Locuras de Hollywood (16 page)

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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

BOOK: Locuras de Hollywood
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El vino, cuando es rojo —o, como en el caso de Phipps, que estaba bebiendo
crème de menthe
, verde—, te envenena como una víbora, y así lo hacen también las críticas adversas al genio de un artista. Phipps, pues, se hallaba en el trance del hombre picado simultáneamente por dos víboras, por lo que la rubicundez de su rostro se tornó aún más grana.

—¡Ja! —exclamó—. Conque no soy capaz de abrir la caja, ¿eh? ¿Que no puedo abrir esa maldita caja? Pues miren, sólo por eso voy a abrirla.

Joe dirigió a Bill una mirada rápida y reverente. Dejadlo en manos de Bill —expresaba—. Ella sí es de fiar y te sacará siempre de apuros.

—Muchas gracias, Phipps —dijo.

—Gracias a usted, señor —respondió el mayordomo maquinalmente; pero en seguida, corrigiéndose a sí mismo, añadió—: Oiga…, ¿por qué me da las gracias?

—Ya le dije… Va usted a abrir la caja. Y, si la abre, tendremos nuestro dinero.

—¡Ja! Y, una vez que lo tenga, imagino que piensa que podrá casarse con la joven Kay… ¡Pues espere sentado! No tiene la menor posibilidad, infeliz. Ya oí cómo le daba calabazas esta misma tarde en la rosaleda…

Joe se sobresaltó.

—¿Cómo?

—Quitándoselo de encima como si fuera una colcha.

Joe se puso de un rojo subido. No tenía ni idea de haber actuado para un auditorio.

—No me diga que usted estaba allí.

—Sí que estaba.

—Pues no le vi.

—Nadie puede verme nunca.

—Le llaman La Sombra —aclaró Bill.

—Y le diré lo que más me chocó de todo ese episodio —prosiguió Phipps, hurgando de nuevo en la herida—. Sus métodos están totalmente equivocados. Se le veía alegre, dicharachero. Jamás conquistará el corazón de una joven sensible haciendo el payaso. Lo que ha de hacer es estrecharla entre sus brazos y besarla.

—Mejor que no se atreva —dijo Bill—. Es arriesgado. En cierta ocasión besó a una chica en París, y la hizo salir disparada a lo alto de la Torre Eiffel.

—¿De veras?

—No hizo más que cerrar los ojos con un gemido de éxtasis, y empezó a flotar, subiendo, subiendo, subiendo…

A modo de ilustración de sus palabras, Bill agitó los dedos, y el mayordomo empezó a seguirlos con la mirada con gesto de disgusto.

—No haga eso —chilló de pronto—. Me hace pensar en arañas.

—Lo lamento. ¿Les tiene manía a las arañas?

—Sí, se la tengo. ¡Arañas! —repitió Phipps sombríamente—. Podría contarle muchas cosas acerca de las arañas. Pregúnteme a mí, si quiere saberlo todo de ellas.

—Cuando llegue la Revolución, las arañas bajarán corriendo por Park Avenue.

—¡Ah! —dijo Phipps, como concediendo verosimilitud a esa profecía. Bostezó y estiró las piernas sobre el sofá—. Bueno…, no sé qué pensarán hacer ustedes —dijo—, pero yo voy a dar una cabezadita. Buenas noches a todos. Es hora de irse a la cama.

Cerró los ojos. Gorjeó un par de veces. Y luego, sin soltar la botella, se durmió.

XIII

Joe miró a Bill, desalentado. En este mundo uno debiera estar preparado para todo, o para la que salte, pero él no estaba preparado para esto. Lo había pillado completamente por sorpresa.

—¿Y ahora qué? —dijo.

El nuevo giro del asunto no pareció preocupar gran cosa a Bill. Observó la horizontal figura del mayordomo con expresión afectuosa y tierna, como la de la madre inclinada sobre la cuna de su hijito dormido, y le colocó bien el cojín debajo de la cabeza, pues parecía a punto de caerse.

