminutas braguitas que solía usar y que él podría romper con un solo dedo. Se obligó a relajarse y a pensar en cualquier cosa mientras ella se vestía con un pantalón vaquero y un jersey amplio, con escote de barco, que dejaba un encantador y pálido hombro al descubierto.

—Quinientos años de maldición no han acabado conmigo, pero juro por Dios que si me ofreces muchas visiones como ésta, estaré acabado —suspiró Dargo.

—¿Decías?

—¡Nada! Vamos, si quieres ver esos dibujos. No tenemos toda la noche.

—Yo pensaba que tú sí la tenías —bromeó ella.

Guardó silencio y se mordió los labios porque Dargo presentaba ahora unos ojos soberbios, verdes y furiosos. Vaya, aquella noche no parecía muy inclinado a bromear. Cris se encogió de hombros y lo siguió.

El castillo estaba sumido en un silencio opresivo en tanto ellos avanzaban en su recorrido secreto hasta el desván. A fuerza de subir por aquel largo túnel, a Cristina ya se le antojaba familiar.

No bien cerró la trampilla, Dargo se fue directo a una arqueta, de donde extrajo unos rollos de papel grueso y descolorido. Los extendió sobre un tablón carcomido que usó a modo de mesa y retrocedió un par de pasos. Cristina se acercó y echó una ojeada. En efecto, parecían bocetos de sepulturas. Los estudió con detenimiento, durante un buen rato, sin ver más que un dibujo inacabado de líneas toscas que figuraba un féretro con ornamentos de animales y plantas en su base. Se trataba de esquemas de estatuas que representaban al difunto yaciente y anotaciones a cada lado de las medidas, escritas con una letra burda.

Uno en especial destacaba del resto. La estatua de la madre de Dargo, la quinta condesa de Killmar. En el dibujo, de largos trazos, la imagen de aquella mujer había sido tratada con esmero. Ya se adivinaba que la escultura sería de gran belleza, como así lo había comprobado Cris en la cripta.

Pero fue un pequeño boceto el que más le llamó la atención. Reproducía una pequeña cabina. Miró a Dargo sin entender.

—¿Qué es esto?

—Dímelo tú. ¿Qué crees que es?

—Parece un hueco. Un… escondrijo.

—Indudablemente.

—¿Dónde?

—No tengo ni la más remota idea. Los descubrí hace tres días. He inspeccionado la cripta de arriba abajo, repasando todos los sarcófagos de mis antepasados de uno en uno, incluso de mis descendientes. Nada. No he mirado dentro de los féretros, por descontado.

A Cristina la estremeció un escalofrío al imaginarse a Dargo colándose en el interior de una de las sepulturas. ¿De qué otro modo podía un fantasma ver el interior de un sarcófago?

—Bueno, es un boceto. Quizá lo esbozaron y luego lo ignoraron —aventuró, poco convencida—. ¿Podrías mover las lápidas?

Dargo se pasó la mano por los largos cabellos, que ahora le caían sobre los hombros, siempre tan negros y relucientes. No contestó.

—Esperaba que esto pudiera darnos una pista para… —Guardó silencio.

—Para encontrar la reliquia. —A ella la adrenalina le subió como la espuma ante el reto que suponía, por fin, localizar la dichosa sandalia—. ¿Seguro que miraste bien? ¿No habrás pasado algo por alto?

—Puedes jurarlo.

Cris suspiró y se sentó en el suelo, donde se acomodó con la espalda contra el arcón y las piernas estiradas. La sola idea de ponerse a buscar la reliquia la despejó del todo. Era un desafío, pero en realidad no tenían idea de por dónde empezar.

—No puedo creer que en quinientos años no hayas sido capaz de encontrar esa jodida zapatilla.

—Eso suena a blasfemia,
acushla
.

—Mira, no me fastidies, ¿vale? Después de conocerte, de aceptarte como lo que eres, un fantasma, sigo dudando de las enseñanzas de la Iglesia católica. En realidad, de cualquier creencia religiosa. Comprenderás que no entienda qué tiene de especial una sandalia, aunque hubiera calzado el pie del mismísimo Jesucristo.

