Locuras de Hollywood (21 page)

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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

BOOK: Locuras de Hollywood
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—¡Cielos!

—… y crujiendo suavemente, señor, como una tostada con queso a punto de alcanzar la temperatura de derretimiento. Gracias, señor.

La puerta se cerró otra vez.

—Phipps tiene un notable sentido para las comparaciones —dijo Bill.

Smedley se pasaba los dedos por entre el cuello y la camisa.

—Lo ha averiguado, Bill.

—Tarde o temprano tenía que hacerlo.

—Sospecha de mí. ¿Qué hago?

—Negarlo en redondo.

—¿Negarlo en redondo?

—Negarlo en redondo. No puedes entenderlo. Hazte el duro de mollera. Repite «¡Oh! ¿Sí?», y «Aguarda un minuto, un minuto». Y cuando le hables, hazlo de refilón, por las comisuras de la boca.

—Como Perelli —dijo Joe.

—¿Habla míster Perelli por un ángulo de la boca?

—Siempre.

—Pues ahí tienes tu modelo, Smedley. Imagínate que eres el propietario de un próspero garito y que Adela es una cliente decepcionada que intenta venderte la idea de que tienes la ruleta trucada.

Smedley se marchó con un nudo en la garganta y sintiéndose muy desgraciado. Bill fue hacia la cristalera y contempló el jardín iluminado por el sol. Kay se acercó a Joe que, después de su breve observación acerca de míster Perelli, había vuelto a encerrarse en sí mismo.

—¡Anímate, querido! —le dijo—. Aún me tienes a mí.

—Y diez dólares.

—Diez dólares son lo que yo llamo una fortuna.

—Sí, pero cuando me vaya de aquí tendré que dárselos a Phipps de propina. ¿No es un porvenir bien amargo? ¿Cómo lo describiríais, si no? —preguntó Joe retóricamente; pero Bill no lo oyó porque estaba agitando amistosamente la mano, saludando a alguien que llegaba desde el jardín—. ¿A quién saludas?

Bill se volvió.

—Acércate, Joe. ¿Qué ves allí? —preguntó señalando.

Joe siguió con mirada sombría la dirección indicada por el dedo de Bill.

—Nubes —respondió—. Negros nubarrones cargados. Y lóbregas sombras que amenazan ruina, desastre y desesperación. ¡Ah! ¿Te refieres a esa figura en primer plano?

—Sí, a lord Topham. Viene hacia aquí, observa. ¿Qué tal te has llevado con lord Topham desde tu llegada?

—Muy bien. Me ha estado hablando del problema que tuvo en Inglaterra con una chica llamada Toots. Por lo visto le dio calabazas, y él está algo desanimado por ello.

—Simpatizáis, espero…

—¡Oh, sí!

—Perfecto. Entonces es probable que él te considere un amigo íntimo. Es un joven muy rico este lord Topham, según tengo entendido —observó Bill, pensativa—. Adela dice que una de las mayores fortunas de Inglaterra. Tiene algo que ver con cadenas de tiendas o supermercados, si no me equivoco. Pero en cualquier caso, véngale de donde le venga, tiene mucha pasta.

Joe reaccionó. Aquello abría una nueva línea de estudio.

—¡Santo Dios, Bill! ¿No estarás pensando en sablear a Topham…?

—En el mundo de los negocios hay una regla muy acreditada que dice que, cuando necesitas veinte mil dólares, has de recurrir a la persona que tenga veinte mil dólares.

—¡Eres genial, Bill!

—Eso es lo que les repetí una y otra vez a los de la Superba-Llewellyn, pero no quisieron escucharme.

—¡Insiste, mujer!

—Lo haré, Joe, lo haré.

