Locuras de Hollywood (18 page)

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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

BOOK: Locuras de Hollywood
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—¿La han abierto?

—Sí.

Aunque adormilado, lord Topham podía entender una información simple como aquélla. Tras un breve «¿La cristalera? ¡Oh, ah, la cristalera! ¿La cristalera, dice usted?», miró en la dirección indicada.

—Sí —dijo—. En absoluto. ¡Ya! Ahora veo exactamente lo que trata usted de decir. Abierta como usted observaba. ¿No dijo antes que había ladrones en la casa?

—Sí.

—Pues mire lo que le digo: entraron por ahí —dijo lord Topham, y volvió a dormirse.

—¡Y ahora se acerca alguien por el pasillo! —gritó Adela poniéndose rígida desde las puntas de los pies a la cabeza—. Lord Topham… ¡LORD TOPHAM!

—Oiga… ¿Tiene que gritar tanto? ¿Qué ocurre ahora?

—Puedo oír que alguien se acerca por el pasillo.

—¡No me diga! Bien, bien…

Adela agarró una botella de la mesa y la puso en la mano de su compañero. Éste la miró como si viera una botella por primera vez en su vida, aunque estaba muy lejos de ser tal el caso.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Necesitará un arma.

—¿Quién? ¿Yo?

—Sí.

—¿Un arma?

—Sí.

—¿Por qué?

—En el momento en que aparezca, péguele con ella.

—¿A quién?

—Al hombre del pasillo.

—Pero yo no soy partidario de ir golpeando a la gente en los pasillos…

La puerta se abrió en aquel instante y apareció en el marco una figura corpulenta ante cuya visión las emociones reprimidas de Adela se relajaron en un exasperado alarido.

—¡Smedley! —chilló.

—¡Uf! —chilló Smedley.

—¿Le golpeo? —inquirió lord Topham.

—¿Qué demonios haces paseándote por la casa a estas horas de la noche, Smedley? —preguntó Adela.

Smedley seguía inmóvil en el umbral, tragando saliva penosamente y procurando con escaso éxito encajar el más rudo de los golpes que habían minado su moral en el curso de aquella terrorífica noche. No es agradable para un hombre nervioso que llega a una habitación en busca de un vaso de bourbon con soda encontrarse con una cuñada que, incluso en las más favorables condiciones, lo ha hecho sentirse siempre como un sapo pillado bajo el rastrillo.

Siguió tragando saliva. De sus lívidos labios brotaban extraños sonidos sin palabras. Su parecido con los difuntos envueltos en sábanas que recorrieron ululando y chillando las calles de Roma poco antes de que cayera asesinado el poderoso Julio César era extraordinariamente acusado, aunque a lord Topham, que no estaba familiarizado con la tragedia en que se describe tan vivida imagen, le sugería más la de un gato a punto de tener un ataque. En su niñez, lord Topham había sido propietario de uno grande y atigrado, que les dio muchos disgustos a él y a su familia comportándose justamente como Smedley ahora.

Para rebajar la tensión, repitió su pregunta:

—¿Le golpeo?

—No.

—¿Que no le golpee?

—No.

—Está bien —se avino lord Topham—. Sólo preguntaba.

Adela echaba chispas por los ojos.

—¿Y bien, Smedley?

Smedley logró articular finalmente.

—Yo… yo… no podía dormirme. ¿Qué hacéis vosotros dos aquí, Adela?

—Oí ruidos junto a la puerta de mi cuarto. Pasos, y alguien que respiraba. Desperté a lord Topham y hemos bajado y visto esas botellas.

Smedley, demasiado sorprendido aún para encauzar una conversación, tenía que hacer un duro esfuerzo para mantenerla.

—¿Botellas?

—Botellas.

—Oh, sí…, botellas. Sup… supongo que Phipps debe de haberlas puesto ahí —dijo Smedley, alzando una mirada de desesperación al techo.

Adela masculló un impaciente «¡Ya!». Jamás había tenido en mucha estima la inteligencia de su cuñado, pero esta noche daba la impresión de haberse sumido en nuevos abismos de idiocia.

—¿Y me quieres decir a qué santo habría de esparcir Phipps por la habitación quinientas cincuenta y siete botellas?

—Los mayordomos ponen botellas en cualquier parte —insistió Smedley.

Lord Topham corroboró este parecer. Los mayordomos habían tenido una presencia más bien prolongada en su vida, y conocía bien sus costumbres.

—En absoluto. Muy cierto. Tiene razón. Lo hacen, quiero decir. Es un hecho característico de ellos. Botellas, botellas por todas partes por si quieres beber algo.

Adela soltó un bufido. Era muy duro afirmarlo de alguien pero, en su opinión, la mentalidad de lord Topham estaba casi al mismo nivel que la de Smedley.

—Y supongo que es también Phipps quien está haciendo todos esos ruidos en la sala de proyección, ¿no? —dijo mordazmente.