—¡Era el hijo de Dios!

—Eso está por ver —repuso, escéptica.

Dargo se quedó en blanco.

Mientras ellos discutían sobre la base de la fe del cristianismo, en otro extremo del castillo una figura se movía sigilosamente en dirección a la capilla. En absoluto silencio, la sombra empujó las puertas, entró y cerró a sus espaldas. Con pasos seguros atravesó el pasillo central, se quedó durante un instante parado frente al pequeño y espartano altar y luego se dirigió hacia la cripta. Abrió la puerta, encendió la linterna que llevaba en la mano derecha y comenzó a descender los escalones. Al llegar abajo, barrió toda la estancia con el haz de su linterna. Había al menos veinte sarcófagos, y la figura avanzó entre ellos como si conociera el lugar. Junto a la sepultura de Fionna Killmar, iluminó la bella cabeza esculpida de la mujer, y sus ojos claros se detuvieron en el rostro hermoso del frío mármol durante unos segundos. Luego prosiguió hacia la pared del fondo.

La primera tumba no era de piedra y databa del año 1200. Debido al paso de los siglos y a la calidad de la madera, ésta se había deteriorado de tal modo que apenas se percibían los restos de algunas líneas de hojas en su base.

La figura apoyó la linterna sobre la tumba situada a su derecha de tal manera que el haz de luz incidiera sobre la sepultura más antigua. No le costó demasiado mover la plancha superior, que llevaba esculpida, también en madera, la imagen del difunto, un caballero con una larga túnica, que sujetaba en sus manos un espadón a modo de cruz sobre el pecho. Sus facciones, carcomidas por el tiempo, parecieron contraerse cuando la tapa del sepulcro se desplazó a un lado. Muy poco. Lo suficiente para permitir al intruso meter el brazo y extraer un paquete de medianas proporciones que depositó en el suelo.

Al desenvolverlo, la amarillenta luz de la linterna se topó con esmeraldas y rubíes. Las piedras preciosas despidieron un brillo que se atomizó en la negrura.

Y Tyron Parnell se ufanó en la oscuridad. Si no encontraba lo que estaba buscando, al menos no se iría de allí con las manos vacías. La Daga Roja del Herrero y la Daga Verde de Niamb. Valían una fortuna, pero estaba dispuesto a renunciar a ellas a cambio del verdadero tesoro de Killmarnock.

Capítulo
22

A
jenos por completo a las andanzas del americano, Dargo y Cristina estaban inmersos en su universo particular. La soledad del desván los aislaba y protegía del resto del mundo.

En un momento dado, ella le pidió que le hablara de su familia. Dargo se relajó y, sentado junto a ella en el suelo, con la vista perdida en las estrellas que parpadeaban tras las altas ventanas de saetera, comenzó a narrar capítulos de su vida que ya creía olvidados en el tiempo.

Relató las travesuras a las que él, y siempre él, arrastraba a Lian cuando ambos no levantaban un palmo del suelo. Habló sobre el nacimiento de Shannon, a quien todos adoraron desde el instante mismo en que su carita asomó en la cuna; sobre el modo en que le enseñaron a aquella diablilla todo cuanto llegó a saber; sobre su risa, su inteligencia y su vivo genio. Y describió la inmejorable relación que siempre mantuvo con su padre, hasta aquella funesta noche en que lo desterró de su corazón, maldiciéndolo. Y habló también de Fionna Killmar. Cristina le observaba en silencio mientras él derramaba en su relato el amor hacia aquella mujer que le diera la vida.

—¿Se amaban tus padres?

La sonrisa de Dargo fue como un fogonazo en la oscuridad. ¡Qué atractivo era! Como un muchacho revoltoso maquinando cualquier travesura. Su gesto, casi siempre adusto, se suavizaba cuando reía, haciéndolo parecer más joven.

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