El lord Topham que momentos después entró arrastrando sus largas piernas por el marco de la cristalera y sumó su presencia al grupito de pensadores reunidos en la salita del jardín difería sustancialmente de aquel joven atleta dicharachero que veinticuatro horas antes había hecho una entrada similar. Recuérdese que entonces traía una sonrisa en los labios y los ojos resplandecientes, como resultado de haber hecho el recorrido en menos de cien golpes en el campo de golf. Porque incluso el amante más ansioso por recibir de la chica con quien ha reñido una respuesta a su expresiva carta, enviada por correo urgente y vía aérea, olvidará temporalmente la vertiente sexual de su vida tras haber hecho, por primera vez en ella, dieciocho hoyos en noventa y siete golpes. El lord Topham de veinticuatro horas antes, aunque con las entrañas presumiblemente roídas ya por los buitres de la ansiedad, se había presentado ante el mundo como un hombre jovial.

¡Cuán distinta era la sombría figura que se perfilaba ahora tras el cigarrillo prendido en casi palmo y medio de boquilla! Tenía el rostro marchito, extraviada la vista, y la apariencia general de alguien que ha estado buscando con el mechero encendido una fuga de gas en la cañería de su vida. Como la de aquel hombre, incluso, tan pálido, tan acobardado, tan rendido, tan taciturno y desolado, que en plena noche se acercó a descorrer la cortina del lecho de Príamo para decirle, tal vez, que la mitad de su Troya era pasto de las llamas. Viéndolo, a cualquiera se le habría ocurrido pensar que lord Topham había vuelto al campo de golf y que esta vez había anotado nada menos que ciento cincuenta y siete golpes, tras necesitar catorce en el hoyo largo en forma de pata trasera de perro y perder seis bolas en el lago del segundo.

Pero, en realidad, la causa de su desaliento era que poco después del desayuno había recibido el cablegrama que estaba esperando, y que su contenido le había estallado en plena cara. Miss Gladys («Toots») Fauntleroy era una de esas jóvenes que no tienen ningún inconveniente en dejar que el sol se ponga sobre su ira, y era improbable que desde los días del difunto Florenz Ziegfeld hubieran cruzado el Atlántico diez chelines de mensaje con mayor contenido de vitriolo. Un contenido que había matado las ilusiones de lord Topham y dado posesión de su espíritu a la desesperación, engendrando en él un amplio disgusto por todo el género humano. Era aquél, por decirlo en una palabra, el peor momento que uno hubiera podido elegir para acercarse a él con la idea de darle un sablazo por valor de veinte mil dólares.

El sombrío aspecto del recién llegado no llamó la atención a los presentes: tan absortos en nosotros mismos solemos pasar por la vida. Obsesionados con sus propios problemas personales, no vieron más que a un joven fabulosamente rico que entraba por la cristalera. No se pararon un momento a preguntarse si traía su corazón roto o intacto, sino que se apiñaron alegremente a su alrededor dándole una recepción calurosa.

—¡Lord Topham! —exclamó Kay—. Pase, pase usted, lord Topham.

—Sí, por favor —se sumó Joe—. Es usted justamente la persona que deseábamos ver.

—Precisamente —confirmó Bill—. Lord Topham, muchacho… ¿Podríamos tener una pequeña charla con usted, mi querido lord Topham?

Le obsequió con unas amables palmaditas en el hombro, un gesto cálido y afectuoso que habría agradado y emocionado a cualquier otro hombre. Pero él se limitó a mirar despreciativamente su mano, como si hubiera sido una de esas arañas por las que Phipps sentía tanta repulsión.

—¿Qué diablos hace usted?

—Saludarle amistosamente, lord Topham, querido muchacho.

—Pues absténgase, ¡maldita sea! —replicó malhumorado el querido muchacho.

Un escalofrío heló los cora2ones del comité de recepción. Se miraron unos a otros con un creciente sentimiento de desasosiego. Era obvio que algo iba mal, rematadamente mal. Aquél no era el alegre joven que esperaban ver: más bien parecía un ser trastocado, una especie de mutante. Por eso, cuando Joe abordó el tema que figuraba como principal en el orden del día, lo hizo con escasísima convicción de que fuera a dar frutos positivos.