Smedley dejó escapar un grito agónico. Estaba tan acostumbrado a tropezar con taburetes, con cualquier cosa que estuviera al paso e incluso con sus propios pies, que ni siquiera se le había llegado a ocurrir que hubiera habido ruidos en la sala de proyección. Si Adela los había oído, era sólo cuestión de momentos, se dijo, que decidiera subir a investigar su origen. Y entonces…

Permaneció allí farfullando y profiriendo sonidos incoherentes, sin saber cómo salir de aquel tremendo atolladero. Pero de pronto invadió su espíritu una sensación de alivio: Bill entraba en aquel instante por la cristalera. Se la veía tan sólida, tan dueña de sí, que la esperanza, aunque débilmente, agitó al viento sus trémulas velas. Podría ser que la situación hubiera llegado a un punto de imposible control para el ser humano, pero si alguien podía enfrentarse a aquel piélago de dificultades y, luchando, vencerlas, era la buena de Bill.

Adela no se alegró tanto de ver a su hermana.

—¡Wilhelmina!

—Oh, hola, Adela. Hola, Smedley. Hu, hu, lord Topham.

—¡Tu-tu, miss Shannon! ¿Le golpeo? —volvió a preguntar, porque le parecía tonto haber sido equipado (con botellas, especiales para golpear a la gente) y no entrar en acción.

—¡Oh, cállese! —le espetó Adela—. ¿Qué haces aquí, Wilhelmina?

—Pasear. No podía dormir. ¿Y tú?

—Oí ruidos.

—Imaginaciones.

—No fueron imaginaciones. Hay alguien en la sala de proyección.

En el rostro de Bill se apreció cierta tensión. Malo, malo, se estaba diciendo. Supuso, correctamente, que Smedley debía de haber tropezado y hecho suficiente alboroto como para despertar a la población de varios kilómetros a la redonda. Ni por asomo pensó que a Phipps, silencioso artista, pudiera reprochársele algo.

—¿Dices que hay alguien en la sala de proyección?

—He oído crujir el suelo.

—Serán ratones.

—¡Narices de ratones! Es un ladrón.

—¿Has subido a verlo?

—¡Naturalmente que no! No quiero que me peguen un golpe en la cabeza.

—Es lo mismo que pienso yo —dijo lord Topham—. Le estaba explicando a nuestra amable anfitriona que, justo antes de salir de Inglaterra, mi novia, Toots, y yo reñimos, y que le acabo de enviar una expresiva carta por vía aérea pidiéndole que nos reconciliemos. Estoy esperando su respuesta en cualquier momento y por eso, naturalmente, no me apetece nada correr el riesgo de que unos merodeadores nocturnos me hagan picadillo el encéfalo antes de que me llegue esa contestación; una contestación que, si me está permitido decirlo, tengo la esperanza de que será favorable. Es verdad que dejé a la querida y dulce criatura echando espuma por la boca, y rompiendo mis fotografías para pisotear los pedazos…, pero, como digo siempre, el Tiempo, que todo lo cura…

—¡Oh, calle de una vez!

—¡Pobre lord Topham! —dijo Bill—. Tiene usted tantas posibilidades de que le dejen hablar en esta casa como un loro viviendo en la de Tallulah Bankhead. ¿Y dice usted que riñó con su chica?

—Una pelea horrible. La batalla del siglo. Fue a propósito de su sombrero nuevo, del que me permití opinar… poco juiciosamente, lo reconozco…, que le daba cierto parecido con…

—¡Lord Topham!

—¿Sí?

Adela hizo un visible esfuerzo para hablar con calma.

—No quiero oír una palabra más acerca de su amiga Toots.

—Pero… ¿sigue siendo mi amiga? Ése es el punto a dilucidar.

—¡Al infierno con esa condenada Toots suya! —gritó Adela, volviendo, como lo hacía a menudo en arranques emocionales, a la expresiva jerga de la época del cine mudo, cuando una chica tenía que ser capaz de expresarse si quería llegar a ser alguien. Su calma había explotado en mil pedazos. No habría mirado al pobre par británico con una reprobación más tormentosa ni aunque lo hubiera pillado tratando de robarle una escena—. Hágame usted el favor de dejar de mencionar a esa miserable criatura, que probablemente es una rubia platino, cecea, y es la escoria del hampa. Lo único que me interesa en este momento es ese caco que está en la sala de proyección.

Bill meneó la cabeza.

—No hay ningún caco en la sala de proyección.

—Te digo que sí.

—¿Subo a investigar?

—¿De qué serviría? No. Esperaremos a que llegue la policía.

Smedley se desplomó en el sofá. Aquello era el fin.

—¿La po… po… policía?

—Les telefoneé desde mi dormitorio. No comprendo cómo no están ya aquí. Supongo que vienen paseando. Sólo nos faltaba que fueran esos tipos medio imbéciles que llaman policías en Beverly Hill, para… ¡Ah! —exclamó Adela—. ¡Ya era hora!

Un sargento y un agente acababan de entrar por la puerta acristalada.

XVI

El sargento era un tipo recio, formidable, que parecía tallado en roca viva; su acompañante era un tipo recio, formidable, que causaba la misma impresión. Entraron con el paso medido de hombres conscientes de su capacidad para imponer el respeto a la Ley y parar los pies al peor criminal.

—Buenas noches, señora —saludó el sargento.