—Probablemente sea lo mejor —dijo—. Le hará bien abandonarse un ratito en manos del sueño, y tendremos el resto de la noche para trabajar. ¿Habías visto alguna vez antes a un mayordomo borracho?

—Nunca.

—Ni yo. A propósito de lo cual, me atrevería a decir que prefiero verlo a serlo. Cuando la fresca luz del alba venga a filtrarse por aquellas ventanas dentro de una hora o así, tú y yo estaremos en plena forma y frescos como las margaritas, pero estremece pensar cómo se sentirá Jimmy Phipps. A la mañana que sigue a una pítima como ésta, la naturaleza del hombre, según dice Shakespeare, sufre el rigor de una insurrección. Las carreras por el alkaseltzer deben de tener una larga historia. Pero no nos alejemos del tema. Aunque brillantemente achispado y no siempre muy coherente en sus observaciones, nuestro bello durmiente ha dicho algo muy sensato y significativo.

A propósito de tus métodos de hacer la corte. ¿Lo escuchaste?

—Sí.

—Tenía toda la razón, ¿sabes? Ha dado en la diana. Tus métodos son erróneos. He estado charlando con Kay. Esa chica te quiere, Joe.

—¿Qué?

—Así me lo ha dicho y repetido. Sus palabras exactas se han borrado de mi memoria, pero la esencia de sus observaciones era que, cuando está contigo, se siente como si hubiera sólo una fina hoja de papel de seda entre el cielo y ella. Y, si eso no es amor, ya me dirás tú.

Joe se tambaleó.

—Bill, si te estás burlando de mí…

—¡Por supuesto que no me burlo de ti! ¿Por qué demonios iba a hacerlo? Hazme caso: te quiere. Eres la guinda de su pastel, la sal de su estofado… Pero es precavida…, cautelosa…, y sospecha de ti.

—¿Que sospecha?… ¿Por qué?

—Porque estás haciendo el payaso todo el tiempo.

—Es que soy tímido.

—Ya se lo dije, pero no quiso creerme. Te considera un mariposón sin fundamento, que revoloteas de flor en flor para libar. Oye, ¿tú vas libando por ahí?

—No, no lo hago.

—¿No andas tonteando con chicas?

—Ciertamente que no.

—Entonces…, ¿qué hay de ese librito rojo tuyo con números de teléfono? —preguntó Bill.

Si hubiera abofeteado el rostro de Joe con una toalla mojada, el efecto no habría sido más fuerte. Cuando le das en plena cara a un hombre con una toalla mojada, se queda sin respiración y se tambalea. Pone unos ojos como platos. Su color toma un tinte morado. Y, en fin, la boca se le abre como la de un pez y no vuelve a cerrársele. Justamente así estaba Joe ahora.

—¿Un libro rojo? —tartamudeó.

—Un libro rojo.

—¿Un libro rojo pequeño?

—Un libro rojo pequeño.

—¿Un libro rojo pequeño con números de teléfono?

—Un libro rojo pequeño con números de teléfono.

A Joe se le pasó la sensación de haber sido golpeado con una toalla mojada. Estaba indignado, la verdad, como un buen hombre injustamente perseguido.

—¿Por qué demonios tiene que armar todo el mundo tanto guirigay a cuenta de mi librito rojo con números de teléfono? —preguntó acaloradamente—. Todo hombre que se precie tiene su librito rojo con números de teléfono. Los niños empiezan a escribirlos en el parvulario. Y Kay lo sabe todo al respecto. Le expliqué detenida y detalladamente, la última vez que almorzamos juntos, que no tenía que darle ninguna importancia a ese librito. Le dije que las chicas que figuraban en él eran meros vestigios de un pasado muerto y bien muerto. He olvidado la mitad de sus condenados nombres. No significan nada para mí, nada.

—¿Menos que el polvo que pisan las ruedas de tu carro?