—Escuche, lord Topham —dijo—. En su mano está derramar alegría y felicidad sobre numerosas vidas humanas.

—Pues que me aspen si voy a hacerlo —contestó lord Topham—. ¿Quiere saber lo que pienso de la especie humana? Me encantaría que se ahogaran todos. No me importa decirle que esta mañana he recibido un cable de Toots, mi chica, que me ha transformado en un mis…, como se diga: en uno de esos tipos que se hartan de sus semejantes, dejan que les crezca la barba y se van a vivir a una cueva, alimentándose de frutos silvestres y bebiendo agua de las fuentes. No me hable de derramar alegría sobre vidas humanas. Si yo tengo que apañarme sin ella, ¿por qué no han de hacerlo todas esas malditas vidas humanas? ¡Al infierno con ellas! ¡Que les den morcilla!

—Pero, si usted no me ayuda, estoy arruinado.

—Bien, eso está bien —dijo lord Topham animándose un poco.

Phipps acababa de entrar sigilosamente, y Bill lo miró con cara de pocos amigos.

—¿Usted otra vez? —le dijo—. Por su formar de ir y venir, se diría que es usted el fantasma de la familia.

El mayordomo conservó su ecuanimidad.

—He venido para informar a su señoría de que lo llaman al teléfono, señora. Una llamada transatlántica, milord.

Lord Topham se estremeció. La boquilla, que había llevado de nuevo a sus labios a la conclusión de su vibrante discurso, cayó al suelo con el cigarrillo encendido y se rompió en pedazos.

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Una llamada transatlántica? ¿Quién es?

—Una tal miss Fauntleroy, milord.

—¿Qué? ¡Dios mío! ¡Santo cielo! Voy corriendo. ¡Caramba! ¡Cáspita! ¡Paso, paso, paso! —exclamó lord Topham, y estaba fuera de la habitación antes de que ninguno de los presentes pudiera decir ni «mu». Parecía increíble que aquella figura larguirucha, tan decaída hacía un instante, fuera capa2 de desarrollar tanta velocidad punta.

Phipps hizo ademán de seguirlo, pero Bill lo detuvo.

—Oh, Phipps… —le dijo.

—¿Señora?

—Un momento sólo, si me permite entretenerlo. ¿Podría traernos algunos cócteles para ponernos a tono?

—¡Cómo no, señora!

—Gracias, pero no se vaya aún. Cuando hablamos hace unos minutos, hubo una cuestión que omití preguntarle.

—La señora dirá.

—Es ésta. ¿Tuvo usted madre, Phipps?

—Sí, señora.

—Y su madre…, ¿tenía regazo?

—Sí, señora.

—¿Y no aprendió usted en el regazo materno que hay que obrar siempre rectamente, sin excepción, y no caminar por la senda del crimen?

—No, señora.

—Hum… Me temo que haya habido cierta negligencia. Muy bien, Phipps. Lárguese. Y no olvide los cócteles.

—Los prepararé inmediatamente, señora.

Cerró la puerta tras él.

—Me pregunto cómo sería la madre de Phipps —dijo Bill pensativamente—. Del patrón de la reina Victoria, imagino. —Se volvió a Joe—: ¿Has dicho «¡Al infierno!»?

—Sí.

—Ya me pareció oírtelo, y me ha partido el corazón. ¿Significa eso que ves el panorama muy negro?

—Lo veo.

—Pues yo no. Espero mucho de lord Topham.

—¡Cómo! ¿Después de como ha hablado hace un instante?

