—Pues yo diría que es más bien ruido como de rascar —intervino el agente.
Bill aguzó el oído.
—¡Ah, sí! —dijo—. Ya sé lo que es. Es el caniche de mi hermana. Tiene la piel muy sensible y es como la joven dama de Natchez, que decía: «Donde a Ah le pica, Ah se rasca». ¿Le gustan los perros, sargento?
—Sí, señora. Tengo uno en casa que…
—¿De qué raza?
—Un terrier escocés, señora.
—No hay mejor raza. Son unos animales muy inteligentes.
—¿Inteligentes? No lo sabe usted bien. ¡Si yo le contara…! —dijo el sargento.
—¡Si yo le contara! —dijo su compañero, que estaba deseando hablar de Buster, su terrier de Boston.
—¡Basta de cuentos! —cortó Adela, que durante aquel intercambio de frases había estado acumulando presión hasta niveles peligrosos—. Pero ¿qué clase de policías son ustedes? ¿Se han escapado de una película de Charlot? ¿Van a subir a la sala de proyección de una maldita vez?
—En seguida, señora, en seguida —dijo el sargento—. Vamos, Bill.
Cuando los vio dirigirse hacia la puerta, Smedley dejó escapar el sordo gemido de desesperación del hombre que siente derrumbársele el mundo. Y, tropezando con sus propios pies, cayó sobre el sargento, que a su vez cayó sobre Adela.
—¿Y ahora a qué juega? ¿Al rugby? ¿A los bolos? —preguntó Adela.
—Perdón, señora —se excusó cortésmente el sargento—. El caballero me empujó. —Hizo una pausa, observándola con curiosidad—. Dígame, ¿no es usted Adela Shannon?
—Lo soy.
—¡Pues claro! ¡Si seré bobo! —exclamó el sargento—. ¡Con la de veces que la he visto en las viejas películas mudas! ¿Te acuerdas de Adela Shannon, Bill?
—¡Cómo no! —dijo su compañero—. La llamaban la Emperatriz de las Emociones Violentas.
—Todavía lo es —intervino Bill—. Veo que le interesa a usted el cine, sargento… ¿Es así?
—Sí, señora. ¿Tiene usted también relación con las películas?
—Ya no. Trabajaba en la Superba-Llewellyn, pero me despidieron.
—¡Lástima! Pero así es la vida.
—Así es, en efecto.
El agente soltó una risotada amarga.
—Sí, así es la vida… en Hollywood —dijo—. ¡Ja!
Bill lo miró, interesada. Luego se volvió al sargento.
—Parece que a su compañero no le agrada Hollywood.
—No, señora.
Adela apretó los dientes. Los puños los tenía apretados ya. Cuando habló, lo hizo con la forzada suavidad de una mujer que está haciendo un esfuerzo sobrehumano por contenerse, sabedora de que, si relajara su tensión un instante, saltaría por los aires profiriendo alaridos como una bruja. Para ella, al igual que para Smedley, que ahora temblaba como un flan, tantas dilaciones eran insoportables. Aquellos celosos policías la estaban sacando de quicio como cierto director vienes al que aún recordaba de los viejos tiempos y a cuya cabeza se vio impelida a arrojar en cierta ocasión, en interés de su arte, una de las espadas que portaban los soldados romanos en Ave, César.
—¿Podría distraer su atención un instante, míster Louis B. Mayer, y la suya, míster Zanuck? —preguntó—. ¿Se proponen ustedes hacer algo durante la próxima hora, más o menos, o esta charla va a prolongarse indefinidamente? ¿Han venido ustedes aquí para detener a unos ladrones, o sólo para discutir de cine? Lo pregunto simplemente porque me gustaría saber a qué atenerme —añadió toda encanto y amabilidad.
Bill la reprendió sin acritud.
—¡Mira que eres impaciente, Adela…! Tenemos toda la noche por delante. ¿Por qué no le agrada Hollywood a nuestro amigo?
El rostro del sargento se ensombreció.
—La semana pasada se presentó para un trabajo en Medulla-Oblongata-Glutz, y lo rechazaron con la excusa de que pretendía hacer comedia ligera y no tenía condiciones para hacer comedia ligera.
—Me toma usted el pelo.