—Considerablemente menos. No llamaría a ninguna de ellas ni para complacer a su abuela moribunda. Son fantasmas, te digo. Espectros. Sombras.

—¿Como hilachas de ectoplasma?

—Eso mismo. Hilachas de ectoplasma. Escucha, Bill: para mí no existe más mujer en el mundo que Kay, Es la única. Suéltame en cualquier esquina y haz que desfilen por mi lado Helena de Troya, Cleopatra, la Langtry, Hedy Lamarr y La Belle Dame Sans Merci en bañador, que ni siquiera me molestaré en dedicarles un silbido de admiración.

Su rústica elocuencia emocionó a Bill.

—Bueno…, todo eso suena muy satisfactorio. Resumiendo, que estás limpio como una patena…

—O más…

—Muy bien. Pues entonces, tal como yo lo veo, todo lo que tienes que hacer es modificar tu actitud de cómico de radio. Así no puedes llevar el asunto. Reduce al mínimo tu vertiente Bob Hope. Hay dos métodos para conquistar el corazón de una chica —sentenció Bill—. El primero es ponerse en plan macho dominante…, hombre de las cavernas, y ganarlo por la fuerza.

Como ejemplo de lo que quiero decir, escribí una vez un relato para la revista
Pasión
, en el que el protagonista era todo un carácter. Uno de aquellos tipos del viejo Westbury, en Long Island, que se pasaban el día cazando, montando a caballo y disparando a la gente; el mío tenía tremendos arrebatos de ira, bajo cuya influencia agarraba a la chica por la melena y la arrastraba por la habitación rechinando los dientes. Los dientes de él, quiero decir, naturalmente; no los de la chica. Los de ella sólo castañeteaban un poco. Te lo propongo como sugerencia.

—No pienso arrastrar a Kay por las habitaciones agarrándola por el pelo.

—Pues sería una atención muy delicada. Podría decantar la balanza. A la chica de mi relato la encantaba. «¡Oh, Gerald, Gerald», repetía, «no sé qué me das!».

—No.

—Está bien; dejemos este asunto del pelo. Pero podrías agarrarla por los hombros y sacudirla como si fuera una rata…

—No, no podría.

—¿Por qué no?

—Pues porque no podría.

—Lo pones difícil para echarte una mano —dijo Bill—. No aceptas compromisos. Da la impresión de que has olvidado el viejo lema de la Superba-Llewellyn: Servicio y Cooperación.

Sacó de su bolsillo el Mickey Finn y lo hizo rodar pensativamente en la palma de la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Joe.

—Una aspirina. No duermo bien. En fin…, si no quieres ser un hombre de las cavernas, tendremos que probar con el segundo método y ablandar su corazón en vez de atormentarlo. Hemos de prepararte para que le inspires simpatía.

—¿Qué quieres decir?

—Es muy sencillo… ¡Ah! Estas reuniones de trabajo dan sed. ¿Te apetece un traguito?

—Estupenda idea. ¿Champán?

—Me parece muy bien. «Ten apego a lo viejo y probado».

Bill se acercó a la bandeja, llenó dos copas y diestramente dejó caer el regalo del barman de la Tercera Avenida en la que ofreció a Joe.

—Sí —dijo—. Debemos prepararte para que le inspires simpatía.

—Pero… ¿cómo?

—Es muy sencillo.

—Eso ya lo dijiste antes.

—Y lo repito. Ya conoces el viejo poema: «Oh, mujer, en nuestras horas de bienestar incierto…

—… parco y tal vez ingrato…». Sí, solía recitarlo de niño.

—Debías de estar magnífico. ¿Por qué me perderé yo esas cosas? Bien…, pues recuerda, entonces, que sabemos de buena tinta que sólo es menester un poquito de dolor y de angustia surcando la frente para trocar a una chica en una hermanita de la caridad. «Cuando el dolor y la angustia surcan una frente, tú eres una hermanita de la caridad». Lo pone el libreto.

—¿Y qué?