—Olvídate de su forma de hablar hace un instante. Desde entonces, su chica le ha llamado por conferencia transatlántica. Y las chicas no hurgan en los bolsillos de sus téjanos buscando monedas para poner una conferencia transatlántica a menos de que el amor haya vuelto a despertar en sus corazones, disipando como el sol matinal las nieblas de la duda y de la incomprensión. Mucho me sorprendería si esto no significa que se ha iniciado la segunda fase…, en la que la tórtola llora en el pecho del pichón y le pregunta si podrá perdonarla alguna vez por haber pronunciado tan crueles palabras.

—¡Oh, Bill! —exclamó Kay.

—Y, si tal es el caso, no creo que me equivoque al suponer que la leche de la humana bondad habrá vuelto a henchir el corazón de Topham como una marea, suavizando sus criterios y convirtiéndolo en una excelente y fácil posibilidad para nosotros.

Joe asintió.

—¡Demonios! Creo que tienes razón.

—Estoy segura. De aquí a unos momentos veremos aparecer otro lord Topham, muy diferente del anterior.

—¿Y entonces le propondrás tú el asunto?

—Se lo propondré.

Se oyeron unos pasos fuera…, pasos alegres, trotones. La puerta se abrió de par en par, y algo que podía haber sido un rayo de sol enfundado en un elegante traje de franela gris entró en la habitación haciendo cabriolas.

—¡Digo! —exclamó aquella nueva y mejorada edición de lord Topham—. Todo el mundo es bueno. Todo va bien. ¡Es espléndido todo!

Bill volvió a darle unas palmaditas en el hombro, esta vez sin provocar ninguna protesta.

—Justamente lo que yo me esperaba cuando oí que su dulce prenda estaba al otro lado del hilo telefónico. Consigue que te llamen por teléfono, y ya están en el bote. ¿Aún le ama?

—¡En absoluto! Lloraba a moco tendido, y yo le dije: «¡Ya! ¡Ya!».

—Difícilmente lo podría haber expresado usted con mayor claridad.

—Dice que, cuando me envió el cablegrama, tenía dolor de muelas.

—¿Y que eso influyó en hacerla tomar una actitud negativa?

—Precisamente.

—Querrá usted decir «En absoluto», imagino…

—Eso es. ¡En absoluto!

—Bien, bien, bien…, me agrada mucho oírlo. Estoy encantada. Todos estamos encantados. Y ahora, lord Topham, ¿podría usted dedicarme un momento?

—¡Oh, faltaría más!

—Estupendo.

Bill condujo al joven al sofá, lo sentó allí y tomó asiento en un sillón a su lado.

—Dígame, lord Topham… ¿O me permite que lo llame simplemente Topham?

—Hágalo. O, mejor aún, Toppy. La mayoría de mis amigos me llaman Toppy.

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Lancelot. Pero prefiero que no se sepa.

—Entonces…, ¿quedamos en Toppy?

—En absoluto.

—Perfecto. Habrá notado usted que de nuevo le estoy dando palmaditas en el hombro, ¿eh, Toppy? ¿Le gustaría saber por qué?

—Mucho. En realidad, me lo estaba preguntando.

—Lo hago con ánimo de expresarle mi enhorabuena. Porque Toppy, muchacho, voy a darle la oportunidad de meterse en algo grande.

—¿De veras?

—En absoluto. Dígame, querido Toppy… ¿Ha visto usted alguna vez un hombre con abrigo de pieles, triple papada, conduciendo un Rolls-Royce con una rubia despampanante sentada en cada una de sus rodillas, y fumando un cigarro de cinco dólares? Porque, si lo ha visto, puede usted dar por seguro que era un agente literario.

—¿Un qué?

—Un agente literario.

—¿Y eso qué es?

—El agente literario, o representante de un escritor, es un individuo que se pasa todo el día sentado en un sillón, con los pies sobre el escritorio, repleto de caviar y champán, y concede un par de minutos a los autores que vienen a arrastrarse a sus pies suplicándole que gestione su producción. Y que, en caso de acceder a hacerlo, se queda el diez por ciento del pastel.

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