—No, señora. Eso es lo que le dijeron.
—Asombroso. A mí me parece perfecto para hacer comedia ligera.
—Seguro que puedo —dijo el agente—. Pero es un coto cerrado. Eso es lo que es: un coto cerrado. Si eres un talento novel, no tienes ninguna oportunidad.
—Es muy duro —dijo Bill.
—Muy duro, tiene usted razón —convino el sargento—. Y hay más, oiga: cuando intenté que me confiaran un papel en
El coloso humano
, me dijeron que daba el tipo, pero que me faltaba intensidad dramática.
—¡No me lo puedo creer!
A Adela se le escapó un suspiro, como viento soplando a través de las grietas de un corazón roto. Realmente lo tenía hecho trizas.
—¡Dios me valga! —gimió—. Llamo a la policía y me envían un par de comparsas de mala muerte. Me vuelvo a la cama. Lord Topham… ¡LORD TOPHAM!
Lord Topham se levantó de un salto, pestañeando repetidamente.
—¿Quién me llama? ¿Eres tú, Toots?
Adela guardó silencio unos momentos. Dio la impresión de que tragaba algo.
—No —dijo al fin, hablando con cierta dificultad—. No soy Toots. La verdad, lord Topham, es que hasta ahora me ha sido usted de tanta utilidad como un cero a la izquierda. ¿Sería mucho pedirle que me acompañara a mi dormitorio?
—¿Acompañarla a su…?
—Con ladrones en cada rincón y escondrijo de la casa, no estoy dispuesta a subir sola dos tramos de escaleras.
Lord Topham expresó un gran alivio.
—Oh, sí, sí, sí, sí, sí —dijo—. Por un momento creí que… ¡Ja, ja! ¡Si seré tonto! En absoluto. Sí, sí, sí, sí, naturalmente. Comprendo lo que quiere decir.
—Tráigase la botella.
—¿Eh? ¡Ah! ¿La botella, dice? Claro, claro.
—Y cuando ustedes hayan acabado de hablar acerca de sus dotes dramáticas —dijo Adela, dirigiéndose al sargento—, encontrarán a los ladrones en la sala de proyección. Voy a gritarles a través de la puerta que hagan el favor de esperarles. Vamos, lord Topham.
—Las damas primero —dijo galantemente lord Topham.
—Las damas primero, ¡narices! —dijo Adela—. Podrían estar acechando en el pasillo.
Lord Topham salió seguido de Adela. El sargento, aparentemente algo picado por el sarcasmo de aquel comentario, se dispuso a actuar.
—Anda, Bill…, subamos —dijo a su compañero.
—¡Oh, aún no! —suplicó Smedley.
—Lo siento, señor. Hemos de hacer nuestro trabajo.
—Pero es que quisiera saber más cosas acerca de la afición de este caballero por la comedia ligera —dijo Bill—. Siéntense y tomen una copa.
—Se lo agradezco, señora, pero no es posible.
—Venga, le sirvo. Diga basta.
—Basta —dijo el sargento.
—¿Y usted?
—No, para mí no, señora.
—Ya me dirá basta.
—Basta —dijo el agente.
—Así está mejor. Pongámonos cómodos y charlemos —los animó Bill—. ¿Por qué pensaron los de Medulla-Oblongata-Glutz que usted no tenía cualidades para la comedia ligera?
—¡Y yo qué sé! —respondió el agente, malhumorado—. ¿Qué tiene Clark Gable que yo no tenga?
—Un bigote, diez millones de dólares y a lady Sylvia Ashley.
El sargento advirtió que allí había un malentendido.
—Mi compañero se refiere al talento, señora.
—¡Ah! ¿Al talento?
—Sí, al talento —corroboró el aludido—. Tengo talento, lo sé. Lo noto aquí —añadió dándose una palmada en el pecho.
Bill miró con curiosidad al sargento.
—¿Y usted tiene talento también?
—Pues claro que sí —respondió el sargento—. ¿Y qué es eso de que me falta intensidad dramática? Escuche: «¡Suelta esa pistola, rata! Ya sabes quién soy… El duro Tom Hennessy, el policía que atrapa siempre a su presa. ¡Ah! ¿Es eso lo que quieres? ¡Pues toma plomo! ¡Bang, bang!». Aquí viene cuando disparo y le doy —explicó—. Es parte de un numerito que hago con vistas a mostrarme en un papel dramático. Es más largo, pero esto ya le dará una idea.