Adela estaba aún de malas pulgas. Las mujeres ricas se acostumbran a la idea de que sus órdenes han de ser cumplidas con rapidez y prontitud.

—Buenas noches —dijo—. Se han tomado ustedes su tiempo para venir. ¿Qué hacían? ¿Estaban jugando a la canasta?

El sargento acusó el golpe.

—Hemos venido tan rápidamente como nos ha sido posible, señora. ¿Ha informado usted de un robo?

Adela lo fulminó con la mirada.

—¿No le dijeron nada en la comisaría? Pues sí: como me tomé la molestia de explicar pormenorizadamente por teléfono, hay ladrones en la casa. Están arriba, en la sala de proyección.

—¿Dónde está eso?

—Es la habitación de encima mismo. Smedley, acompaña a los agentes a la sala de proyección.

Smedley se estremeció como un emperador romano al oír que el jefe de la banda de asesinos que ha irrumpido en sus aposentos privados dice: «Bueno, Galba… —o Vitelio, o Calígula, o cualquiera que fuera su nombre—, aquí nos tienes».

Dirigió una mirada de súplica a Bill, como implorándola que no le abandonara en aquel difícil trance.

Bill, como siempre, se esforzó.

—No hay ladrones en la sala de proyección. Es absurdo.

—¡Narices que es absurdo! He oído ruidos extraños.

Bill cruzó una mirada con el sargento. Le guiñó el ojo.

—Ha oído ruidos, sargento… ¡Ja, ja! ¡Cómo somos las mujeres! Pobres, medrosas, impresionables criaturas…

—¡Oigan! Quejo no me impresiono…

—Unos manojos de nervios…, ¿no es verdad, sargento?

—En efecto, señora. Mi mujer es también así.

—Todas las mujeres lo somos —dijo Bill—. Tiene algo que ver con la estructura ósea de nuestras cabezas.

El sargento dijo que era probable que la señora tuviera razón. El agente se sumó a aquel parecer, y añadió que su esposa daba crédito a toda clase de presagios y augurios, y que jamás la verías pasar por debajo de una escalera por nada del mundo; no, señora. A lo que el sargento confesó que su mujer decía siempre en voz alta «Conejitos, conejitos, conejitos» el primer día de cada mes porque, según ella, diciéndolo, recibirías un regalo en las dos semanas próximas. Una bobada, reconoció el sargento, pero así era.

—¡Oigan! —dijo Adela, que estaba dando muestras de creciente excitación.

—Aguarda un momento, Adela —dijo Bill—. Siéntense, por favor —rogó a los representantes de la Ley—, y háblenos de sus esposas.

Era una invitación muy tentadora y por un instante el sargento pareció titubear. Pero la fuerza policial de Beverly Hills está animada por un maravilloso espíritu, y en seguida superó aquella mínima debilidad.

—No, ahora no, señora —dijo—. Pienso que sería mejor echar un vistazo a esa sala de proyección que la otra señora quiere que veamos.

—Será perder el tiempo —sentenció juiciosamente Bill.

—Sí —la apoyó Smedley, y añadió con febril formalidad—: Además, no les gustará nada la sala de proyección. Sinceramente.

—No hay prisa —dijo Bill—. ¡Señor…! ¡La noche es joven! Siéntense y tomen una copa.

Algún observador casual hubiera podido creer que en los alrededores había hecho explosión un depósito de municiones. Pero sólo era Adela.

—¿Pero es que hay alguien capaz de soportar tanta pamema? —exclamó Adela, alzando las manos al cielo en un gesto dramático—. ¡«Siéntense»…, «tomen una copa»…! ¿Qué es esto? ¿Una reunión de antiguos alumnos?

El sargento meneó la cabeza. Su perspicaz mirada no había pasado por alto las botellas de la bandeja, porque la policía está entrenada para observarlo todo, y le había brillado el ojillo ante la sugerencia de que debería investigar su contenido. Era una lástima, se dijo, que aquella admirable mujer con apariencia de bóxer alemán no estuviera allí al mando. Porque, en su opinión, Bill tenía excelentes ideas y hubiera sido un placer secundarlas. Pero, por lo visto, quien dirigía las operaciones era aquella otra dama, cuyo rostro le sonaba curiosamente familiar y cuyos puntos de vista estaban menos en consonancia con las tendencias del pensamiento moderno.

—No, muchas gracias, señora —respondió virtuosamente—. Estamos de servicio. Vamos, Bill.

—¿Se llama usted Bill? —preguntó Bill.

El agente respondió que sí, y Bill pensó: «Bien, bien, bien…».

—A mí también me llaman Bill —dijo—. ¡Qué sorprendente coincidencia! Sentémonos en el sofá y comentemos largamente esta singular circunstancia.

—Después, señora —dijo el sargento. Miró al techo y en su rostro se pintó esa mirada penetrante que caracteriza a los policías en plena investigación policial—. Me parece haber oído algo ahí arriba —observó—. Una especie de crujido.

—Todas las casas antiguas crujen por la noche —dijo Bill—. Y ésta, si no me equivoco, data de la primera época de Cecil B. de Mille.

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