—Bien…, tomemos el caso de Kay. Estoy convencida de que si Kay, que ahora está en la cocina preparando apetitosos emparedados, entrara aquí y te viera caído e inconsciente en el suelo, su corazón se derretiría como un helado de nueces en el desierto del Sahara. Se arrojaría sobre tu figura postrada y cubriría de besos tu rostro vuelto al cielo. Esto es lo que haría Kay si entrara aquí y te viera caído e inconsciente en el suelo.

—Pero… ¿por qué habría de estar yo caído e inconsciente en el suelo?

Bill asintió. Se hacía cargo del problema.

—Sí, hay que pensarlo. ¿Y si supusiéramos que Phipps, en un arrebato de furia provocado por el alcohol, te deja seco con un golpe de esa botella que acuna entre sus brazos como una madre a su bebé?

—Pero no lo ha hecho.

—Muy cierto, sí. Sólo estaba pensando en voz alta. Bueno, ¡salud!

—¡Salud! —dijo Joe.

Los dos vaciaron sus copas.

—Mickey Finn… —comentó Bill, pensativa—. Me pregunto por qué llamarán así esas cosas.

—¿No es porque, según dicen, las inventó un barman llamado Mickey Finn?

—Mencken dice que no, y probablemente está bien informado. Mencken lo sabe todo. ¿Tienes idea de cómo actúan?

—Sí; es curioso, pero la tengo. Salían en una película que estaba haciendo justo antes de que me despidieran. Por lo visto, al principio no notas ningún efecto raro. Luego, si mueves la cabeza…, así…

Bill, ligera, de pies, logró agarrarlo cuando empezaba a desplomarse. Lo depositó con suavidad en el suelo, le dirigió una mirada en la que se mezclaban exquisitamente conmiseración y satisfacción, y luego, acercándose al sofá, sacudió a Phipps por el hombro.

Nunca es fácil despertar a un mayordomo piripi que se halla en pleno proceso de dormir dos Especiales Wilhelmina Shannon y una botella de
crème de menthe
, y durante un rato pareció que sus esfuerzos no iban a verse recompensados. Pero pronto comenzaron a aflorar signos de vida en los rígidos miembros. Phipps gruñó. Se revolvió, se movió, dio la impresión de sentir que el impulso vital lo recorría de arriba abajo. Otro gruñido más y se incorporó en el sofá, parpadeando con cara de sorpresa.

—¿Hola? —dijo con un ronco murmullo, semejante al de un espectro compareciendo en plena sesión de espiritismo—. ¿Qué ocurre?

XIV

—Lamento turbar sus sueños, míster Phipps —dijo Bill en tono de disculpa—, pero me parece que no soy capaz de hacer que vuelva en sí.

—¿Eh?

Bill le indicó los despojos que yacían en el suelo.

—¿Tal vez podría usted echarme una mano? —preguntó—. Valen más dos cabezas que una.

Phipps se levantó del sofá trastabillando. Sus inseguros sentidos le mostraron que había un cuerpo tendido en la alfombra, como solía ocurrir tantas veces en las novelas policiacas que eran su lectura favorita. En esas novelas era casi imposible entrar en una habitación sin encontrar cuerpos tendidos sobre las alfombras. Lo único excepcional que se podía decir del presente es que no tenía clavada en la espalda una daga de diseño oriental. Cerró los ojos confiando en que con ello podría hacer que desapareciera el cadáver. Pero, cuando los abrió, aún seguía allí.

—¿Qué pasa con él? —balbuceó—. ¿Para qué se ha tumbado así?

Bill enarcó las cejas.

—Supongo que recordará usted que, sin duda justificadamente, le atizó en el occipucio con esa botella…

—¡Dios santo! ¿Lo hice?

—¡No me diga que lo ha olvidado!

—No puedo recordar nada —dijo el mayordomo poniéndose lívido—. ¿Qué pasó?

—Bueno… Todo empezó cuando empezaron a discutir acerca de los títulos a la sucesión apostólica de la Iglesia de Abisinia.

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