—¡Es maravilloso! —exclamó Bill—. Una sobrecogedora e inspirada escena de la vida real, purificada en sus emociones por la compasión y el terror.
El sargento sonrió bobaliconamente con aire modesto, mientras su enorme pie trazaba círculos sobre la alfombra.
—Muchas gracias, señora.
—No se merecen.
—Si quisiera pasarse algún día por nuestra comisaría, tendría mucho gusto en mostrarle mis fotos.
—No voy a poder esperar.
—Sí, señora… Éstos son los papeles que me van. Pero me rechazaron.
—Así es Hollywood.
—Así es Hollywood…
—Tiene usted mucha razón, ¡así es Hollywood! —dijo el agente—. Fíjese, señora. Observe. ¿Qué es esto?
Sonrió de oreja a oreja.
—¿Alegría? —aventuró Bill.
—Alegría, sí. ¿Y esto?
Apretó los labios.
—¡Pena!
—Acertó. ¿Y esto otro?
Levantó todo lo que pudo las cejas.
—¿Horror?
—Puede usted apostarlo: horror. Y sé expresar odio, también. Pero lo que mejor me sale es la comedia. Como cuando el chico conoce a la chica y se pone a tontear con ella. ¿Y qué cree?… ¿Que pude meter esto en la dura mollera de los de la M-O-G? No, señora. Me rechazaron.
—Así es Hollywood —dijo Bill.
—Así es Hollywood —sentenció el sargento.
—Tiene usted mucha razón, ¡así es Hollywood! —corroboró el agente.
—Una ciudad brillante llena de amarguras —añadió Bill—. ¡Ah, Phipps! ¿Es usted?
El mayordomo acababa de entrar rutilante en la salita. Si sintió alguna sorpresa o alarma al advertir la presencia de la policía en la casa, no mostró ningún signo de ello. Su porte tenía la majestad de siempre.
—He venido a ver si deseaba alguna cosa, señora.
—Nada, muchas gracias —respondió Bill.
—Oiga, ¿y éste quién es? —preguntó el sargento.
—El mayordomo de mi hermana. Permítanme… Sargento…
—Ward, señora. Y el agente Morehouse.
—Gracias. Míster Phipps… El sargento Ward y el agente Morehouse.
—¿Cómo están? —saludó Phipps.
—Encantado de conocerle —dijo el sargento.
—¡Hola! —dijo su compañero, en tono igualmente afable.
Bill, muy femenina, se apresuró a interesarse por el bienestar del mayordomo.
—Se ha quedado usted en pie hasta muy tarde, Phipps… ¿O es que no podía dormir?
—No, señora. He sufrido un fastidioso insomnio. Algo muy raro en mí, señora.
—Tendría que haber probado a contar ovejas.
—Lo hice, señora, pero sin resultado. Así que finalmente me tomé la libertad de ir a la sala de proyección y pasar
King Kong
.
El sargento profirió una exclamación.
—¡Cómo! ¿Que estaba usted en esa sala de proyección?
—En efecto, señor.
Era evidente que el sargento lo había adivinado todo. Su mente entrenada captó en seguida el significado del relato del mayordomo.
—¡Pues ya está! Aquí tenemos la explicación del misterio y el caso resuelto. La señora pensó que habían entrado ladrones.
—Mistress Cork —aclaró Bill—. Acaba de dejarnos. Oyó ruidos y se alarmó.
—Lo siento, señora. Traté de ser lo más discreto posible.
El sargento se secó los labios poniéndose en pie.
—Bueno, ahora sí que tendremos que marcharnos. Buenas noches, señora.
—Buenas noches. Y practique esa fuerza dramática.
—Lo haré, señora.
—Le deseo suerte en sus esfuerzos artísticos.
—Muchas gracias, señora. Pero uno se descorazona un poco. Cuanto más acudes a esas malditas pruebas de selección, más chascos te dan.
—Así es Hollywood.
—Así es Hollywood…
—Tiene usted mucha razón, ¡así es Hollywood! —dijo el agente—. Una ciudad de oropel, en donde la tragedia se oculta tras millares de falsas sonrisas, y…
—Anda, vamos —dijo el sargento.
Bill cerró la cristalera tras ellos, y Smedley respiró a placer la primera bocanada de aire que no quedaba ahogada en su garganta desde que comenzaran los oscuros sucesos de aquella noche.
—Bill —dijo—, has estado maravillosa.
—Gracias, Smedley. Como diría Phipps, sólo he pretendido complaceros.
—¡Maravillosa! —repitió Smedley. Y, volviéndose a Phipps—: Esos polis iban a subir a la sala de proyección, pero ella los entretuvo charlando y los disuadió.
—¿De veras, señor? La experiencia debe de haberle ocasionado mucha preocupación, señora.
—Sí, ha sido dificilillo —dijo Bill—. Por suerte eran aficionados al cine.
Joe y Kay llegaban del jardín en aquel momento.
—Joe se siente mejor —dijo Kay.
—Me alegro. Y a ti se te ve radiante.
—¿Te extraña? —preguntó Joe—. ¡Va a casarse conmigo!
—Habéis hecho muy bien decidiéndolo. Ya supuse que lo haríais. Tu tía te da la bendición, Kay. —Gracias, Bill.
—Hacen muy buena pareja. ¿No te parece, Smedley?
Smedley ejecutó un breve paso de danza. Tal vez pudiera significar alegría o, más probablemente, irritación. Smedley carecía de las dotes interpretativas del agente Morehouse.
—Sí, sí, está bien —dijo—, pero ahora no es tiempo para pensar en eso. ¿Consiguió sacarlo, Phipps?
—¿Señor?
—El diario.
—Oh, sí, señor. Sin ninguna dificultad.
—¡Buen trabajo, Phipps! —dijo Joe.
—Gracias, señor.
—Espléndido, Phipps —dijo Kay.— Gracias, señorita.
—Démelo —dijo Smedley.
El rostro del mayordomo expresó un respetuoso pesar.
—Lo lamento, señor, pero no me es posible atender su sugerencia.
Smedley se lo quedó mirando estupefacto.
—¿Qué quiere decir? Acaba de asegurar que consiguió sacarlo.
—En efecto, señor. Y me propongo conservarlo.
—¡Cómo!
—Sí, señor. ¿Desea alguna cosa más el señor? Muchas gracias, señor. Buenas noches.
Y salió majestuosamente de la habitación, dejando tras de sí un asombrado silencio.
—¡Dios santo! —exclamó Bill, la primera en romperlo—. ¡Robado de nuevo! —Hizo una pausa, luchando con sus sentimientos—. Adelante, Smedley —dijo finalmente—. Dilo tú. Yo soy una dama.
Como todo el mundo sabe, hay muchas formas de medir el tiempo, y desde las épocas más remotas los estudiosos han propuesto y defendido tenazmente sus diferentes sistemas…, lo que, lamentablemente, ha levantado ampollas entre los representantes de las diversas corrientes de pensamiento.
Hiparco de Rodas, por ejemplo, que tenía sus propias ideas acerca de cómo había que medir el tiempo, se refirió en cierta ocasión a Marino de Tiro, que sostenía otros criterios, llamándolo «Marino el tirita»; lo cual, aunque muy ingenioso, era tremendamente mordaz dada la escuchimizada humanidad del susodicho. Y cuando a Purbach y Regiomontano les contaron lo que opinaba Ahmed ibn Abdallah de Bagdad se lo tomaron los dos a chacota. Purbach, que era un hueso, dijo que Ahmed ibn Abdallah sabía tanto de medir el tiempo como el gato de su abuela, un bicho reconocidamente torpón; a lo que el bonachón de Regiomontano, siempre tolerante, objetó que el tal Ahmed era sólo un jovenzuelo que trataba de abrirse camino y que no había que juzgarlo con demasiada dureza. Purbach, entonces, replicó: «Oh, ¿sí?», y Regiomontano reafirmó: «Sí». Dando pie a que Purbach dijera: «¿Esas tenemos?», y Regiomontano sentenciara: «Ésas tenemos». A raíz de lo cual Purbach no vaciló en proclamar que Regiomontano lo ponía enfermo. Aquélla fue su primera pelea.